Análisis

Representación líquida: por qué Alberto Fernández y la oposición perdieron con la marcha del #17A

La marcha del #17A fue un sacudón político. Los reclamos eran diversos y heterogéneos. Pero no tienen cuerpo político. En el fondo hay un problema de representatividad creciente.

Pablo Icardi
Pablo Icardi miércoles, 19 de agosto de 2020 · 22:04 hs
Representación líquida: por qué Alberto Fernández y la oposición perdieron con la marcha del #17A
Foto: ALF PONCE MERCADO / MDZ
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Que "protestan contra el Gobierno por sus políticas". Que "son solo agitados por la oposición radicalizada". La dirigencia política argentina tiene una resiliencia notable: cada  hecho lo interpreta con el sesgo que le favorece. Sin embargo las cosas pasan, pese a ellos mismos. La marcha del #17A fue parte de un fenómeno que está en proceso pero que tiene puntos de conexión con otros ya ocurridos en Argentina. El desencanto. 

Las luces suelen irse con quien grita más, con los discursos enfurecidos. Pero el destello de los seguidores suele borrar de la posibilidad de análisis a todo el resto. Difícilmente la cantidad de personas que se manifestaron el lunes sean todos "antivacuna", "macristas radicalizados" y otros extremos. Casi bordea el negacionismo político reducir una manifestación masiva a una "némesis" propia. Tampoco puede la oposición, disgregada, dispersa y con problemas de enfoque para armarse, sentir alguna satisfacción. La foto los excede.

Le pasa al oficialismo y a la oposición por igual. Ambos creen tener atrapados en sus manos un apoyo que, en realidad, se les escabulle entre los dedos. La consultora Martha Reale lo explicó bien: vamos a una sociedad cada vez más "líquida". Tomando el concepto del sociólogo polaco Zygmunt Bauman, cree que la volatilidad de la sociedad y del electorado los hacen imprevisibles y generan inseguridad en la propia dirigencia. Los dirigentes suelen hablar para su núcleo duro, pero dejan al margen a la inmensa minoría volátil que cada vez se siente menos identificada. 

En el fondo el problema es más profundo y tiene que ver con una crisis de representatividad que no es nueva para Argentina y que vuelve a asomar como realidad preocupante. El último hito dramático relacionado con una crisis de representatividad ocurrió en 2001. En las elecciones de octubre de ese año hubo récord de ausentismo, voto nulo y aparecieron algunas fuerzas alternativas que, incluso en Mendoza, tuvieron sus cinco minutos de fama. El resto es conocido. 

Historia de decepciones

El proceso que encabezó Mauricio Macri tuvo varios fracasos. Uno de los más profundos fue el desencanto político; la falta de proyecto y sustentabilidad de una alianza electoral creada para ganar pero que tuvo serias dificultades para gobernar. El "tercer fracaso" de un proyecto de alternancia al peronismo en el poder desde que retornó la democracia tuvo como valor agregado llegar al final de su mandato y que el propio Macri consiguiera el 40% de los votos. Alberto Fernández llegó al cargo sin tenerlo planificado y antes de que comience la pandemia no logró imponer una agenda propia de gestión. Es más, con el correr de los meses esa idea queda del lado de la ilusión; tanto que el propio Presidente imposta argumentos para defender propuestas que hace solo dos años estaba en contra. 

La pandemia generó un empoderamiento enorme en los "poderes ejecutivos". Alberto Fernández tuvo, en el inicio de la crisis, su luna de miel. Pero los números positivos sobre su imagen pueden haber sido un espejismo. Así como la emergencia lo ponderó, el desgaste también lo sufre. La marcha del #17A tuvo mucho de eso. Como ocurre con las reacciones químicas, hubo algunos catalizadores diversos. Desde los lógicos, a los insólitos. 

No hay encuestas profundas sobre el impacto de la pandemia sobre las instituciones. Cuando la cuarentena recién comenzaba, el "oficialismo" tenía una imagen positiva o de "confianza" del 40% según un sondeo realizado por Managment&Fit. La oposición solo un 20%. Los legisladores estaban en el fondo de la tabla. Pues con el correr del tiempo, el Presidente se desgasta más. De hecho, como publicó MDZ, la imagen positiva de Alberto comenzó a caer. 

Con algo de pudor, se puede recurrir a algunos ejemplos históricos para ver cómo no le alcanza a un dirigente político con "saber conducir una crisis". Uno de los dirigentes políticos más trascendentes del siglo XX lo sufrió. Winston Churchill tomó el comando del Reino Unido prometiendo "sangre, sudor y lágrimas" y condujo a la victoria en la Segunda Guerra mundial. Sin embargo perdió las siguientes elecciones. El "piloto de guerra" no servía para gestionar en paz; para reconstruir. 

El oficialismo no tiene "nada que pescar" en quienes protestaron el lunes. Pero también tiene problemas de representatividad. La ecléctica alianza que construyeron para ganar las elecciones tampoco tiene cuerpo aún. Allí, como se dijo antes, el oficialismo puede tener un error de enfoque. Alberto no gobierna con el 54% del 2011, sino con el "sub 50" y con votos prestados del 2019. Su modelo de gestión debería estar más cerca del Néstor de 2003 (como prometía durante la campaña), que el de Cristina del 2015. 

Lo ocurrido el lunes puede interpretarse con lupas distintas. Con el sesgo que cada uno quiera. Pero lo que es seguro, es que no pasa desapercibido. Y ocurre para todos. La palabra es el elemento fundamental para construir y evitar la violencia. La política es la herramienta para canalizarlas. Por eso no es una buena noticia que haya un problema de representación, que no aparezcan liderazgos que conduzcan; que los reclamos se dispersen, que el hartazgo no tenga consuelo en la esperanza. 

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