El arte de no sufrir por los pozos y entender que esa tarea les quedó grande
La calma que sentimos al dejar de sufrir por los pozos nos permite ver la ineficiencia de quienes deberían haberlos arreglado.

El asfalto que recorro cada fin de semana de madrugada, desde Dorrego a la Ciudad de Mendoza, es una lección de humildad. Lo hago en un horario en que hay pocos autos y puedes, en teoría, manejar tranquilo y sin estrés. Sin embargo, no hay una cuadra sin un pozo o un desnivel.
Es un paisaje que conozco bien, una constante que, hasta hace poco, me generaba una profunda frustración. Pero ahora, lo veo de otra manera. Es la materialización de una deuda, un símbolo de la incapacidad de las administraciones locales para solucionar un problema básico y esencial para la vida diaria de sus vecinos. Es un tema que se traslada a todo Mendoza, y al país incluso, porque los pozos los tenemos hasta el límite con Chile.
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El día a día se desmorona
Mientras los funcionarios apuntan a grandes obras, con anuncios rimbombantes, la realidad del día a día se desmorona. Una gran ruta sin duda tiene su valor, pero son la cara más visible y el marketing de la gestión pública. La otra cara, la que nadie fotografía, es la de la calle sin iluminación, la de la vereda rota y, sobre todo, la del pozo que daña un automóvil.
La frustración que mencioné al principio alcanzó su punto máximo cuando el problema en las calles se trasladó a mi propio bolsillo. Un service de rutina se volvió un recordatorio tangible de la negligencia en la infraestructura. De la nada y de pronto el mecánico me dijo que los amortiguadores "transpiraban". No me alcanzó a explicar qué significaba, pero ya me "transpiraba" el bolsillo. Había que circular 5.000 kilómetros más para verificar si había que hacer una fuerte inversión o zafaba. Finalmente, mi bolsillo respiro, pero sólo por ahora.
A la hora del análisis no hizo falta un genio para entender el porqué del problema. Los pozos y los desniveles hacen su trabajo destructivo a diario, y su efecto se suma al de las tachas y los lomos de burro que, irónicamente, se instalan para reducir la velocidad pero terminan por dañar el vehículo. Es un círculo vicioso: una solución mal aplicada que genera otro problema.
Querido pozo, te acepto
Frente a esta realidad y para no sufrir con cada pozo (que en algunas zonas son imposibles de evitar), decidí aplicar algo que llaman una aceptación activa. No es resignación, sino un cambio de perspectiva. En vez de sentir que el pozo me arruinaba el día, entendí que era un síntoma de un problema mayor del sistema. El pozo es el efecto, no la causa de mi frustración. Al verlo así, el enojo dejó de ser personal. También me liberé de la carga de sentir que debo sortear la situación sin que me afecte. No es mi culpa que las calles estén en mal estado, y tampoco puedo arreglarlas. Pero sí puedo canalizar la frustración de una forma constructiva: usando mi experiencia como periodista para escribir sobre el tema.
Me di cuenta que no estoy tan errado cuando un intendente en una charla de pasillo, con una honestidad que sorprendió, y en medio de anuncios de obras importantes (con el dinero de lo que iba a ser destinado a Portezuelo), que dijo que "no es momento para grandes obras en los municipios". Apuntó a la necesidad de que los municipios se enfoquen en fortalecer las obras del día a día, como tapar pozos y mantener calles en condiciones para el vecino que las usa a diario. Y tiene razón. Esas obras "invisibles" son las que construyen confianza. Las otras sin duda que también son relevantes e importantes, pero de qué sirve una súper obra, si al final de la gestión el departamento tiene más pozos que cuando llegaste.
Esa dicotomía entre la obra del día a día y el gran proyecto es la raíz de la frustración. Los pozos en el asfalto no son solo un inconveniente para el tránsito, son una señal de que las prioridades no están donde deberían. Son un costo silencioso que el vecino paga con reparaciones de su vehículo, con tiempo perdido y, lo más importante, con una creciente desconfianza en la clase política.
Los políticos de cercanía vs los que nunca conocemos
Este desinterés por lo cotidiano tiene un correlato político, sobre todo en épocas electorales. El reciente cierre de listas es un ejemplo. Vuelven a aparecer los ilustres desconocidos que ocuparán un lugar en la Legislatura y que dirán que son representantes del pueblo. Pero la gente no los conoce. ¿A quién conoce el pueblo? Al que tapa o no los pozos, al que limpia o no las acequias, al que mantiene las luminarias. Porque esos, y no los aspirantes a cargos lejanos, son quienes tienen un impacto directo en el día a día.
Y es que, al final, hay muchos ciudadanos que deciden su voto en el asfalto que se recorre todos los días. Aunque quizás no sepan ni el nombre del intendente, sí saben que no lo volverán a votar si se tienen que comer pozos de manera permanente. Las grandes obras son importantes, pero no a costa de la vida que se desarrolla en lo cotidiano. Es hora de que las administraciones de cercanía dejen de mirar al horizonte de los grandes proyectos y pongan la vista un poquito más cerca y abajo, en el asfalto, justo donde están los pies de sus vecinos. Es algo similar a lo que dijo el gobernador Alfredo Cornejo en Chile al referirse al Paso Cristo Redentor. No tratemos de hacer grandes proyectos que no se cumplen, sino hagamos pequeñas cosas, pero que sean avances reales.