Elecciones en Chile: "El desafío de reconstruir el país que fuimos"
En medio del cansancio social, Chile enfrenta una elección clave: recuperar valores, confianza e instituciones o profundizar su crisis democrática.
No podemos pedirles que crean en Chile si los adultos les mostramos un país gobernado por la improvisación, la desconfianza o el deterioro normativo.
Archivo.En momentos en que Chile se prepara para una nueva jornada de elecciones, el clima social y político evidencia un cansancio profundo. No es un estado de ánimo pasajero: es el reflejo de una acumulación de decepciones que ha calado hondo en la mirada ciudadana.
Buena parte del país percibe que durante los últimos años se ha erosionado algo más que cifras económicas o indicadores de crecimiento. Lo que se ha debilitado es el tejido moral, cultural y ético que sostuvo por décadas cierta idea de convivencia, de respeto y de búsqueda compartida del bien común. La discusión pública se ha ido llenando de gestos altisonantes, consignas fáciles y disputas identitarias que poco aportan a las urgencias reales.
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En paralelo, se ha instalado la sensación de que el Estado perdió capacidad de gestión, control y vigilancia, abriendo espacios peligrosos para actos de corrupción, negligencia o improvisación. Cuando la ciudadanía deja de confiar en que sus instituciones actúan con probidad y profesionalismo, todo el edificio democrático comienza a verse frágil. Y eso, lamentablemente, se ha vuelto una percepción extendida.
Se ha instalado la sensación de que el Estado perdió capacidad de gestión, control y vigilancia.
La crisis económica tampoco ha sido menor
Independiente de las interpretaciones, lo cierto es que miles de familias sienten el peso del encarecimiento de la vida, el debilitamiento del empleo formal, la inseguridad en sus barrios y la pérdida de oportunidades. Los discursos optimistas chocan con una realidad cotidiana que contradice las cifras oficiales. Cuando un país empieza a vivir en dos narrativas paralelas —la que describen las autoridades y la que viven las personas— se abre una fractura difícil de cerrar. Pero más preocupante aún es el deterioro valórico, tan difícil de medir y tan evidente en la vida diaria. Se ha relativizado la importancia del esfuerzo, la responsabilidad, la disciplina y la familia como núcleo formativo.
Se ha vuelto habitual que el debate público oscile entre el eslogan y la ideología, desplazando la noción de deber, de respeto por el otro y de cuidado por lo que construimos juntos. La polarización vuelve imposible la conversación y convierte cualquier diferencia en una sospecha moral. La falta de humildad cívica se refleja en un país donde escuchar parece una rareza y asumir errores, una debilidad imperdonable. Este proceso no se explica únicamente por una administración en particular, pero es innegable que ciertas decisiones, omisiones y estilos de conducción han profundizado la desorientación. Gobiernos que prometen transformaciones profundas sin contar con las capacidades, el consenso ni la claridad técnica necesaria terminan generando desconfianza. Y cuando la ciudadanía percibe improvisación, contradicciones o falta de transparencia, se instala la certeza de que el país está a la deriva.
Chile no es una excepción mundial
Muchos países viven crisis de identidad, polarización y desgaste de sus instituciones. Pero nuestra historia reciente —marcada por décadas de estabilidad, crecimiento y acuerdos básicos— hace que el contraste sea particularmente duro. No se trata de añorar un Chile idealizado ni negar los desafíos pendientes, sino de reconocer que algo esencial se ha ido deteriorando: la convicción de que los principios importan, que la probidad no es negociable, que el Estado debe ser serio, eficiente y honesto, y que las decisiones públicas deben favorecer a las personas antes que a las ideologías. La pregunta que surge ante cada elección no es solo quién gobernará, sino qué tipo de país queremos reconstruir. Y ahí radica la urgencia histórica del momento. No basta con reemplazar nombres o eslóganes: lo que está en juego es la capacidad de recuperar un horizonte común. Un país sin cohesión moral, sin principios claros y sin respeto por su institucionalidad termina debilitándose desde dentro, aun cuando continúe funcionando en apariencia.
Gobiernos que prometen transformaciones profundas sin contar con las capacidades.
La reconstrucción requiere recuperar virtudes cívicas que parecen en desuso: la responsabilidad personal, la valoración del mérito sin soberbia, el respeto a la ley, la defensa de la libertad con sentido ético, la transparencia sin excepciones y la noción de que cada decisión pública tiene consecuencias reales en las vidas concretas de las personas. Ningún programa de gobierno puede reemplazar lo que se pierde cuando estos valores dejan de orientar la vida social.También implica reconocer que las nuevas generaciones necesitan algo más que discursos o promesas. Requieren certezas mínimas, instituciones confiables, un sistema educativo exigente y coherente, un entorno de seguridad que permita construir proyectos de vida, y un país que premie el trabajo honesto. No podemos pedirles que crean en Chile si los adultos les mostramos un país gobernado por la improvisación, la desconfianza o el deterioro normativo.
En esta etapa de nuestra historia, lo esencial no es la retórica, sino el sentido de responsabilidad colectiva. Las elecciones son un mecanismo democrático indispensable, pero no reemplazan el trabajo cívico de reconstruir un país desde sus cimientos éticos.ha demostrado muchas veces su capacidad de sobreponerse a la incertidumbre, de corregir rumbo y de exigir mejores estándares. Lo puede volver a hacer, siempre que exista la voluntad de recuperar lo que realmente sostiene a una nación: sus valores, su sentido moral y su compromiso con las generaciones que vienen.
* Susana Verdugo Baraona. médica y política chilena.



