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Jesús Rodríguez: "La democracia es una flor que hay que cuidar todos los días"

A 42 años del 10 de diciembre de 1983, Jesús Rodríguez repasa el legado de Alfonsín, los riesgos para la democracia y los desafíos institucionales actuales.

Jesús Rodríguez fue diputado radical y ministro de Economía de Raúl Alfonsín.

Jesús Rodríguez fue diputado radical y ministro de Economía de Raúl Alfonsín.

Santiago Aulicino/MDZ

A más de cuatro décadas del retorno democrático, Jesús Rodríguez —exministro de Economía y dirigente histórico de la UCR— revisita el liderazgo de Raúl Alfonsín, su estilo personal y político, y el significado profundo de aquel 10 de diciembre de 1983 que marcó el fin de la dictadura.

En esta entrevista, Rodríguez analiza los momentos más tensos de la transición, el Juicio a las Juntas, las amenazas militares, el rol del radicalismo y los riesgos contemporáneos de una democracia que, afirma, “se degrada desde adentro”. También reflexiona sobre la farandulización de la política y los desafíos que enfrenta la Argentina.

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Entrevista completa con Jesús Rodríguez

— ¿Cómo era Alfonsín?

— Era una persona muy afable. Transmitía cercanía y tenía un modo muy respetuoso de relacionarse con los otros. Vos ibas a visitarlo a su casa y te acompañaba hasta el ascensor y te abría la puerta del ascensor. Y antes, cuando lo visitabas, antes de iniciar una conversación, te preguntaba por tu familia; en mi caso, por mis padres o por mis hijas. Gran lector y, tal vez, el presidente con mayor capacidad de escribir y de reflexionar sobre la política. Señalo estos temas porque no son tan conocidos como sus atributos políticos públicos. Un grandísimo orador, un estadista reconocido en todo el mundo por los más importantes líderes políticos democráticos de su tiempo. Una figura, sin duda, determinante, que realizó el camino para que hoy podamos pensar y saber que llevamos más de cuatro décadas de vigencia ininterrumpida de la democracia, cosa que nunca había sucedido en la Argentina.

— A usted le tocó ser ministro de Economía en los últimos meses de la presidencia de Alfonsín. ¿Cómo fue lidiar con esa situación que había en el país?

— Bueno, muy compleja. Primero, porque el gobierno del presidente Alfonsín ya había perdido la elección: su candidato, el doctor Eduardo Angeloz, había sido derrotado y había ganado el doctor Menem. En consecuencia, lo que había era incertidumbre. Y la incertidumbre política tiene consecuencias económicas, en términos de decisiones de los agentes económicos, muy legítimas, muy entendibles y muy racionales en términos individuales, pero que conspiran contra el interés general, porque esa incertidumbre se expresaba en no saber qué iba a hacer la próxima administración. Así que yo tuve la responsabilidad de cumplir con el objetivo básico, central, decisivo del gobierno del presidente Alfonsín, que era romper con 50 años de andar a los golpes y a los tumbos, de la mano de interrupciones institucionales, autoritarismos y dictaduras. Y ese año 89 se produjo algo que no había sucedido nunca en todo el siglo XX: un presidente civil, surgido de la voluntad popular, el presidente Alfonsín, le hizo entrega de los atributos del mando a otro presidente civil, surgido de la voluntad popular, de otro signo político. Ese dato no había pasado nunca, nunca, en el siglo XX.

— Se cumplen 42 años de la asunción de Alfonsín. Usted no estaba en el Gobierno todavía, asumía como diputado. ¿Cómo fue ese día?

— Ese día fue un día muy luminoso, esperanzador, un día de alegría. Pero no de una parcialidad: de la alegría de la sociedad argentina, que había visto cristalizar la posibilidad de ser dueña de la definición de su futuro a través de la elección de sus gobernantes. Se eligió al presidente, por cierto, pero también a los diputados, los senadores, los gobernadores, los intendentes. Y era una alegría extendida, transversal, que atravesaba a todos los sectores sociales, a todas las fuerzas políticas y a todas las edades. Era dejar atrás el terrorismo de Estado, la violencia política, el desprestigio internacional, la censura en los medios de comunicación social, la clausura de determinados autores y músicos. La pretensión que tuvo la dictadura de reinventar, dominar y conducir la vida personal de cada uno de los argentinos se expresó, por ejemplo, en algún uniformado que dijo: “Yo soy el dueño de la vida y de la muerte de los argentinos”. Eso era la dictadura.

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— Durante ese gobierno la institucionalidad estuvo en riesgo en distintos momentos. O al menos eso quisieron imponer desde las Fuerzas Armadas con los distintos levantamientos carapintadas. ¿Cómo le tocó vivir esa situación desde la política?

— Interesante la pregunta, porque me permite hacer un link con un episodio. Treinta días antes de la elección del año 83, algo más de 30 días, menos de dos meses, la dictadura sancionó una ley; en realidad, una disposición de facto, porque no era una ley sancionada por el Congreso, que establecía la amnistía. Subrayo: amnistía. ¿Para quiénes? Para los que hubieran incursionado en la violencia desde el 25 de mayo del 73 —última amnistía sancionada por un Congreso, en el gobierno del presidente Cámpora— hasta el mes de septiembre del año 83. Y esa amnistía incluía a los integrantes de las organizaciones guerrilleras y a los que hubieran actuado en la represión y cometido delitos en esos actos de violencia de las organizaciones armadas. Subrayo todo esto porque no fue una autoamnistía, como se la suele conocer: fue una amnistía. Entonces, el gobierno del presidente Alfonsín tuvo que tomar decisiones para cumplir su compromiso, que era: no puede haber revancha, pero tampoco puede haber una claudicación ética. Y entonces introdujo un dispositivo jurídico que incluyó dos decretos: uno por el cual ordenaba al Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas iniciar juicio a los comandantes de las tres Juntas Militares; y otro que instruía al Procurador General a iniciar proceso de persecución penal para los jerarcas, los líderes de las organizaciones guerrilleras. Al mismo tiempo, decidió crear una comisión de recopilación de información, una Comisión de la Verdad: la CONADEP, que presidió Ernesto Sábato. Y, al mismo tiempo, en el Congreso se sancionó una norma por la cual se declaraba insalvablemente nula aquella ley de amnistía y se modificó el Código de Justicia Militar para permitir que la justicia civil juzgara a los uniformados. Como consecuencia de todo eso fue posible el Juicio a los Comandantes, del cual el 9 de diciembre se conmemora el aniversario de la sentencia. Un juicio llevado adelante con pleno ejercicio de los derechos de los enjuiciados, en un episodio inédito en la historia del mundo, no solo de la Argentina ni de América Latina. Porque cuando se lo compara con el juicio de Núremberg, es un error. El juicio de Núremberg —sobre el que habrá en poco tiempo una película extraordinaria que ahora está en Europa— fue el juicio llevado adelante por los ganadores de una guerra, por un ejército de ocupación que le hacía el juicio a los uniformados derrotados. Aquí, el juicio fue con todas las garantías de la ley, sí, pero de la mano de la institucionalidad democrática: un juicio oral y público, con defensores, con pruebas. Y la otra cuestión inédita fue la CONADEP, presidida por Ernesto Sábato, que luego fue replicada en otras experiencias en otros lugares del mundo. Mandela, en Sudáfrica, luego del fin del apartheid, decidió crear una Comisión de la Verdad replicando la CONADEP, y en muchos otros países de América Latina, luego de guerras civiles, también sucedió lo mismo: comisiones de la verdad replicando la CONADEP. Entonces, el gobierno del presidente Alfonsín, que inició su mandato el 10 de diciembre del 83 —no casualmente el día que se reconoce como Día de los Derechos Humanos en el mundo— generó las condiciones para juzgar a los responsables del terrorismo de Estado y también a los jerarcas de las organizaciones guerrilleras, permitiendo, por ejemplo, la extradición de Firmenich más tarde y luego la del iniciador del terrorismo de Estado en la Argentina, José López Rega, ministro de tres presidentes peronistas, que fue extraditado también por haber creado la Triple A, la Alianza Anticomunista Argentina, que segó la vida de muchos aun bajo el gobierno de un presidente constitucional.

— Usted recién hablaba de la amnistía sancionada por la última Junta Militar y compañía. ¿Por qué los militares tenían tanto interés en dar una amnistía a los que habían combatido, supuestamente?

— Bueno, precisamente porque había un hilo conductor, vasos comunicantes, en una sociedad que aceptaba, toleraba, validaba la violencia como método de acción política. Y la inauguración democrática del 83 terminó con esa circunstancia: dejó atrás la violencia como método, le quitó legitimidad social porque se conoció lo que había sucedido. Pensemos que esa violencia no era patrimonio solo de la Argentina, sino de América Latina. Pero el gobierno del presidente Alfonsín terminó con eso, y eso tuvo consecuencias. ¿Consecuencias? Por ejemplo, tres intentos de golpe militar en la Argentina bajo el gobierno de Alfonsín, de quienes no aceptaban que la justicia civil juzgara a los responsables del terrorismo de Estado. Y, del mismo modo, también sufrió los embates de una patrulla perdida de la guerrilla guevarista que tomó un cuartel militar, La Tablada, en el año 89. Entonces, esas rémoras, esas estelas de la violencia todavía tuvieron repercusiones y reacciones que fueron contenidas exitosamente por la democracia en la Argentina. Durante la dictadura, a usted le tocó vivir eso como militante, aunque no se podía militar, pero el gran combate conocido era entre las Fuerzas Armadas y las organizaciones armadas, como Montoneros. Ese era el clima de época.

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— ¿Qué lugar le tocaba al radicalismo?

— El radicalismo tenía —y tiene hoy— una visión que, en ese momento, era muy minoritaria: que la dictadura y también el período previo se explicaban, en parte, por la falta de aceptación social de la democracia como valor central. Lo que el radicalismo hizo fue poner en el centro de la acción política, del debate público y de la discusión en la sociedad el concepto, la noción, el valor de la democracia. La democracia, durante mucho tiempo, era para algunos un prejuicio burgués y, para otros, un obstáculo para llevar adelante un programa. Y esa no era la visión del Partido Radical, que era minoritaria, muy minoritaria. Por eso fue tan relevante la acción política de la UCR, y por eso, luego de la frustración de la aventura de Malvinas, la inauguración democrática estuvo asentada en esa idea: la democracia y los derechos humanos como piedra basal de una convivencia pacífica y civilizada en una sociedad como la argentina.

— ¿Por qué es tan importante hoy recordar aquel 10 de diciembre de 1983?

— Bueno, primero, porque la memoria es imprescindible. La memoria no es lo mismo que la historia. La historia son datos objetivos, que son los que estuvimos señalando. La memoria son las reacciones, las percepciones, los recuerdos, las personas. Y lo que quiero decir, o señalar, es que el Juicio a los Comandantes, del cual hablábamos, ya está en la historia argentina. Ahí no hay un retroceso: es imposible. No dudo de que hay quienes pretenden descalificar y desacreditar ese momento, pero la historia, justificada y apoyada en hechos verificables, es incontrastable. Y eso es lo que pasó.

— A usted le tocó vivir otras situaciones de inestabilidad política. ¿Cree que está en juego la democracia como la conocemos?

— La democracia es una flor que hay que cuidar todos los días. No es un orden de la naturaleza, es una construcción social. Y por eso es muy evidente que, no solo en Argentina y no solo en la región, sino en el mundo, hay circunstancias complejas, y se verifica lo que se conoce como recesión democrática. Esto es: reducción, caída de las preferencias sociales por la democracia. Y esto pasa en el mundo, sucede en muchos países. Es peligroso, pero sucede. Lo peor de lo peor sería no recordar, sería no reconocer ese dato. Fijate: ahora las democracias ya no se ven afectadas por golpes de Estado como antes, por un uniformado que venía e imponía por la fuerza. Ahora las democracias se erosionan, se degradan, se descomponen desde adentro. Pensá, por ejemplo, en casos como las electo-dictaduras de Venezuela con Maduro o de Ortega en Nicaragua, que niegan los resultados electorales y son electo-dictaduras. Eso de negar resultados electorales también se vio en Brasil con Bolsonaro o con Trump en Estados Unidos.

— Entonces ni siquiera responde a un signo político.

— Exactamente. Esto es lo que quiero señalar. Hay registros no democráticos que tienen que ver con supuestas coberturas ideológicas, pero lo que hay es el desprecio, el descrédito al procedimiento legítimo y universal de elegir a los gobernantes por la decisión de los ciudadanos. Entonces, hay, sin duda, una recesión democrática que se verifica en estos casos que estamos señalando y, por eso, hay que defender la democracia. Porque, si vos mirás, hay un indicador que se llama Índice de Desarrollo Humano, que hacen las Naciones Unidas desde el año 1990. En ese indicador de desarrollo humano, de ciento noventa y pico de países del mundo, de los 35 más desarrollados, 30 son democráticos. Entonces, la democracia debe ser fortalecida para conseguir los resultados económicos que permitan el progreso social. Cuando nosotros nos preguntamos por qué en la Argentina no tenemos progreso económico, a pesar de tener 40 años de democracia, la respuesta está en los déficits del funcionamiento democrático. Aquí hubo intentos de hacer juicio político a la Corte. Aquí hubo intentos de que los jueces sean elegidos por la votación de los ciudadanos. Aquí hubo gobiernos de un solo poder, sin distribución ni independencia de los poderes. Aquí hubo pretensión de gobernar con una lógica de suma cero en lugar de buscar acuerdos entre los actores. Y eso explica la diferencia de la Argentina con nuestros vecinos, Uruguay y Chile. Uruguay, en los últimos 20 años, pudo reducir la pobreza 17 puntos porcentuales. Chile pudo reducir la pobreza 30 puntos porcentuales, con gobiernos de distinto signo. ¿Pero por qué lo pudo hacer? Porque hay respeto a la ley, hay igualdad ante la ley, hay una cultura política de acuerdo entre los actores políticos, y eso genera condiciones para que el progreso económico y social florezca. Entonces, el problema no es la democracia, sino la baja calidad de la democracia, la baja intensidad de la democracia en la Argentina. Los que creen en la división de poderes, el control recíproco, la rendición de cuentas, asegurar los derechos para todos independientemente de su condición social, saben que el sistema político tiene que ser democrático; también liberal, para asegurar derechos a todos y a cada uno, especialmente a las minorías; y también republicano, donde exista rendición de cuentas y la independencia de los poderes. Nosotros tenemos un déficit notable en esa dimensión liberal y en esa dimensión republicana. Por eso el sistema político está en deuda y por eso tenemos los resultados que tenemos. Y, para cerrar…

— Mirando también lo que fueron estos 42 años de historia, lo que a usted le tocó vivir en la dictadura, la restitución democrática, la Multipartidaria, los primeros años en democracia: cuando usted ve hoy la política farandulizada, ¿a qué cree que se debe? ¿Hacia dónde tiene que mirar el argentino para el futuro de la democracia y de la política argentina?

— Sí, yo creo que hay un proceso muy claro de degradación de la vida política, de las relaciones políticas y de los actores políticos. Ese es un problema serio. Y, en todo caso, refleja algo que puede verse en la sociedad. Los representantes políticos son representantes de esa sociedad, no son paracaidistas de un país exótico que cayeron un día. Entonces, me parece que debemos mirarnos para tener un diagnóstico correcto. Y el diagnóstico correcto es que la baja calidad institucional genera condiciones de empobrecimiento. Lo que tenemos que hacer es mejorar la calidad institucional, la calidad de la representación política y valorar y reconocer a aquellos que hacen un esfuerzo en esa dirección, y no reconocer a aquellos que bastardearon esos principios.