Dirige una escuela en el conurbano y debe priorizar la comida antes que las clases

Romina vive en la zona oeste del conurbano bonaerense y se dedica a la docencia desde que tiene un poco más de 20 años. Hace 5 que es directora en una escuela primaria de gestión estatal en un barrio de alta vulnerabilidad social en la periferia del distrito, no muy lejos de su casa.
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“Nuestro trabajo abarca tareas de todo tipo”, comenta. “No sólo somos directoras, también maestras, enfermeras, trabajadoras sociales, hasta plomeras y electricistas, detalla sonriendo. “Es agotador, pero nunca te aburrís”.
Es que la vida de una directora como Romina, está muy lejos de esos despachos con olor a madera encerada, muebles señoriales, techos altos, cortinas blancas y banderas de ceremonia atrás del escritorio.
Su oficina, en cambio, es un pequeño reducto con un escritorio medio destartalado, una silla de aula y una ventana chiquita cubierta con una cortina cuadrillé hecha por ella misma. Una computadora (vieja) en el único rinconcito disponible, un armario lleno de papeles y una pila de cajas de las que asoman unos libros completan la escena.
En el reino de lo urgente, la planificación es un lujo exótico: “Me cuesta mucho planificar, nuestro día a día es una sucesión de imprevistos. Vivimos solucionando problemas, tapando agujeros”, afirma.
Cada mañana, es la primera en llegar a la escuela. Enseguida que abre, arrancan las incertidumbres: ¿cuántas maestras vendrán hoy? Es que todos los días falta alguna. “Puedo contar con los dedos de la mano los días en que tuve a todo el personal de la escuela trabajando, sin ninguno ausente”, se lamenta Romina.
Mientras, van llegando los chicos. “Ese es otro momento complicado”, afirma. “Ver cómo llegan, quién los trae, quienes no vienen. Las rutinas escolares son muy difíciles de sostener. Son pocos los chicos que vienen siempre, que durmieron y comieron bien, y que tienen los útiles en la mochila.”
Después de la formación, en la que apenas se consiguen unos momentos de silencio, cada grupo va a su aula, donde se sirve el desayuno. “Ahí paso por cada aula, contando cabezas y viendo que haya una docente o algún adulto al frente. Donde me falta alguien, veo qué puedo hacer: si hay alguna maestra especial, si está la bibliotecaria o la vice. Si no, tengo que estar yo o juntar dos cursos en uno.”
El ausentismo, sin capacidad de solución
Casi siempre hay espacio vacío en las aulas porque la cantidad de alumnos anotados en la lista jamás coincide con la de los que están sentados mirando el pizarrón. Es más “en algunos grados ni siquiera hay sillas para todos, porque sé que algunos dejaron y no van a volver”, se resigna Romina.
Los ausentismos prolongados son moneda corriente. Chicos que faltan por un mes y después aparecen. Las directoras, por más comprometidas que estén, no cuentan con los recursos necesarios ni el apoyo profesional para lograr que los chicos no falten tanto.
“Cuando un chico deja de venir, a veces logro que la asistente social vaya a la casa a ver qué pasa, que hable con la madre y trate de convencerla”, nos cuenta la directora y se lamenta: “pero mucho más que eso no podemos hacer, es algo que me genera mucha impotencia.”
El reparto de comida
Desde la pandemia, las escuelas no solo tienen el comedor, sino que también, una vez por mes, siguen siendo las encargadas de repartir cajas de alimentos a las familias de sus alumnos.
Mientras las aulas estuvieron cerradas, las docentes junto con su directora eran las responsables hacer ese trabajo. Hoy, con la vuelta a la presencialidad, también. “Es un lío”, se queja Romina, “y cuanto peor está la cosa, viene más gente para retirar comida. Hago lo imposible para no suspender las clases ese día, pero a veces no me queda otra. No podemos hacer todo a la vez.”
Lo que se rompe, ¿quién lo arregla?
Los problemas edilicios representan otro gran dolor de cabeza para las directoras. “Imaginate, con el uso que tiene todo acá, se rompen cosas todos los días”, afirma. Este tipo de escuelas, en general, no cuenta con personal de maestranza propio ni mucho menos con una caja chica o presupuesto de rápida disponibilidad para hacer arreglos. “Se te rompe un picaporte y podés estar más de un mes con la puerta de un aula que no cierra. Pensá lo que es el ruido permanente para los chicos que están tratando de aprender y la maestra de enseñar. Muchas veces compro yo las cosas, de mi propio bolsillo. Pero no siempre puedo”
Es que, además, muchos de estos establecimientos son de dimensiones acotadas, con poco espacio común y en general un patio interno al que dan todas las aulas. Si hay un grupo en gimnasia o ensayando un baile para un acto, se escucha todo adentro de las aulas. No hay procesos de insonorización ni aislamiento, con lo cual el ruido es permanente. El clima de estudio, un lujo que no pueden darse. Ni siquiera existe una sala de maestros o un lugar donde los docentes puedan reunirse. ¿Cómo encarar el trabajo en equipo, la articulación o planificación en establecimientos que ni siquiera cuentan con un espacio adecuado para tal fin?
Paradójicamente, los problemas más graves y urgentes, se solucionan más rápido. “Si nos quedamos sin agua o sin luz, en general las empresas o el municipio nos dan una mano rápido”, relata Romina. Pero las pequeñas cosas que se van rompiendo se van acumulando, y, “cuando querés acordar, tenés todo destruido”.
La historia de Romina se repite en cientos de escuelas del Conurbano Bonaerense. En muchos lugares campea la resignación y la idea de que eso es lo que hay y no se puede aspirar a más. Sin embargo, como una vez le escuché decir a un maestro, las escuelas para pobres no deberían ser pobres escuelas. Las buenas escuelas forjan buenos ciudadanos. En la mejora de la calidad educativa está la salida de la pobreza y la capacidad generar un proyecto de vida futuro. Es hora de que, quienes gobiernan, también se hagan cargo de este hecho.
N. de la R: por pedido de la protagonista, para preservar su identidad y la de su comunidad, se la menciona con otro un nombre.

