Mar del Plata

La historia del coleccionista de caracoles que fundó alfajores Havanna junto a un italiano y un griego

Benjamín Sisterna dio 26 vueltas al mundo y eligió Mar del Plata para quedarse a vivir. Uno de sus hijos, Pablo, contó a MDZ qué pasó con su colección de 30 mil piezas, exhibida por más de una década en un museo de vanguardia apostado a pocas cuadras del mar.

Federico Bruno
Federico Bruno miércoles, 20 de septiembre de 2023 · 14:33 hs
La historia del coleccionista de caracoles que fundó alfajores Havanna junto a un italiano y un griego
Benjamín Sisterna aferrado a un pergamino, en un acto aniversario de Havanna Foto: Pablo Sisterna - Gentileza

El primer caracol que tuvo Benjamín Sisterna en sus manos fue una voluta brasiliana que uno de sus diez hermanos envió de regalo -mientras hacía el servicio militar- a la casa donde vivía, adolescente, con su madre, y dos de sus hermanitas, y donde se había convertido en el sostén de su familia tras la muerte prematura de su padre. Lo dejaron cuidadosamente en una repisa y no
podía dejar de mirarlo, como si escondiera un mensaje secreto. Quiso más. Más caracoles. Mejores trabajos. Y un futuro mejor para los suyos, cuando la pobreza y la miseria le pisaban los talones.   

En un libro biográfico recordaría esos días aciagos, donde llevaba a su casa los pocos pesos de su trabajo en una panadería y gastaba sus días francos vendiendo tortitas negras a los vecinos: "Mi madre hacía maravillas con los centavos para presentar algo en la mesa, con un kilo de batatas cortadas en rodajas, recubiertas de harina y fritas con grasa, comíamos todos y aún sobraba". 

Nació en 1914 en un pueblo del norte santafesino llamado Jobson Vera y se crió en el campo. Pocas cosas lo emocionaban tanto como las canciones de Atahualpa Yupanqui; y tuvo una relación tan estrecha con la tierra como con el mar, las raíces de su personalidad monolítica. Deslumbraba con su inteligencia y resolvía los problemas de la escuela con una facilidad notable, pero tuvo que dejar el último año de la primaria para empezar a trabajar. Desde los ocho años, nunca dejaría de hacerlo. 

Progresó rápido y en 1932 llegó a Buenos Aires donde le habían dicho que tendría mucho trabajo como vendedor y vidrierista. Al poco tiempo ya tenía dos kioskos de golosinas y se posicionaba como un empresario alfajorero con muchísima proyección.

Benjamín Sisterna con la obra de su vida, sus caracoles - Foto: Pablo Sisterna

Con una rapidez asombrosa para los números, entró como ejecutivo de ventas a la fábrica de alfajores "El Trébol" y luego en "Santa Mónica", donde empezó a ganar tantas comisiones que en poco tiempo ya registraba los mismos ingresos que uno de los socios propietarios, que decidió irse, indignado por el progreso del joven humilde que luego ocuparía su puesto. Estas marcas serían pioneras en la fabricación industrial de las delicias argentinas de la década del 30.

Junto al italiano Luis Sbaraglini, su socio en Santa Mónica,  comenzaron a recibir visitas frecuentes de un repostero especializado en bombonería llamado Demetrio Elíades, nacido en la lejana Isla de Creta, en Grecia, que les contó que había inaugurado una confitería en el corazón de la rambla marplatense, un destino en franco ascenso por la instalación del Casino, las obras de la autovía 2 y el aluvión turístico del peronismo. 

"El nombre Havanna sigue siendo objeto de muchas teorías, porque es como La Habana, Cuba, escrito en inglés pero con dos enes. Así le puso Elíades a su primer local y pudo haber sido hasta un error ortográfico. Pero la verdad es que nadie lo sabe", considera Pablo, uno de los hijos de Benjamín, en diálogo con MDZ, desde Mar del Plata, el lugar que su padre eligió para vivir después de dar 26 vueltas al mundo buscando caracoles, en una misión por la que dedicó al menos un mes de sus últimos 30 años, visitando lugares tan inhóspitos como peligrosos. 

La empresa se volvió rápidamente una tradición argentina y creció de forma astronómica, lo cual supuso nuevos dilemas sobre dónde y cómo abrir nuevos locales. A principios de los 70 abrieron dos franquicias en Buenos Aires, cuando no existía ni siquiera la palabra "franquicia" en el vocabulario argentino. Estos concesionarios se instalaron en la peatonal Florida. Se lanzaron a satisfacer las necesidades de los porteños durante todo el año con el riesgo que disminuyeran las ventas en los locales originales pero nada de eso ocurrió: algunos dicen que ahí nació el rumor que dice que los alfajores comprados en Mar del Plata son más frescos y hasta más ricos. 

Parte de las instalaciones del Museo del mar - Foto: Pablo Sisterna

A esa altura Benjamín ya era mundialmente conocido como "el chiflado de los caracoles" por sus viajes por el mundo buscando ejemplares exóticos. Su debilidad fueron las Filipinas, con una diversidad en la materia que no tiene comparación. Hasta allí llegaba, a veces con meses de distancia, para canjear caracoles de su colección, a veces uno por uno, a veces por más, pero siempre con la palabra como el sello del contrato. Él volvía en avión y sus nuevas adquisiciones llegaban meses después en barco. 

Pablo pasaba tardes enteras jugando al ping pong con sus amigos, pero esa rutina se veía interrumpida cuando él volvía de sus viajes y le decía una frase que todavía recuerda: "Ya no vamos a poder jugar", entonces lo veía desde un sillón del primer piso de su casa, en la Loma de Stella Maris, cómo desarmaba la red y dejaba la mesa lista para
desembalar los caracoles nuevos que había conseguido.

El empresario había enviudado y ya tenía dos hijos cuando se casó con Azucena Biondi, la mujer con la que compartió el resto de su vida y con la que tuvieron a Pablo. Ella lo acompañó en algunos de sus viajes, pero dejó de hacerlo cuando nació su hijo, sumado a que consideraba que se ponían "cada vez más peligrosos". En uno de ellos, en Australia, llegó a enfrentarse con un tiburón mientras buceaba y se salvó de milagro”.

El cono "Gloria Maris", la tridacna squamosa y el bivalvo ondulado fueron algunas de las joyas de su colección, las cuales estuvo buscando incansablemente por distintos países. Se jactaba de haber comprado muy pocos caracoles, ya que la mayoría los juntó de las orillas de alguna playa, del fondo del mar o bien por el intercambio.

Pablo Sisterna con un caracol filipino - Foto: Federico Bruno

Pasó más de sesenta años juntando más de 30 mil caracoles de más de 3 mil especies distintas, de todas formas, tamaños y colores. Tenía en su cabeza la historia de cada uno de ellos y aunque no compartía con nadie tanta pasión por estos objetos su familia respetó siempre sus decisiones y su estilo de vida. "Yo no heredé su pasión por los caracoles pero sí por la física y la naturaleza, o por el coleccionismo en general porque me puse a juntar cómics y, después, discos de vinilo de bandas de rock progresivo", sostuvo el heredero de una colección que fue exhibida en dos lugares emblemáticos de la ciudad, el primero en una galería ubicada a cincuenta metros de la Peatonal San Martín y después en un museo creado especialmente para recorrer y recordar las travesías de su padre.

El mismo día que Pablo entregó su tesis de doctorado en La Plata, en agosto de 1990, recibió un llamado contándole que su padre había sufrido un accidente cerebrovascular. Después del primer ACV se recuperó bastante pero nunca volvió a la empresa. Caminaba con dificultad, con ayuda de un bastón, pero, aún así, hizo dos viajes más para seguir buscando caracoles; ya en el 93 volvió a tener un ictus y ya lo dejó más limitado. Ahí empezó su deterioro hasta que falleció en 1995.

Havanna tenía más un centenar de locales en todo el país y se había convertido en una de las marcas más elegidas. Sisterna fue presidente de la firma entre 1966 y 1990, dando paso a una etapa donde los hijos y nietos de los fundadores llevaron las riendas de los negocios. "Entre el 90 y el 98 estuvimos manejando la empresa con uno de los hijos de Sbaraglini y dos de los nietos de Elíades, y decidimos introducir las cafeterías", dice el profesor universitario, Doctor en Física, y pianista profesional, en alusión a la tendencia que marcó uno de los cambios más significativos de la marca, de la cual se desprendieron cuando la adquirió una multinacional.

Al concretarse la venta, Pablo y "Azu", como llamaban a su madre, comenzaron a buscar un lugar donde construir un museo para la colección de caracoles y sacarlos de la galería céntrica donde se exhibían entremezclados en un local de venta de ropa deportiva. Así visitaron una casona declarada patrimonio histórico, en la avenida Colón y Viamonte, que los convenció enseguida. Había unas canchas de paddle donde se erigió la mole que sería un museo imponente, una rara avis, ya que casi no existen en el planeta museos de esta temática.  Pensaron el edificio dividido en pisos que muestren distintos ecosistemas rodeados por acuarios de agua dulce y salada. Decidieron llamarlo "Museo del mar", el nombre que pasaría a la historia. 

El recordado ingreso al Museo del mar, rodeado de uno de sus estanques - Foto: Pablo Sisterna

Nadie que haya visitado el museo pudo olvidarlo: allí se desplegaron los miles de moluscos en círculos concéntricos con un agujero central que comunicaba todos los niveles, entre cines, bibliotecas, salas de conferencias, y una cafetería con un puñado de computadoras donde muchos recuerdan que usaron internet por primera vez. 

Funcionó entre el 2000 y 2012, y, llegó a su fin cuando Pablo estuvo acorralado de deudas, en un proceso de lenta maduración y resignación personal. "Nunca fue algo rentable realmente, no hubo un año que dejara de perder y era un ritmo de pérdida muy grande", sostiene, al inferir que "no me estaba haciendo bien ese tema y ya había pedido ayuda a muchas entidades, en particular a la Municipalidad (de General Pueyrredon) y al Gobierno provincial, a los cuales les solicité apoyos económicos o exenciones impositivas que nunca obtuve". "Unos pocos años conseguí una reducción de un impuesto municipal a cambio de organizar visitas de colegios, a los cuales siempre invité y fui de manera altruista, y sigo yendo", agrega. 

Cada detalle estaba pensado con determinación. Por ejemplo, en los estanques de agua salada, "de muy difícil mantenimiento", solo había peces que estaban a un máximo de 30 kilómetros de las costas de Mar del Plata, como una muestra de la fauna autóctona. Al alcance de la mano. Sin restricciones para los niños. 

"Mi mamá sentía muchísimo orgullo cada vez que entraba al museo y me pedía que le contara todas las novedades. Terminó convirtiéndose en un gran homenaje a mi papá y a los sueños que tuvo, los que concretó", valora, sobre las recorridas que realizó junto a ella hasta el 2004 cuando falleció.Y en referencia a las miles de historias familiares que atesoran sus objetos preferidos.

Los caracoles fueron guardados cuidadosamente en cajas rotuladas y en un 90% fueron remitidos a un depósito donde permanecen hasta hoy, a la espera de que haya una propuesta para que vuelvan a ver la luz. "Si alguna entidad me hiciera una propuesta para volver a exhibirlo sin dudas la escucharía. Eso no se ha dado así que están guardados", aclara el heredero. 

En una nota que publicó recientemente este medio, el Chat GPT3 recomendó al Museo del mar entre los mejores diez planes para hacer un fin de semana en Mar del Plata, pese a que no está operativo desde hace once años. No solo es una falla tecnológica, sino que todavía llegan consultas al Facebook del museo donde siguen preguntando por los horarios o cuáles son las opciones para las vacaciones de invierno o la temporada alta. 

Un año después del cierre se inauguró el Museo de Arte Contemporáneo (MAR), en la zona norte, donde todavía se sigue prestando a confusiones, en un parecido curioso. "Tengo registrado el nombre pero no quise iniciar acciones legales porque no soy una persona beligerante", advierte el exdirector del museo, todavía asombrado. 

Por otra parte, en las instalaciones del museo, se instalaron oficinas de Globant, donde algunos representantes de la compañía pidieron conservar las vitrinas perimetrales con murales de caracoles. Allí se ven como una huella de la memoria viva de lo que fue una de las atracciones familiares inolvidables no solo para los marplatenses sino para turistas de todo el país y del exterior. 

Donde estuvo el Museo del mar ahora hay oficinas de Globant - Foto: Federico Bruno

Entre 100 y 200 de los caracoles también se integraron a la colección del Museo Municipal De Ciencias Naturales Lorenzo Scaglia y pueden verse en el segundo piso, junto a una muestra audiovisual con reseñas de Pablo Sisterna y diarios de viajes de su padre.También allí hay unos cuadros de una artista filipina que pertenecieron a su colección. 

"Hoy mi papá no podría haber juntado todos los caracoles que tuvo. Es otro mundo, se manejaba con una red de coleccionistas por correo postal, no existía el mail, no había leyes que protegen todo lo que hay en una playa. Hizo de su vida una aventura. Me ofreció acompañarlo y yo no quise por cuestiones de estudio. pero después me arrepentí. Me hubiera gustado hacerlo", cierra el guardián de los caracoles que todavía esperan ver la luz para formar parte de una tercera muestra y que sea la definitiva. 

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