Postales Mendocinas

Canción de amor a Alejandro Gómez, periodista

Hace una década, el 26 de mayo de 2009, el querido Flaco Alejandro Gómez dijo adiós, bah, seguro partió sin despedirse, adiós una verga, pero dejó un legado en su hermosa familia y también en muchos comunicadores. En el Día del Periodista, brindamos por él, que se ha ido, pero no se ha ido. 

viernes, 7 de junio de 2019 · 09:42 hs

                                                                                                                A Celeste Gómez Lahoz.

                                                                                                     “El mundo cede y se desploma

                                                                                                                          como metal al fuego.

                                                                                                        Entre mis ruinas me levanto,

                                                                                                               solo, desnudo, despojado,

                                                                                            sobre la roca inmensa del silencio,

                                                                                              como un solitario combatiente...”

                                                                                                                 “La poesía”, Octavio Paz

El Flaco era una de esas personas con las que podías quedarte callado y compartir la desazón: con él, jamás reías, ironizabas; con él, no te abrazabas, te despedías; no compartías una copa, tomabas whisky; con él, no charlabas, sucedías. Con tipos como él, podías coincidir en aquello de Fernando Pessoa: “El corazón, si pudiera pensar, se detendría” y seguir latiendo, mientras lo pensabas; con él, siempre le prestabas atención a la mitad vacía de los vasos...

Hace más de diez años, muchas cosas conversábamos con Alejandro Gómez; él, desde Miami, yo, desde Mendoza. Generalmente, al atardecer; y el Flaco sonaba como una cansada máquina de guerra, como un violín del siglo XVI en el ropero de un avaro y yo no sabía si tomar nota o disfrutarlo; entonces, jamás tomaba nota: bebía de él, como de una fuente desnuda y prohibida para menores.

Alejandro Gómez, periodista.

Coincidíamos, hace más de una década, en que no eran buenos tiempos para la admiración, el aprendizaje moral, la épica y la nutrición en el periodismo: bueno, ahora, menos. Hacíamos foco en eso y en que, en los medios, el admirable avance tecnológico socializó las malas artes, la carencia de estilo y los manuales de honestidad son pasto de una hoguera virtual, donde yacen, olvidadas o despreciadas, las cenizas de los próceres de estas lides.

La era digital -tan plural, abundante y generosa, en sí misma- ha acarreado la destrucción del concepto de noticia y, obviamente, el de primicia. Vean si no: basta que algún medio difunda algo interesante o estúpido, cierto o incierto, probado o improbable, para que, dos minutos después, otros cinco medios ya lo hayan replicado y reinventado: así es como se construye realidad y, en ella, el copy&paste -escrito, dicho, audiovisualizado- es la fibra constitutiva de la dieta informativa y la mala intención y las campañas conspirativas -que siempre estuvieron- hoy abundan y estás sistematizadas por protocolos regidos por índices poderosos, ejecutados por diligentes encomendados y dirigidos a gente que paga para que les mientan sin mayor esmero o les digan solo aquello que desean oír: se enarbola así un discurso único, impulsado por cacatúas con carnet que reciben suero de pautas oficiales y lucen como aquello que son: leones que se han vuelto vegetarianos bregando por mantener sus privilegios de prime time y primer scrooll.

Alejandro y su hijo, Joaquín.

Concordábamos también en que quienes detentan el poder de informar, lo hacen marcados por intereses naturalmente ideológicos y económicos. Así es que las fuentes de información son turbias y el afán de audiencias y de complacencia con determinados mandatos, todo lo justifica. Y todos los medios roban a todos los medios -algunos con más elegancia, algunos con menos- en un majestuoso banquete de caníbales que se degustan unos a otros, antes los ojos, rojos de ira, de las concurrencias, que replican discursos como periquitos enfurecidos pidiendo sangre.

No había medias tintas, verán, en aquellas charlas tan actuales con uno de los grandes periodistas que tuvo Mendoza y que, hace justamente diez años, murió….

A ver, amigos, disculpen, viene un poco de bajón esta columna. Cambiemos el ángulo; empecemos de nuevo…

Alejandro con su mujer, Adriana Beorlegui, y sus hijos Agustina, Joaquín y Francisco.

Es el Día del Periodista y nada mejor -para mí- que recordar a uno de los que marcaron mis rumbos y están presentes en mis azarosos aciertos y ausentes en mis ineludibles, groseras, fallas.

Recordemos, por caso, cómo iniciaba sus domingos el Flaco, según los ojos admirados de su primera hija, Celeste: se levantaba temprano y dejaba caer sobre la mesa los seis diarios más importantes de la Argentina, con la pava y el mate. “No se levantaba hasta que los leía todos y, después, abría algún libro”.

Ese era el Flaco Alejandro Gómez, el Briga, un periodista que enalteció este laburo con su modelo, aquel que tuve como director, en el diario Uno de Mendoza, desde su nacimiento, en 1993, y hasta 1999, cuando, con hastío y un -jamás olvidado- regusto de ingratitud ante algunos de sus pares, decidió mandar todo al carajo y marcharse a vivir a Estados Unidos, donde asumió como Editor del Nuevo Herald de Miami, el segundo diario más leído de lengua hispana.

Alejandro y Celeste Gómez Lahoz.

El Flaco fue un tipo honorable a rajatablas y jamás dejó de compartir su saber, su ética y su estética respecto de esta profesión. A él, aun ocupando un alto cargo en una empresa periodística, se le creía y se confiaba en él. Era uno de esos tipos que daba libertad real de agenda al periodista y, a la vez, lo protegía, cuando era necesario. Esto es parte de lo que recuerdo y de aquello que atesora su familia: sus hijos Celeste Gómez Lahoz y Agustina, Joaquín y Francisco Gómez Beorlegui; su mujer, Adriana Beorlegui y su ex mujer, Laura Lahoz, además de sus hermanos Ana y Guillermo.

Sus últimos años, Alejandro los transitó profesionalmente en el Nuevo Herald. Cuando, a mediados de 2007, tomé la dirección del diario Mdz y me preparaba para su lanzamiento, retomamos contacto y hablamos mucho, realmente mucho. Yo lo necesitaba y ahí estaba él, en el otro extremo del teléfono, para convencerme de caer con elegancia. Así, hacía conmigo educación a distancia y, por supuesto, pagaba las llamadas. Llamativamente, nuestro mayor acercamiento fue el telefónico: un cara a cara a 6627 kilómetros.

No sólo hablábamos de periodismo: también me contaba -con pasmosa familiaridad- de su enfermedad y yo notaba la franqueza con la que la asumía. En algún momento, intenté hacerlo regresar a Mendoza y hasta mantuve reuniones laborales para propiciar su retorno, pero, en el fondo, El Flaco sabía que nunca regresaría y que sólo coqueteaba con la idea de un viaje -una verdadera fuga- que lo devolviera a un pasado menos opresivo que aquellos tiempos de despedida. Su corazón y sus pulmones, tan columpiados por incontables cigarrillos, lo sabían y su ánimo, siempre sombrío, también.

El Flaco, con las dos mujeres que más amó: Celeste y Agustina, sus hijas.

Un día, durante esas largas llamadas, me advertía de los miserables que abundan en esta profesión y me agregaba que “suelen ser, fijate vos, los más exitosos”; otro, me contaba de sus muchos viajes, de su vivencia del Mayo Francés en París o de sus trabajos en restoranes de Puerto Rico o Estados Unidos o de su incompetencia -compartida por un servidor- para llevar parejas adelante. Otro hablábamos de literatura -por supuesto, de Cioran, de Camus, de Sartre- y le recordaba que era un cabrón porque nunca me había devuelto el libro “Breviario de podredumbre” y él decía que ese era el destino de ciertos libros y que me fuera al carajo o que lo fuera a busca a Miami.

- Tené cuidado, Mendoza tracciona a envidia..., me dijo una vez, frase célebre, si las hay, del Flaco.

Celeste jamás olvidará cuando su papá le contó que, mientras vivía con amigos en Nueva York, a comienzos de los 70, lo mandaron a comprar comida con la poca plata que les quedaba y él, en cambio, compró libros: “Ustedes lean, así no van a sentir hambre; la comida se acaba y lo que uno lee, queda para siempre”, les dijo.

El Briga, con su hijo Francisco.

Ahora, yo mismo recuerdo un favor que me hizo: me había ido a Europa, en 1998 o 1999, y, hacia el final de mi viaje, en Madrid, fui invitado por el periodista de fama mundial Miguel Ángel Bastenier (subdirector del diario El País, al que habíamos conocido en Mendoza) a charlar, a comer y beber en cantidad en cuevas madrileñas y también a presenciar clases magistrales de la Escuela de Periodismo del diario español. Bastenier, quien murió en 2017, me había tomado simpatía por cierta irreverencia que notó en mi escritura y, bueno, propiciaba que me fuera a vivir a Madrid, pues me haría ingresar a esa prestigiosa escuela y, me aseguraba, al diario español. El tema es que no tenía tiempo para esa aventura madrileña: debía volver a trabajar al Uno. Hablé, entonces, por teléfono, con Alejandro y ni siquiera terminé de exponer: me dijo que no se me ocurriera volver a Mendoza, que me tomara el tiempo que fuera necesario, que escuchara a Miguel Angel, que conociera la institución y que decidiera con el corazón. Así lo hice y, de paso, aproveché para reunirme -obviamente en el Café Gijón- con uno de los mejores escritores y columnistas del mundo, Manuel Vicent, a quien había conocido en Buenos Aires. No viene al caso, pero llegué totalmente colocado a esa cita y creo que el gran Vicent no la pasó nada mal, se rió bastante y hasta incluso me contó experiencias semejantes, cuando joven, en el Museo del Prado, ante cuadros de Velázquez y de Goya. Finalmente, regresé a Mendoza y le di un fuerte abrazo al Flaco y no hizo falta explicar nada.

Así era Alejandro: un ser humano genuino y sensible, un intelectual finísimo, un desgarbado nostálgico con andar pesaroso, un hombre que sabía escuchar razones, aunque fuera consciente de que no las había y de que nuestra raza es un caso perdido y de que el único problema filosófico valedero, al decir de Camus, era el suicidio, espectáculo que Alejandro, por cierto, no se dio el gusto de protagonizar, por amor a sus hijos, tal vez. Él y otros maestros del periodismo que he conocido en Mendoza -Fernando Lorenzo, Carlos Perlino, Máximo Arias y Julio Rudman y también, de modo menos directo, Ramón Abate, Coco Yáñez y Aldo Montes de Oca- han llenado de dignidad una profesión, que, en el barro, a ras del piso, aún conserva su hermosura y esa pureza y ese castigo que portan en la cara los honrados.

Alejandro Gómez, periodista.

Hace una década, el 26 de mayo de 2009, víctima de su enfermedad, el querido Flaco Alejandro Gómez dijo adiós, bah, seguro partió sin despedirse, adiós una verga, pero dejó su huella en su hermosa familia y también en muchos periodistas que hoy pasamos los 50, marcados por su gracia impía. Brindemos por él, que se ha ido, pero no se ha ido: a tu memoria, querido mío, por todas las mitades de vasos vacíos que jamás dejaremos de cuestionar.

Ulises Naranjo.

Postdata: un texto que, alguna vez, le escribí y le gustó y es parte de un libro que jamás publiqué, llamado “Canciones tristes”:

67/ Briga

Los aeropuertos me llenan de angustia. Aunque, en verdad, la sensación empezó en la cubierta de un barco que me arrastraba a España con cero mango, dieciocho noviembres en la rúbrica y nada de equipaje. Siempre me ha molestado cargar cualquier peso y tener que responder por él. Son misteriosos los aviones; los veo como a sirenas roncas invitándome al despeñadero. Briga se calla, su cara denota haber sufrido o gozado mucho. El tipo debería contarnos algo de su –peregrina, penitente, gozosa– vida; mostrar el free-pass que lo llevó a la estación final del escepticismo, como único paraíso posible. Pero hace tiempo que no tiene ganas de contar y tampoco sabe mentir ni hilar ni imaginar ni seducir dramáticamente. El discurso de la aventura jamás podrá acercarse a la aventura, de la misma forma que la literatura jamás se acercará a la vida. El ruido de los aviones me abre una pista de aterrizaje en el pecho, dice como si le doliera, pero su herida preferida es la ausencia de dolor. Una vez, con un amigo, salimos al amanecer de un bar de Puerto Rico. El Caribe inoculaba su marea en mi cerebro. El sol nos dejó distinguir un cartel unido por dos cadenas a una madera: “Viaje a Italia, $299”. Dos días después, estábamos en el aeropuerto de Roma con lo puesto. Lo mismo me pasa ahora, pero ya tengo cincuenta y estoy parado al lado de una cinta transportadora esperando una docena de maletas. 

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