Historia

Crisis imperial y la formación de Juntas de gobierno en el Río de la Plata, 1808 - 1810

Beatriz Bragoni, historiadora, investigadora Conicet - UNCuyo y un texto de alto nivel que nos traslada a la época de Mayo para comprender mejor algunos de los aspectos de la época y sus consecuencias.

viernes, 24 de mayo de 2019 · 09:27 hs

En 1808 la alianza entre España y Francia contra Inglaterra hizo que Napoleón pidiera autorización para que sus tropas atravesaran el norte de la península con el fin de llegar a Portugal, y bloquear los puertos que los ingleses utilizaban para introducir mercancías en el continente. Pero la autorización se volvió en contra cuando Bonaparte aprovechó la debilidad del gobierno español a favor de su proyecto imperial, y se convirtió en árbitro del conflicto que enfrentaba a los partidarios del rey Carlos IV, y del príncipe heredero, el futuro Fernando VII. La ocupación francesa desató un motín popular en Aranjuez (17 de marzo) que obligó al rey Carlos IV a renunciar a favor de su hijo. Meses después, el avance de las tropas sobre Madrid (la sede del poder real), dio lugar a un levantamiento popular que fue reprimido. Ante la gravedad de la crisis, Napoleón convocó a Carlos IV y Fernando VII a una reunión en Bayona (una ciudad del sur francés), donde fueron forzados a renunciar al trono español en beneficio de Napoleón, quien designó a su hermano José I, rey de España y de las Indias quien fue reconocido por el Consejo de Castilla, y el Ayuntamiento de Madrid; además, la pretensión de reeditar el imperio español en clave napoleónica, hizo que el Emperador convocara a una Asamblea constituyente que redactó un Estatuto el cual previó la representación de los reinos españoles, y de los virreinatos americanos.

La crisis de autoridad ante el trono vacío

La inédita (e inaudita) decisión de los monarcas legítimos, y la proclamación del nuevo rey agravaron la crisis de la monarquía y del imperio español. En España, el rechazo al nuevo monarca dio lugar a movimientos populares en la mayoría de las ciudades españolas, y a la formación de juntas locales antifrancesas que se arrogaron la representación de Fernando VII (bajo el principio de la reversión de la soberanía del rey al pueblo), hasta tanto retornara al trono. Poco después, las juntas regionales convergieron en una Junta Suprema (que tuvo como sede la ciudad de Aranjuez, y más tarde en Sevilla) que se hizo cargo del gobierno, y encaró la guerra contra los franceses. El 19 de julio las fuerzas militares obtuvieron un contundente triunfo sobre los franceses en Bailén, aunque después el avance imparable de los franceses los obligó a pedir el apoyo de los ingleses.

En América, la situación no fue menos crítica en tanto al debate sobre la ilegitimidad de José I, y la necesidad de gestionar la crisis a través de instituciones de gobierno provisorias hasta el regreso del rey, se sumaba un asunto de extrema gravedad en tanto las instituciones vigentes en la metrópoli no tenían peso suficiente para convertirse en depositarias de la soberanía real, y por ende, exigir la obediencia a los súbditos o colonos americanos. Ese dilema se puso en evidencia de inmediato desde México al Río de la Plata en tanto el conflicto enfrentaba el interés y las decisiones de las autoridades coloniales por mantener intacta la relación con las instituciones que gobernaban en nombre del Rey en España. Pero ese objetivo no era idéntico al que perseguían las elites nativas (o criollas) quienes, en abrumadora mayoría, consideraban conveniente replicar los pasos seguidos por los súbditos y ayuntamientos peninsulares, y conformar juntas provisorias de gobierno para enfrentar la crisis. Dicha pretensión de autogobierno sería mal vista por los funcionarios reales en tanto ponía en riesgo el lazo colonial.

El virreinato del Río de la Plata ante la crisis peninsular

Las noticias sobre la dramática situación peninsular circularon por todo el imperio aunque las resoluciones adoptadas en cada jurisdicción no fueron idénticas. Mientras el virrey del Perú, Fernando de Abascal, acató los dictámenes de las instituciones metropolitanas, y preservó el interés del rey cautivo, en el Río de la Plata el dilema de cómo gobernar ante la ausencia de un rey legítimo, dio origen a innovaciones políticas e institucionales que pusieron en entredicho la autoridad del virrey Liniers, afectaron la unidad del joven virreinato y precipitaron el desplome del orden colonial.

Las tensiones afloraron en la capital virreinal, y tuvieron como protagonistas al virrey interino (Liniers), y al Cabildo de Buenos Aires, liderado por quien había tenido un rol crucial en las invasiones inglesas, Martín de Alzaga, que en combinación con el gobernador de Montevideo, Francisco Xavier de Elío, pusieron en duda la lealtad de Liniers a Fernando VII, bajo la sospecha que su origen francés lo haría jugar a favor de la nueva dinastía instalada en el trono español. El malestar reverdeció ante el arribo de un emisario de Napoleón (que lo confirmaba en el cargo), y aunque Liniers anticipó la jura a Fernando VII por parte de las corporaciones y del vecindario, y expulsó al enviado napoleónico de la ciudad, el gobernador Elío convocó a los jefes de la guarnición militar, quienes decidieron formar una Junta de Gobierno que juró lealtad al rey cautivo, y a las instituciones que gobernaban en su nombre en la península. Tal iniciativa que fue vetada por la Audiencia, constituyó el primer eslabón de la multiplicidad de juntas de gobierno provisorias que se formarían en las posesiones españolas en América para gestionar la crisis de legitimidad metropolitana. También ponía en evidencia el resquebrajamiento de la autoridad virreinal, y la disgregación territorial del virreinato.

En rigor, lo ocurrido en Montevideo no era ajeno al incierto escenario abierto con el arribo de la corte portuguesa a Río de Janeiro, y a las operaciones políticas impulsadas por la hermana de Fernando VII, la infanta Carlota Joaquina, quien aspiraba a convertirse en regente del patrimonio real en América. A su vez, tal aspiración resultaba simultánea a la de su esposo, el príncipe regente de Portugal, quien bajo el argumento de proteger sus territorios proyectaba ocupar militarmente la Banda Oriental. Ambas pretensiones resultaron inaceptables para las autoridades rioplatenses. No obstante, el “carlotismo” consiguió adeptos (como Manuel Belgrano) quienes llevaron a cabo una activa política de propaganda que penetró en el interior del virreinato con el objetivo de mantener el vínculo colonial frente a los que proyectaban soluciones separatistas o “independientes”.

En medio de esa madeja de intrigas, y debates políticos, la figura de Liniers fue nuevamente desafiada por quienes pretendían destituirlo, y erigir en su remplazo una junta fidelista y separatista semejante a la erigida en Montevideo. La arremetida tuvo lugar en Buenos Aires cuando debían renovarse los miembros del Cabildo, y todo hacía prever que Liniers usaría su influencia para que los cargos recayeran entre sus adictos. De tal forma, el 1 de enero de 1809, los capitulares, liderados por su rival, Martín de Álzaga, movilizaron las milicias de europeos a la Plaza de la Victoria para forzar la destitución del virrey. Pero el intento no prosperó porque el jefe de regimientos de patricios, Cornelio Saavedra, inclinó la adhesión de las milicias criollas (sobre todo de patricios y arribeños), a favor de Liniers y la continuidad institucional. Tales acciones robustecieron el protagonismo de los jefes de milicias americanas, en detrimento de los españoles peninsulares. Así, mientras Álzaga y sus acólitos fueron desterrados a un perdido reducto de la Patagonia, el cabildo disolvió las milicias de peninsulares con lo cual el poder militar urbano quedó bajo predominio de los criollos.

El apoyo militar al virrey no esquivaba el dilema que pendía sobre el carácter de un liderazgo edificado sobre una base local, y que exhibía legalidad precaria. Liniers había sido designado virrey interino como resultado de la destitución de Sobremonte en 1807, y la crisis metropolitana había demorado su designación oficial. Esa situación provisional intentó ser reparada por la Junta Suprema que intercedió en el delicado clima rioplatense a través de la designación de un nuevo virrey, Baltasar Hidalgo de Cisneros, quien antes de arribar a Buenos Aires detuvo su marcha en Montevideo donde ordenó la disolución de la Junta disidente con lo cual restauró la unidad virreinal. Pero al llegar a la capital, y aunque fue bien recibido por la Audiencia, y el Cabildo, puso apreciar la inquietud reinante y las maquinaciones políticas que ponían en entredicho la frágil legitimidad de las instituciones peninsulares.

Parte de esas inquietudes tenían que ver con los éxitos militares que habían permitido a Napoleón recuperar Madrid, y llegar a las puertas de Andalucía donde se había replegado la Junta Central Suprema. A ello se sumaba el debate político abierto en su seno que pretendía gestionar la crisis a través de un método nunca practicado en la historia de la monarquía española. En efecto, el 22 de enero de 1809, la Junta Suprema había dispuesto que cada virreinato y capitanía general eligiera a sus diputados para integrarla, bajo el argumento que las posesiones americanas más que “colonias o factorías”, eran “parte esencial e integrantes de la Monarquía”. A su vez, la inédita (e inclusiva) convocatoria otorgó a los reinos peninsulares un número mayor de diputados a los establecidos para los americanos. El marcado contraste (o desigualdad) entre unos y otros no satisfizo por completo las expectativas de las elites nativas, aunque la incitación a participar en el gobierno sustituto del rey cautivo, estimuló aún más las pretensiones de quienes bregaban por crear en América gobiernos provisorios a semejanza de los erigidos en España. Aún así, Liniers (todavía virrey) cumplió con la orden real, y procedió a cursar invitaciones a los cabildos para que llevaran a cabo la elección de sus diputados que debían integrarse a la Junta (27 de mayo 1809). Sin embargo, y mientras algunas ciudades se dispusieron a ejecutar la novedosa iniciativa electoral, a sabiendas que se eludía la autoridad de los gobernadores de cada intendencia, la debacle misma de la Junta en la península interrumpió el proceso, e inquietó los ánimos sobre el incierto futuro político.

Las juntas del Alto Perú

A mediados de 1809, el estallido de movimientos juntistas en las provincias del Alto Perú volvió a conmover la geografía virreinal. En Chuquisaca (o Charcas), la disputa entre las autoridades coloniales se hizo patente ante el arribo de un emisario del gobierno provisorio peninsular, José de Goyeneche, quien portaba cartas de Carlota Joaquina. Mientras el presidente de la Audiencia y el arzobispo se manifestaron a favor de aceptar la regencia, el resto del tribunal en alianza con el cabildo, se opusieron y formaron una junta leal a Fernando VII, que contó con apoyo popular (25 de mayo 1809). Poco después, el conflicto estalló en la ciudad de La Paz cuando un cabildo abierto depuso al gobernador intendente, y al obispo, y constituyó una Junta provisoria que invocó de vuelta a Fernando VII pero que a diferencia de la erigida en Montevideo el año anterior, desconoció la autoridad de la Junta Suprema, y la del Virrey Cisneros. La Junta Tuitiva, como se la llamó, estaba liderada por un dirigente mestizo, Pedro Murillo, en tanto expresaba un extendido movimiento popular que reunía a indios, campesinos, mestizos, pardos, esclavos y blancos pobres, quienes aparecían unidos por una furiosa oposición a los españoles-europeos.

Ninguna autoridad colonial con asiento en América del sur, como tampoco importantes sectores de las elites nativas que mantenían fuertes intereses mercantiles con España, pasaron por alto semejante desafío étnico y político, en tanto recordaba la ola de movilización y politización indígena que había asolado las áreas andinas a fines del siglo XVIII. Por consiguiente, y de cara a ese frente de tormenta, el férreo guardián de la monarquía española, el virrey del Perú Fernando de Abascal, ordenó descargar la represión contra los rebeldes o “tumultuarios”. La brutal represión (que contó con la venia de Cisneros) no sólo gravitó en la derrota del movimiento y la exposición pública de los cadáveres de sus dirigentes. Aquel dramático final dejó importantes enseñanzas. Para los fieles defensores de la legitimidad de Fernando VII y del orden colonial, los sucesos altoperuanos ponían de relieve el frágil consenso que sostenía el sistema institucional colonial. En cambio, las elites criollas entendieron que dichas autoridades no estaban dispuestas a aceptar la formación de gobiernos provisorios en el marco institucional de la monarquía española. Por consiguiente, el tenso equilibrio que había prevalecido desde el año anterior, tenía los días contados.

Asimismo, el conflicto altoperuano introdujo nuevos problemas a los ya existentes al interrumpir el flujo de metálico de Potosí que alimentaba el circuito mercantil, y permitía financiar las milicias. Esa urgencia obligó a Cisneros a decretar la libertad de comercio con naciones aliadas y neutrales, y la apertura de los puertos del virreinato a la navegación mercantil extranjera. Con ello, se satisfacían las expectativas de quienes – como Mariano Moreno y Manuel Belgrano, el secretario del Consulado- venían bregando por la apertura comercial como dispositivo favorable al fomento de la riqueza agrícola y ganadera en las regiones del Plata.

La revolución en Buenos Aires

El avance irrefrenable de las tropas francesas sobre Andalucía, obligó a la Junta Central el traslado a la ciudad de Cádiz, y su remplazo por un Consejo de Regencia, integrado tan sólo por cinco miembros, con lo cual reverdeció la polémica en toda la America española sobre la legitimidad de las instituciones metropolitanas para gobernar las colonias. La incertidumbre afloró en todo el imperio, y animó importantes debates entre los preocupados por el curso político español y americano. Un benemérito vecino chileno expresó en aquellos días que en “España no había rey”, que José I no tenía oposición de los españoles, y que la Junta metropolitana estaba compuesta por “intrusos que eran hombres particulares como ellos, a quienes no se debía rendir subordinación ni obediencia. Y que lo que convenía era que los habitantes todos tratasen de ser independientes […] y que poco tardarían en verse republicanos”.

Esa opinión no era muy distinta a la que tenía Cisneros sobre la delicada situación que atravesaba el virreinato a su cargo, por lo que intentó postergar la difusión de la grave situación peninsular con el fin de frenar todo atisbo de acto sedicioso que atentara contra el sistema institucional. Pero la pretensión del virrey cayó en desgracia cuando los jefes de las milicias criollas, encabezados por Saavedra, exigieron la reunión de un cabildo abierto, que se celebró el 22 de mayo, al que asistieron una porción de vecinos decididos a crear una base de poder legítima independiente de las autoridades metropolitanas. A propósito de ello, y luego de desechar el alegato del obispo Lué (quien era partidario de no alterar un ápice la obediencia al Consejo de Regencia), la mayoría de los oradores invocaron que la soberanía en España estaba vacante, y que por lo tanto el poder revertía del Rey a los súbditos, o al “pueblo”. Pero en torno a este concepto o noción que formaba parte de la tradición jurídica española, hubo importantes desacuerdos. Para Juan José Castelli, la reversión de la soberanía debía recaer en la capital virreinal; en cambio, el fiscal de la Audiencia, Manuel Villota, adujo que la soberanía recaía en todas las ciudades del virreinato, no sólo en la capital. El contraste entre ambas posturas fue saldado por Juan José Paso, quien encontró una solución transaccional al aceptar el argumento de Villota, y justificar la creación de una junta que tuviera como base lo decidido en la capital, bajo el compromiso de invitar a los “pueblos” o ciudades del interior virreinal a elegir representantes para integrar el nuevo gobierno. Concluido el debate, se dio paso a la votación que bajo el influyente voto de Saavedra, puso fin a la autoridad del virrey, y decidió formar una Junta provisoria a nombre de Fernando VII. Cisneros acarició por un instante la ilusión que podía encabezarla. Pero la presión ejercida por las milicias y la agitación popular en las calles, dieron por tierra con sus aspiraciones, y determinó la formación de una nueva Junta que lo excluía, y que estaría integrada por criollos y peninsulares. En consecuencia, la decisión adoptada suponía el quiebre del sistema u orden institucional.

Con todo, la Junta Provisional erigida el 25 de mayo de 1810 constituyó un acto soberano que aspiraba a traspasar la base capitular que le había dado origen, para lo cual debía asumir el desafío de extender su influencia al conjunto de los pueblos o ciudades que integraban la jurisdicción virreinal desde 1776. Las primeras acciones de gobierno estuvieron dirigidos en esa dirección: se aseguró la obediencia del Cabildo, de la Audiencia y del virrey destituido, expidió una circular invitando a los pueblos del interior a enviar sus representantes para integrar el flamante cuerpo colegiado erigido a nombre de Fernando VII (27 de mayo), y convirtió a las milicias criollas en fuerzas auxiliares de la revolución.