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Mauricio Kartun: un cruce brillante entre el mito griego y la pampa argentina de los años 30

Mauricio Kartun despliega una obra de teatro donde la fiesta reprimida, el humor y la potencia simbólica conviven en una reinterpretación del mito y la pampa.

La obra de teatro de Mauricio Kartun ya se prepara para una segunda temporada.
La obra de teatro de Mauricio Kartun ya se prepara para una segunda temporada.

La creación más reciente de Mauricio Kartun, vuelve a situar al espectador ante un mundo donde lo festivo y lo trágico se entrelazan con una naturalidad sorprendente. La obra recupera la vitalidad del rito, la fuerza del humor y esa mirada singular que vuelve al teatro un espacio para sentir antes que explicar.

En este nuevo universo, en este pastiche, construido por Kartun, donde él imagina una pampa de los años 30 de paisaje solemne que convive con el impulso primitivo de la fiesta, un paisaje que se convierte en un campo de batalla simbólico. Todo vibra entre lo sagrado y lo profano, entre la austeridad cotidiana y el estallido reprimido que la obra libera apenas se enciende la primera luz. Allí, la fiesta —tristecita, contenida, casi culpable— emerge como la huella de antiguas bacanales transformadas en carnaval doméstico, apenas tolerado por un sistema que exige productividad antes que goce. La obra pone en escena ese choque entre la energía liberadora de la fiesta y las fuerzas que intentan controlarla. La represión aparece como la gran maquinaria histórica que ordena, disciplinando tanto a los cuerpos como a los deseos. Sin embargo, en la pampa ritualizada de Kartun, esa opresión no logra apagar la chispa que atraviesa a los personajes: la necesidad ancestral de celebrar, de romper la norma, aunque sea por un instante, de reclamar un espacio donde el goce sea posible.

Magistralmente interpretados por: Aníbal Gulluni, José Mehrez, Paloma Zaremba, Soledad Bautista, Nahuel Monasterio y Luciana Dulitzky. Todo el elenco egresado de EMAD (Escuela Municipal de Arte Dramático), El relato avanza mientras los personajes emergen desde una misma raíz trágica pero cada uno arrastra una marca que lo deforma, un legado que los arrastra hacia lo grotesco o lo mezquino. El Tío Silenio, acomodado en su rol de administrador del deseo ajeno, funciona como un engranaje más del sistema que explota cuerpos sin mirarlos; Sarita, entre el amor por su hermana, la envidia y el despecho, oscila en una tensión que la vuelve protectora y a la vez devoradora de una belleza ajena, Dionisio, dios Opa, terrenal ahora, se mueve en su propio teatro de máscaras, atrapado por una lucidez que roza la locura y el amor de una mujer que no le corresponde, mientras que Penteo, hijo del poder, se despliega entre la crueldad, la torpeza, el rencor y una autoridad heredada que nunca termina de sostener por sí mismo, Solo Se muestra vulnerable frente a los ojos de su madre Ágave, quien carga un dolor antiguo que se filtra en cada gesto, una mezcla de frustración y desvelo que la vuelve tanto víctima como continuidad del sistema que la oprime. Y la peonada orbita como residuo que escupe el sistema. Todos ellos parecen responder a mecanismos previos, a condicionamientos que los deforman. Todos funcionan como engranajes de una maquinaria que usa, quiebra o desvía a quienes la integran.

La bacanal baco polaco

Y es justamente frente a ese mundo contaminado donde se recorta la singularidad de Reina Esther: una joven que, pese al desgaste y la tristeza acumulada, conserva una pureza que no es credulidad, sino una forma de verdad, una pureza que no nace de la ignorancia, sino de una verdad que se mantiene firme incluso en el barro del entorno. En su fragilidad se concentra el corazón moral de la obra, la única luz capaz de revelar la oscuridad del resto.

Frente a esa constelación imperfecta, Reina Esther aparece como la única presencia noble: una joven moldeada para seducir, usada como tótem y celebrada como sirena, pero atravesada por una tristeza silenciosa que la vuelve más humana que todos. Su recorrido —desde la castidad hasta el sacrificio— la convierte en el único corazón transparente de la obra, la única capaz de actuar desde una fragilidad que no encubre cálculo alguno, una especie de inocencia obstinada que no se negocia ni se mancha. Mientras los demás responden a máscaras heredadas, ella se mueve desde lo que le queda: una pureza que el mundo intenta destruir pero que, paradójicamente, la vuelve imprescindible dentro de la tragedia.

Reina Esther escena final baco polaco

Ese contraste se vuelve más nítido y la nobleza choca de frente cuando aparece Penteo, el heredero pusilánime del poder, el patrón, un aguafiestas profesional, incapaz de sostener la energía vital que el resto intenta liberar. Su abuso, envuelto en privilegio y mandato sobre Reina Esther, funciona como la escena que condensa todas las tensiones sociales de la obra: clase, género, deseo y violencia estructural. Mientras él encarna la tradición histórica del privilegio que avanza sin permiso, ella representa el último reducto de humanidad que todavía resiste. La lectura de género es inevitable. En Reina Esther se actualiza una larga genealogía de mujeres destinadas al margen, pero capaces de sostener la dignidad incluso cuando el mundo alrededor se vuelve inmoral. La escena final, donde se tensiona la voluntad de Reina Esther frente al sometimiento que Penteo intenta imponer a cambio de liberar al Opa, concentra el núcleo político de la obra. A través de esa tensión, Kartun pone en evidencia que las luchas de clase no solo atraviesan salarios y linajes, sino también los cuerpos, los silencios y los márgenes donde se decide quién tiene derecho a gozar y quién debe servir. Allí, Reina Esther se vuelve la antiheroína perfecta: vulnerable pero indomable, frágil pero ética, la única capaz de sostener una dignidad que ninguno de los otros personajes puede portar sin quebrarse, la única que entiende que la fiesta —la verdadera— no es dominación sino libertad.

En Baco Polaco, Kartun no solo revisita un mito: lo actualiza con una precisión incómoda. La fiesta reprimida que aun, incluso domada por siglos de normas y costumbres, sigue latiendo debajo de todo orden aparente. En esa tensión entre lo que se contiene y lo que pugna por estallar, el montaje encuentra su verdad más profunda. Y al final, cuando las luces se apagan, queda esa vibración particular que solo deja el buen teatro: la sensación de haber visto algo que siempre es difícil explicar, pero que sí se siente estando ahí. En definitiva, lo que vuelve inconfundible la mano de Kartun es esa manera de obligar al espectador a afinar la escucha, a correrse del habla doméstica para entrar en un territorio donde la palabra recupera su carga más antigua: la del rito, la del conjuro, la que transforma. Su teatro no se consume, se atraviesa. Y esa travesía, siempre múltiple, exige volver, tocar de nuevo, descubrir capas que la primera mirada apenas insinúa. En cada función late el mismo gesto: el de un creador que lleva décadas expandiendo el lenguaje escénico y construyendo un universo que ya es escuela, tradición y desafío para quienes se animan a entrar. Con un elenco exquisito Aníbal Gulluni, José Mehrez, Paloma Zaremba, Soledad Bautista, Nahuel Monasterio y Luciana Dulitzky. Todos egresados de la EMAD (Escuela Municipal de Arte Dramático) donde Kartun dicto clases, solo afirma que es alguien que no sólo escribe obras sino también: funda mundos. Y cada uno de ellos confirma, una vez más, que el teatro sigue siendo un arte capaz de reinventarse en cada respiración.

Un espectáculo maravilloso que forma parte del Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires, (CTBA). Y que el año que viene tendrá su segunda temporada.