La Ciudad de Buenos Aires cuenta en su haber con varias escenas que tiñeron de sangre sus calles, pero el atentado a la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA) es una de las que más frescas se encuentran en la memoria. Una mañana común en la que el odio visceral del fanatismo asesinó a decenas de personas y nadie fue condenado.
Aunque con grandes diferencias con la actualidad, muchas cosas siguen igual en Buenos Aires. Millones de personas colman colectivos, subtes y trenes para ir a sus respectivos trabajos. Los comerciantes levantan las cortinas metálicas dispuestos a un nuevo día de trabajo. Nada hace sospechar que el horror se acerca. Solo se piensa y se charla de lo ocurrido en Estados Unidos, algunos todavía discuten sobre la reforma constitucional y otros se quejan por la veda de autos en el Macrocentro.
Ya eran casi las 10 de la mañana, pero el alboroto de cada mañana porteña no paraba y se iba intensificando. Brasil campeón del mundo. Roberto Baggio había errado el último penal de la serie en la final del Mundial 1994 y en la Argentina todavía se masticaba la bronca del doping positivo de Diego Maradona. "Si no fuera por Havelange, salíamos campeones", resonaba en los cafés de todo el país.
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"¿Reelección?", preguntaban horrorizados muchos radicales y opositores ante la reforma constitucional, cuestionando la vocación democrática del Partido Justicialista. El peronismo de izquierda aparecía cada vez más cercano a la postura de los principales opositores. Mientras tanto el Gobierno de Menem vivía tiempos de esplendor: uno a uno, estabilidad y relaciones carnales con Washington DC.
El momento de la explosión en la AMIA
Mientras se charla y se discute en distintos puntos de la ciudad, un estruendo paraliza a todo el mundo. "¿Qué pasó?", se pregunta todo el mundo. Sale a la calle a ver de donde vino tal explosión. Balcones y ventanas con la gente buscando entender qué ocurrió. La sangre se mueve más rápido de lo normal. Se estremece el cuerpo y una columna de humo con forma de hongo asoma en el horizonte.
"¡Explotó la AMIA! Urgente. Mandenmé al aire. Bianco", grita al teléfono el periodista Carlos Bianco de Radio Mitre. "10 de la mañana, siete minutos. Urgente", suena en las radios de miles de oyentes. "Fuerte explosión en el centro de la Capital Federal. Urgente comunicación con el móvil de Radio Mitre. Carlos Bianco, buen día", anuncia Eduardo Feinmann desde el estudio.
"Pará, pará. Callate", habrán dicho muchos de los que discutían sobre Brasil, Maradona, Baggio, Constitución, Menem, autos y tantos otros temas que ahora se volvían profundamente banales. Había que escuchar lo que decía la radio. No importaba la estación. Minuto a minuto se replicaba el relato del horror. "Eduardo, si el llanto se puede volver a repetir es en este momento. Volaron la AMIA", cuenta Bianco con gran agitación en su voz. Es la vorágine del momento. Es el horror de ver a decenas de personas aturdidas y ensangrentadas escapar de los escombros.
El relato pinta una escena macabra y oscura, como la que pocas veces se vivió en la Argentina. Un momento, una explosión y decenas de vidas arrancadas. "¡Igual que en la Embajada de Israel! Estoy enfrente de un edificio que está a punto de desplomarse. Enfrente de la AMIA. De ocho pisos. Están retirando chicos ensangrentados, mujeres, niños. Quedó destruido. Piden ambulancias. Hay gente destrozada. Mutilados. Escombros por todos lados. La tragedia en Buenos Aires se vuelve a repetir", concluye Bianco.
La mutación de la tapa de los diarios tras el atentado
Romario era la cara de los diarios del mundo. Aunque todavía el blanco y negro reinaba en aquellas impresiones, la idea de la camiseta amarilla pintaba la portada de cada uno de los ejemplares que se vendían en el mundo. En Clarín brillaba la imagen de Romario celebrando con la bandera brasileña en el Rose Bowl. Donde Argentina perdió con Rumania por los octavos de final, Brasil se hacía con su cuarto trofeo.
El mundo dejaría de ver rápidamente lo que había ocurrido en Pasadena y posaría sus ojos en Buenos Aires. Lamentablemente, era la Ciudad de la Trinidad la que tomaba por asalto las lentes y flashes de todo el mundo. El amarillo cambió por rojo. Las imágenes de alegría brasileña mutaron a la profunda tristeza que dibuja la tragedia.
El atentado a la AMIA: contar a través de una foto
La periodista Florencia Arbeleche relató a MDZ su cobertura fotográfica que sería protagonista de esa mutación de las portadas del 18 de julio al día siguiente. El amarillo cambia por rojo. La fiesta, por sangre: "Recuerdo que pensé: 'Otra vez no puede ser'. Me vino a la mente el atentado a la Embajada de Israel, donde también estuve como fotógrafa".
En aquel tiempo, Florencia trabajaba en el diario La Nación, cuando aún funcionaba el viejo edificio de la calle Bouchard. Hacia allí se dirigía aquella fría mañana en el Tren Sarmiento desde Ituzaingó. Con ella iban unas notas bajo el brazo (en papel, claro) y un entonces muy moderno walkman con el que escuchaba Radio Continental: "Apenas llegó la alerta por la radio, lo sentí: no había lugar para la duda. Estaba cerca de Caballito, con la cámara en el bolso y la intuición de que debía ir. Tenía la oportunidad de ser una de las primeras cronistas en llegar al lugar".
"Pensé: ¿con qué me voy a encontrar? ¿Hasta dónde podré llegar? La radio seguía sonando, mientras el mundo a mi alrededor parecía no haberse enterado. Muchos seguían leyendo el diario o mirando por la ventana. Los celulares eran escasos y no había acceso a internet. La información no viajaba tan rápido como hoy", relató.
En el diálogo no parece disparatado pensar en uno de esos icónicos teléfonos públicos de Entel que decoraban de tonos rojizos las calles porteñas: "Logré llamar a Claudio Jacquelin -editor de Información General en aquel entonces- y le dije: “Estoy a unas cuadras de la AMIA, voy con la cámara y luego a la redacción”. Pude llegar sin obstáculos hasta la esquina de Pasteur y Tucumán. Me encontré con sirenas, gritos desesperados de auxilio y ese olor que sólo conocen los que han estado cerca de una guerra, mezcla de humo y plástico quemado".
Una vez allí, Florencia debía encontrar la forma de sacar la mejor foto posible para contar lo que había pasado. Su foto debía contarle a cada lector de La Nación el espanto que allí se vivía: "Vi una puerta abierta con una escalera que conducía al primer piso de una vieja casona frente a la sede de la AMIA. Subí sin pensar. El dueño del departamento me dejó entrar. Desde allí me instalé para comenzar a fotografiar, entre polvo suspendido en el aire y vidrios hechos añicos por la ola expansiva de la bomba. La fuerza de la explosión había transformado el interior en un escenario devastado: fragmentos por todos lados, silencio extraño y la urgencia de documentar lo que estaba pasando. Desde arriba, la escena era aún más estremecedora. Cientos de voluntarios espontáneos, bomberos y policías formaban un cordón humano sobre los escombros, buscando sobrevivientes. Era caótico. A través del lente, vi las caras del horror, rostros que nunca voy a olvidar".
Aquí entonces vale la pena entender cómo se cruzan las sensaciones del periodista. ¿Cómo evitar que la situación te interpele sin llegar a arruinar tu trabajo? La historia había que contarla, sentirla para contarla, pero también contarla bien. Mayor aún es el desafío cuando esa historia debe contarse con el simple botón de una cámara y no en un relato puntilloso que ofrece un teclado: "La fotografía periodística puede valer tanto como una primicia escrita. Ese día, cada imagen contaba una historia. No hacía falta narrar: bastaba con mirar para comprender la magnitud de lo ocurrido aquel 18 de julio en Argentina. Como años después sucedería con la imagen del avión impactando en las Torres Gemelas: lo visual trasciende, conmueve, permanece. Solemos creer más en lo que vemos que en lo que nos cuentan".
Aquel día también fue puesta a prueba esa virtud de alienarse lo suficiente para trabajar, pero sin dejar de comprender lo que estaba ocurriendo: "En el momento de sacar fotos, uno no piensa en lo que siente. Está enfocado en la noticia, en capturar esa imagen que revele lo que pasa. Todo sucede como en cámara lenta, hasta que la escena se acelera y el disparo se vuelve vertiginoso. No había cámaras digitales, solo rollos. Había que confiar en la sensibilidad del ojo, en los ajustes correctos, porque no se podía ver el resultado hasta el revelado".
Así fue que ese día Florencia Arbeleche disparó tres rollos, un total de 36 fotos: "Solo diez salieron bien. Se publicaron en La Nación y en La Opinión de Morón. Luego la DAIA y la AMIA me pidieron esas imágenes para un libro homenaje a las víctimas. Las doné, y cada vez que las veo publicadas nuevamente, siento ese orgullo silencioso de haber estado ahí, aportando desde mi lugar. Después de algunos años, dejé mi trabajo en La Nación, me alejé de la fotografía y me volqué por completo al periodismo escrito. Desde entonces, y durante 27 años, desarrollé mi carrera en Ámbito Financiero".