Postales Mendocinas

Postal de la indigencia en El Fachinal de los mendocinos

Nos piden ayuda, sin gritos ni escándalos mediáticos. Los bebés necesitan leche maternizada. Los niños, útiles escolares. Los viejos y las mujeres, frazadas antes del invierno. Y todos necesitan comida. Así se vive a cinco minutos del aeropuerto que nos lleva al paraíso. 

miércoles, 3 de abril de 2019 · 09:27 hs

El otoño es la mejor estación más hermosa en El Fachinal. Claro que debiera definir, en su contexto, la hermosura en una villa miseria en la que mendocinos pasan hambre, mientras, a pocos metros, pasan estupendos aviones con otros mendocinos que viajan a hacer negocios o se van a pasear a algún sitio, suponemos, hermoso también.

Claro está, entonces: que no es la misma hermosura esta de El Fachinal lasherino, que esa otra de Recoleta, Miami o El Louvre, no obstante, todo sucede bajo el hermoso sol del otoño, que a unos dora la piel y, a otros, se las quema. 

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(A ver: esta es una nota para que juntemos leche maternizada para los bebés de esa zona; leche y frazadas y útiles escolares; si querés alimentos en general y ropa abrigada también, pero seguiremos hablando de la belleza para no cagar tanto la onda de este otoño precioso)

Siempre es lo mismo: vamos hasta donde nos da el cuero: algunos hasta el labio de la ruta y otros, hasta curvo labio del horizonte. Este que escribe, por caso, preferiría estar en Cuba dorándose o en El Guggenheim de New York, mirando con cara de estúpido una pintura de Jackson Pollock, sin embargo, esquiva arroyitos de aguas servidas en los callejones de una villa que, desde hace varias generaciones, es poblada por gente que vive de tu basura, distinguido lector, de todo aquello, incluyendo comida, que tirás a la basura, porque ni a tus perros se la darías.

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No obstante, es otoño, la estación más hermosa en El Fachinal: hermosa porque hace calor, pero no el insoportable calor de los veranos, con moscas poteras succionando restos de leche en las comisuras de los labios de los niños. Sólo por eso es hermosa, no se pide más, y así es el asunto en el Fachi y los barrios vecinos, el Santo Tomás de Aquino, el Don Bosco, el Loteo Romera y el Capitán Gutiérrez.

Allí, se vive hora a hora una malaria con tintes francamente dramáticos, cuestión que a nadie en Mendoza le calienta tanto como el sol de otoño y ni hablar de los fogones con malvaviscos, que se han puesto de moda, como Papá Noel, el Wine Rock, la Arístides y los patios cerveceros.

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A fin de cuentas, la contemplación de la belleza es un escudo fatuo contra lo inevitable, esos que algunos tapan con viajes y arenas y otros con alcoholes, orgasmos gravosos, artes superiores o inferiores y electrodomésticos chinos. Volvamos a El Fachinal, aunque con pena.

Hay distintos niveles de organización en estas desorganizadas barriadas. La gran columna que todo sostiene aquí -chapas, menúes, atuendos, achaques, agonías y abrazos- son las mujeres. Sin el rol decisivo de las mujeres pobres, el tejido social de todas las clases mendocinas se rompería a pedazos (quizás debiera romperse, para empezar a tejer de nuevo). Por las mañanas, por ejemplo, los hombres se van al basural a revolver la inmundicia; se van los hombres con los adolescentes y los niños de siete para arriba. Entonces, ellas se quedan en las casas, haciendo malabares con garbanzos, con los hijos pequeños y los perros. Entre varias cosas, pretenden que los herederos se eduquen y escapen al sino trágico de las villas. 

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Todo está desorganizado, pero hay organizaciones estatales y civiles con presencias necesarias, pero sin la intensidad y los recursos que la penuria exige. Está la comuna de Las Heras (con su estupendo Centro Educativo, Deportivo y Social), la Dinaf, el Ministerio de Salud, Desarrollo Social y Deportes, un Cebja (Centros Educativos Básicos de Jóvenes y Adultos) de la DGE, el jardín maternal Manaslú, un CAE (Centro de Apoyo Educativo) y hasta están los de Barrios de Pie, los evangélicos de Jucum (Juventud con una Misión), que acercan misioneros de otros países a vivir experiencias en esa villa miseria, y, además, los evangélicos de la Iglesia Siglo XXI, unos bautistas que, en verdad, son, junto a la muni, los que más y mejor laburan en este desgraciado lugar y, ah, bueno, también hay un par de merenderos de mujeres del barrio, donde, a veces, hay merienda.

(A ver: para quienes se pregunten por la presencia de Iglesia Católica en el lugar, indicamos que, en todo caso, hay una en San Martín y Colón, otra en la Peatonal, también en El Challao, una bien grande, y muchas más y hay un Cristo de los Cerros en el Dalvian y un papa argentino en El Vaticano; ahora, en El Fachinal, ni noticias, amigos, y dicho por sus propios dueños).

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Hay allí, como se ve, de todo un poco y eso significa que no hay nada.

No hay nada y hace décadas que no hay nada. Este que escribe, por ejemplo, desde hace unos 30 años, va al Fachinal y alrededores a hacer notas de todo pelaje, pero que siempre rondan sobre lo mismo: la miseria, el abandono, el hambre, la carretela, la basura. Aquellos niños de hace tres décadas, hoy son padres y algunos hasta abuelos. Y nada: generación tras generación se sigue revolviendo la basura para ir tirando.

El basural, para todos, es una fuente, como Dios, esa araña, que todo lo iguala y lo provee, dicen los píos.

Hay, decíamos organización en la desorganización. Y hay privilegios o derechos, que pasan de mayores a menores, cual herencia: unos trabajan los metales ferrosos y otros los no ferrosos, unos el plástico; otros, el cartón y el papel; aquellos, el vidrio y estos, el plástico.

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Y ahí los tenés: llevan sus cosas en carretelas a las tres chacaritas del lugar, las que, luego, venden las cargas a otras más grandes de Las Heras, como Favorable, René y Aceral. Y estas cargan todo en camiones, que, luego, volverán con flamantes productos paridos desde la mierda, mierda que otorga monedas a los fachinaleros para seguir pendiendo -aun con sus júbilos- del hilo de la existencia.

Sin embargo, no les alcanza y los que peor la pasan son los enanos; por eso, te pedimos leche maternizada, frazadas, útiles, comida, ropa, aquello que te sobre y lo que no, también.

Estamos en un callejón de la villa charlando con Marisa en la puerta de su rancho, mientras da a su bebé un biberón con leche, con un poco de leche y bastante de agua. Marisa, ya lo hemos dicho en otra lejana nota, es bellísima; lo fue. Es una de esas morochas de ojos verdes que, al mirarte, te azora. Marisa podría haber sido un ángel de Victoria’s Secret, pero la puta suerte -porque la deidad faltó- la hizo caer en El Fachinal. Sus hermanas son -fueron- igualmente preciosas. Y el tiempo -ese dios irrevocable- se fue ocupando de todas y cada una. Marisa no tenía arrugas la última vez que nos vimos y tenía más dientes, pero, bueno, tiene más hijos. Ya son cuatro: María de 9, Dardo de 7, Alfredo de 5 y Ale de 1, a quien alza y quien nos mira, con ojos oscuros y brillantes.

Marisa y el Ale. 

Marisa tiene un colgajo de Boca Juniors y fuerzas para salir hasta su puerta y para contarme lo que falta en las barriadas; lo repetiremos, por tercera vez: leche maternizada y entera, frazadas y colchones, útiles escolares, comida, ropa, calzados, fideos, aceite, azúcar, yerba, cosas así y asá. Marisa nos despide y allí se queda, esperando el invierno, atravesando el otoño. 

El silencio en el callejón es quebrado por los chocos y los cascos rítmicos de un caballo. Segundos después, pasa un niño al galope corto y nos mira insólitamente serio, con actitud de bárbaro dothraki, salido de Game of Thrones. Se marcha hacia el oeste y todo vuelve a la indigente calma y volvemos a caer en la cuenta de la belleza de las mañanas del otoño mendocino.

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Hay muchos bebés aquí, nos han dicho, y pasan la mitad del mes sin leche y la otra mitad con disoluciones semejantes a la leche. Y hay muchas camas sin frazadas y alacenas sin pertrechos y platos vacíos y mochilas escolares livianitas, y dedos asomando de zapatillas y biberones con transparencias. Nos piden urgente y casi silenciosa ayuda, porque con la basura que les regalamos, cada puto día de nuestras putas vidas, no les alcanza. 

Por: Ulises Naranjo (texto y fotos).

Para donaciones llamar a:

Raquel (encargada del Cedrys): 2616456588

Cecilia (ministerio de Salud): 2615510343

Luciana (ministerio de Salud). 2613005933