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Frankenstein y 27 noches: cuando la vejez se vuelve el monstruo que no queremos ver

De Natalia Cohen a la criatura de Shelley: dos relatos que exponen cómo familia y psiquiatría pueden silenciar la voz del sujeto.

La escucha es lo contrario de la noche, es la promesa del día que vuelve.

La escucha es lo contrario de la noche, es la promesa del día que vuelve.

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Dos historias que no deberían tocarse… pero se tocan. Hay relatos que, a primera vista, parecen no tener nada que ver entre sí. Una serie contemporánea, 27 noches, inspirada en el caso real de Natalia Cohen, una mujer de 87 años internada a la fuerza por su familia.

Y una novela escrita en 1818 por una joven de apenas 18 años, Mary Shelley, que imaginó un cuerpo hecho de retazos humanos, insuflado de vida pero condenado a la intemperie de un mundo que lo rechaza.

Dos historias distantes en siglos, contextos y lenguajes. Pero ambas comparten una misma pregunta: ¿Qué hace un sujeto cuando el Otro —la familia, la institución, la sociedad— se arroga el derecho de decidir por él, de definirlo, de encerrarlo en un significante? Lo que las une no es un argumento, sino una ética: el derecho a decir yo, incluso cuando todo alrededor intenta clausurar esa palabra.

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Una novela escrita en 1818 por una joven de apenas 18 años, Mary Shelley, que imaginó un cuerpo hecho de retazos humanos.

Una novela escrita en 1818 por una joven de apenas 18 años, Mary Shelley, que imaginó un cuerpo hecho de retazos humanos.

La noche como territorio clínico

La serie 27 noches (Netflix) no es solo un relato audiovisual: es un ensayo sobre la invisibilización de los viejos y, a la vez, una indagación sobre los mecanismos contemporáneos de control familiar y psiquiátrico. El caso real que la inspira —el de Natalia Cohen, mujer lúcida, autónoma, súbitamente “secuestrada” bajo la forma legal de una internación involuntaria— se ha vuelto emblemático de un fenómeno silencioso: la patologización de la vejez, el uso del diagnóstico como herramienta de dominación y la práctica, cada vez más frecuente, de internaciones decididas por otros, casi siempre con el argumento del “bien”. La noche, en la serie, se convierte en un espacio clínico.

No en un sentido hospitalario, sino en un sentido más profundo: la noche es el momento en que se escucha lo que el día oculta. Es en la noche donde aparecen los recuerdos, los textos, la conciencia de injusticia, la rebeldía, y también la fragilidad. De algún modo, la serie afirma: cuando la palabra es acallada, la noche comienza. Es exactamente la misma operación que estructura Frankenstein: el monstruo nace en la oscuridad, y es en la oscuridad donde aprende a reconocerse como un sujeto rechazado.

Mary Shelley: creación, abandono y lenguaje

Mary Shelley no escribe una novela gótica. Escribe un tratado sobre la responsabilidad del creador. Sobre el abandono. Sobre lo que ocurre cuando alguien es “construido” —como identidad o como cuerpo— sin que nadie escuche lo que ese alguien puede y necesita decir. Víctor Frankenstein fabrica un ser, pero nunca le da palabra. Lo crea, pero no lo acompaña. Lo engendra, pero no lo reconoce. La criatura intenta hablar. Intenta acercarse. Intenta “hacerse oír”. Pero lo único que recibe es rechazo. El monstruo es, ante todo: un sujeto a quien se le niega el lugar en el lenguaje. Y aquí aparece la primera gran línea que une Frankenstein con Natalia Cohen: ambos son hablantes cuya palabra fue desestimada por quienes tenían poder sobre ellos.

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La serie 27 noches no es solo un relato audiovisual: es un ensayo sobre la invisibilización de los viejos.

La serie 27 noches no es solo un relato audiovisual: es un ensayo sobre la invisibilización de los viejos.

El cuerpo intervenido, el cuerpo expropiado

Frankenstein hace un cuerpo con injertos. La medicina psiquiátrica —cuando se ejerce como poder y no como acto clínico— hace algo parecido: injerta etiquetas, diagnósticos, “trastornos”, sobre un sujeto que no logra defenderse del discurso experto. En el caso de Natalia Cohen, la expropiación del cuerpo es literal: se la retira de su casa, de su vida, de sus hábitos, se la introduce en un dispositivo que la infantiliza y la despoja de agencia.

El dispositivo psiquiátrico actúa aquí como una máquina frankensteiniana: produce un sujeto supuesto enfermo, aun cuando no haya enfermedad. Internar a una mujer lúcida sin que medie un riesgo real es, desde el punto de vista ético y clínico, una violencia simbólica y material. Se la coloca en el lugar de “objeto de cuidado” sin escucharla. Del mismo modo, Víctor Frankenstein abandona su creación apenas la ve.

¿Por qué? Porque no soporta lo que él mismo produjo. Porque teme lo que no puede controlar. Porque rechaza lo que no encaja en su ideal. Las familias —a veces sin maldad explícita, pero con ignorancia y miedo— pueden hacer lo mismo: controlar lo que no comprende, protegerse de lo que les desarma, medicalizar lo que molesta, encerrar lo que cuestiona.

La vejez como monstruo cultural

Nuestra época tiene un modo peculiar de producir monstruos. No los crea a partir de cadáveres, sino a partir de estigmas: “viejo”, “demencia”, “no puede decidir”, “es vulnerable”, “hay que protegerlo”. Sin embargo, bajo esa protección pueden esconderse formas muy finas de violencia. La vejez es el Frankenstein contemporáneo: una figura que la cultura teme, niega, esconde; un cuerpo que se quiere corregir, regular, mantener bajo control. Mientras tanto, la palabra del viejo —su juicio, su historia, su deseo— queda relegada. Y cuando la palabra es relegada, surge la sombra: la criatura sin voz, el sujeto transformado en cosa. 27 noches denuncia precisamente eso: la facilidad con la que se puede volver “monstruoso” aquello que simplemente envejece.

Cuando el sujeto retorna: la subversión de la palabra

Hay una escena en 27 noches —y múltiples momentos en el caso real— donde Natalia reafirma una y otra vez su lucidez: ella sabe quién es, qué quiere, qué le hicieron, y reclama su derecho a decidir. Ese retorno del sujeto es lo más parecido al momento en que la criatura de Shelley pronuncia sus primeras frases articuladas. En ambas obras, el sujeto retorna como insistencia: no como grito, sino como palabra que se rehúsa a desaparecer. Aquí el psicoanálisis encuentra su zona: el sujeto es lo que insiste, lo que se cuela entre los dispositivos, lo que no puede ser anulado incluso cuando se lo intenta silenciar.

27 NOCHES
Nuestra época tiene un modo peculiar de producir monstruos.

Nuestra época tiene un modo peculiar de producir monstruos.

El final abierto: lo que aún no sabemos

Ni la serie ni la novela cierran completamente. Frankenstein termina con una criatura que se pierde en la distancia. 27 noches concluye con la pregunta abierta sobre el destino de los viejos en nuestra sociedad. Ambas obras nos entregan una advertencia: los sujetos que hemos relegado volverán. A veces vuelven en forma de palabra; otras, en forma de síntoma; otras, en forma de denuncia pública.

Consideraciones finales

Estos dos relatos cruzados producen un efecto: desnudar la violencia silenciosa que puede existir en lo familiar, lo institucional y lo médico, y mostrar que la única herramienta verdaderamente emancipadora es la palabra del sujeto.

Frankenstein nos muestra lo que ocurre cuando esa palabra no encuentra lugar. 27 noches nos muestra lo que ocurre cuando esa palabra intenta recuperarse. En ambos casos, la ética posible es una: escuchar. Escuchar lo que el otro dice, incluso cuando es viejo, cuando es extraño, cuando ya no encaja en nuestras categorías. La escucha es lo contrario de la noche.

Es la promesa del día que vuelve.

* Carlos Gustavo Motta es psicoanalista y cineasta.

IG: @carlosgustavomotta