La historia del capitán del Ejército que fundó una revolucionaria orden religiosa
San Ignacio de Loyola nació en Azpeitía, en el País Vasco Español el 2 de octubre de 1491. Época de tremendas convulsiones para Europa tanto religiosa como social y políticamente; tan sólo un año después se produciría esa gran aventura de Cristóbal Colón y su descubrimiento de América, y 18 años más tarde, Martín Lutero clavaría el manifiesto de sus 95 tesis en las puertas de la iglesia del castillo de Wittemberg, inicio de lo que sería la Gran Reforma y el gran cisma religioso de occidente.
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Ignacio fue el hijo más pequeño de los 13 que tuvo el matrimonio de Beltrán Ibáñez (Yáñez) de Oñaz y Loyola, (Señor del Castillo de Loyola) y de Marina Sánchez de Licona. Ambos de encumbrada ascendencia, ya que los ancestros de Loyola se emparentaban con las casas reales de España, Francia y otros reinos europeos. Ignacio fue bautizado como Iñigo López de Oñaz y Loyola. Su padre y algunos de sus hermanos fueron soldados, igual que varios de sus ancestros; hubo entre ellos quienes murieron en combate, siempre al servicio de España.
Fue un apasionado por las artes militares y se nutrió con la lectura de libros de caballería, su sueño era ser como el Cid Campeador u otros, e incluso superarlos. En 1508, con 17 años, entró como soldado al servicio del duque de Nájera, aunque su carrera como tal fue corta. En 1521 tiene lugar la batalla de Pamplona en la que el joven Capitán Iñigo López participa con la mala suerte, aunque quizás no lo fue, ya que pudo ser obra providencial, cae gravemente herido cuando un cañonazo impacta en la muralla de la fortaleza. Su pierna izquierda queda casi destrozada, por lo cual es enviado a su casa y sometido a un largo tratamiento con numerosas intervenciones, de resultas de lo cual salva su pierna, pero queda cojo de por vida.
Aquello fue el punto de quiebre definitivo para su futuro. Empeñado en recuperarse, aunque fuese a medias para volver a esgrimir las armas, soportó una larga convalecencia con numerosas cirugías. En ese ínterin, le solicita a una de sus hermanas que le envíe literatura de caballería, pero ella responde que sólo tiene libros religiosos; así es que aquellas lecturas de la vida de Cristo y de los santos, cambian radicalmente su manera de pensar, deja de interesarse por la caballería y comienza a suscitarse en él el deseo de imitar y servir a Cristo de la manera que Dios lo dispusiera. No abandona su disciplinada formación castrense, la cual volcará luego para su apostolado, sin las armas convencionales, sin los lujos y fastuosidades de la corte.
Su padre y algunos de sus hermanos fueron soldados
Ya ni el Cid Campeador, ni el rey Arturo, ni los Caballeros de la Mesa redonda serían sus modelos en adelante, ahora lo serían san Francisco, santo Domingo, san Ignacio de Antioquía y muchos otros santos a los que admiró profundamente y llegó a profesarles una gran devoción. Cuando pudo volver a caminar decidió peregrinar hacia Jerusalén, y para eso necesitaba llegar primero a Roma. En ese trayecto se detuvo en Montserrat, donde se haría siervo de Cristo. Permaneció en el monasterio benedictino donde confesó por tres días consecutivos y se puso al servicio de Dios. Al fin, siguiendo la tradición de los antiguos caballeros que velaban sus armas la noche antes a su ordenación, pasó la noche entera apostado frente al altar de la Virgen, en la mañana, dejó su espada y su daga frente a ella y regaló todo lo que tenía, sus finas ropas, dinero y hasta su caballo, vistió con arpillera y se dirigió a Manresa donde juró hacer vida de asceta cristianamente.
Luego pasó mucho tiempo en meditación, ayunando y orando. Continuó su viaje a Jerusalén con la idea de radicarse e imitar a Cristo, llegó a esa ciudad, y se instaló con los franciscanos, pero el superior de la orden no le permitió quedarse debido a sus escasos conocimientos de teología. Regresó a Europa y estudió en Barcelona, preparándose para ayudar a las almas, así fue elaborando y dándole forma a lo que más tarde serían los ejercicios espirituales de Loyola. Luego viajó a París donde estudió humanidades en La Sorbona además de filosofía y teología. Allí conoció a sus seis compañeros: Pedro Fabro, Francisco Javier, Diego Laínez, Alfonso Salmerón, Nicolás Bobadilla y Simón Rodríguez.
Ignacio fue el más pequeño de 13 hermanos
Todos ellos se comprometieron a conformar una “orden secular” como soñaba Ignacio, de sacerdotes católicos que difundieran el mensaje evangélico y defendieran la fe en Jerusalén y si aquello no fuera posible, realizarían todo el bien posible, y cualquier tarea al servicio de la Iglesia y del Papa. Para ese momento, Ignacio ya había transformado sus ejercicios espirituales para todos; ya no serían algo personal sino una práctica para todos los que se acercaran al grupo, incluso ellos mismos.
Se matriculó en 1534 y adoptó el nombre definitivo de Ignacio de Loyola en honor a san Ignacio de Antioquía, aunque otros dicen que pudo haber sido así por un error del escriba de la Universidad, lo cierto es que Ignacio de Loyola, profesaba una gran devoción a Ignacio de Antioquía. El 24 de junio de 1537, conmemoración de san Juan Bautista, recibió su ordenación sacerdotal en Venecia. Al respecto Pedro de Ribadeneira, su biógrafo, dice que: “…se tornaron a Venecia, donde poco después todos juntos hicieron voto de castidad y pobreza delante de Jerónimo Veralo, legado del Papa en Venecia ordenándose en misa Ignacio y los otros compañeros… dándoles ese alto sacramento el obispo Arbense…”
El grupo comenzó a llamarse Compañía de Jesús, y sus miembros jesuitas, al principio muy resistido incluso por otras órdenes religiosas, hasta que, en 1540, el papa Pablo III la aprobó definitivamente, adoptándose de manera oficial la práctica de los ejercicios espirituales de Ignacio de Loyola. Todo ello constituyó un giro radical en las costumbres y prácticas religiosas, iniciándose la Contrarreforma. Quedó instaurado el lema jesuita: “Vayan e incendien el mundo”, que siglos después, otro jesuita ubicado en la Cátedra de san Pedro, reafirmaría instando a los jóvenes a revolucionar las sociedades: “Vayan y hagan lio”, nuestro Jorge Bergoglio, o Francisco.
A sus 43 años adoptó el nombre definitivo de Ignacio de Loyola
Pero el lema más importante de Ignacio es “Todo para mayor gloria de Dios” y su frase más importante extraída del Evangelio es “¿De qué le sirve a un hombre ganar el mundo entero, si se pierde a sí mismo? Para él Dios sale de sí mismo para darse al hombre, se dona Él mismo en Cristo y en el Espíritu Santo, y se regala en la creación.
El 31 de julio de 1556 murió recluido en su celda de la sede de los jesuitas en Roma, tras una larga enfermedad, posiblemente malaria contraída en sus largo peregrinajes. Fue un gran místico y vidente, recibiendo revelaciones de la Virgen, y también de Dios Padre y de Jesús, instándolo a ponerse a su servicio y diciéndole que Roma habría de serle favorable. En 1609 fue beatificado, y en 1622 canonizado, cuando ya su nombre era mucho más conocido que cualesquiera de los caballeros que había admirado en su juventud.
Los jesuitas fueron fundamentales al surgir la contrarreforma y refutar mediante la lógica y los recursos clásicos literarios y científicos, tras el Concilio de Trento. Formaron sacerdotes altamente educados y multilingües, que llevaron su prédica, conversión, y civilización a todos los confines en los cinco continentes. Produjeron una labor encomiable como educadores, formando cristianos libres, conscientes y con sólidos criterios. Creo que es una perogrullada decir que su influencia trascendió los tiempos y los espacios hasta la actualidad.
La pedagogía ignaciana que pone el acento en el aprendizaje experiencial, mediante la reflexión, la discusión y la acción, ha ido formando cientos de miles de profesionales, sacerdotes, religiosos y laicos a través de la historia en todo el mundo. Entre nosotros, muchos de nuestros próceres de Mayo y después, pasaron por sus ejercicios.
* Alberto Luján Musci, médico ginecólogo y obstetra. M.N. 47549 - M.P. 14382. Escritor.