Experiencia MDZ

Cómo es tener hambre en Argentina

Una cosa es no comer por un rato, pero saber que habrá un plato caliente de alimentos al otro día. Hambre, en cambio, es otra cosa: la languidez en la boca y la desazón de no tener qué llevar a la mesa, con la vergüenza que eso genera. Las estrategias para reciclar comida de los residuos.

Pablo Icardi
Pablo Icardi sábado, 27 de mayo de 2023 · 10:25 hs
Cómo es tener hambre en Argentina
Sufrir hambre es mucho más que no comer por un rato, como explica Martín Caparrós en su libro. Foto: Efe.

No habíamos comido y, como de costumbre, las alacenas estaban de adorno. Un poco de polenta mágica y un cuarto de paquete de fideos. Agua y sal a disposición. Cena de emergencia construida con ignorancia culinaria: mezclar en la misma olla la polenta que se hace en un minuto, con los fideos que tardan 15. El resultado fue un pastiche pegajoso con los pedazos de pasta dura de punta. La cosa mejoró sólo un poco al día siguiente: pancitos con harina leudante y sal. La perilla del horno al máximo para acelerar la cocción. Fueron masacotes quemados por fuera, crudos por dentro, pero suficientes para acompañar un mate con yerba secada al sol. Para apagar el deseo de comer, no hay nada feo a los 19 años y sin nadie a cargo allá, en 1997 y con la Universidad Nacional de Cuyo como trampolín. Eso no es hambre, sino una especie de aventura posadolescente de alguien que estudia y sabe que en pocos días sí tendrá una comida caliente en su mesa, o en la del comedor universitario, o en la de un amigo. Un “hambre casi lúdico” para contar, años después, como anécdota en una cómoda sobremesa.

Hambre, en cambio, es sentir el aliento feo que produce la languidez por no comer nada sólido en días. No soportar el dolor de cabeza por la falta de nutrientes; tener la vista empañada y los pensamientos confusos. Hambre es, sobre todo, tener la pasiva desesperación de ver a tu familia en un letargo espantoso y esconderlo puertas afuera. Es que sí, el hambre en Argentina también avergüenza, se esconde porque no hay dolor más grande que sentirse impotente por no poder. Uno siempre quiere y cree poder. No llevar “el pan a la mesa” es de los peores dolores y afecta no solamente el sistema digestivo. Deprime, derrumba anímicamente. “No puedo llevar comida a la casa”, repite un hombre que deambula por la Quinta Sección de Ciudad desde hace dos años.

El periodista Martín Caparrós lo explica muy bien desde la introducción hasta el fin en su libro y se vive a diario. Pues en Argentina la inseguridad alimentaria, esa incertidumbre de no tener asegurado el pan creció un 44% y “el mayor deterioro se registra en los últimos cinco años”. “Se registra el peor momento de la serie en plena pandemia del 2020 llegando al 37,2%. Y los niveles de privación alimentaria afectan a un tercio de la población de niños y adolescentes”. Es decir, un tercio de los niños del país no tiene asegurada la comida diaria. Al menos un 12% de los adultos reconocen que sus hijos han pasado hambre. Allí está escondida la intangible realidad de los que pasan hambre y no lo reconocen porque sienten dañada su dignidad.

Comer desde la basura

La noche tiene otro ritmo, pero la ciudad no duerme. Los restaurantes en Mendoza cierran la concina temprano. A las 00 no se puede pedir nada más. Las hornallas se apagan, las planchas se limpian y la comida se transforma en basura. No para todos. Los trabajadores de las casas de comida y los recolectores están coordinados en la mayoría de los casos. La intención es que lo que es desperdicio, no quede mucho tiempo en la calle. Pues no va a ocurrir.

Hay personas que esperan para que, en un pequeño quiebre de esa logística, haya una ventana para acceder a los alimentos que sobraron. Las casas de hamburguesas son las más buscadas porque en las bolsas hay menos mescla y sabores más homogéneos. Hamburguesas a medio comer, las menos, muchas enteras pero frías. Un hombre accede a hablar, saca de la bolsa y ofrece. Aceptar el convite es una muestra de confianza. Un mordisco cada uno y una charla rápida para llegar a otro local. En general, explica, no se comen “así”, de la bolsa.

La comida que se tira en los restaurantes es reciclada por muchas familias. Las hamburguesas, por ejemplo, se vuelven a moler para transformarlas en albóndigas; se rebozan como milanesas chiquitas o se reciclan en estofados. Lo mismo las carnes de sobra: hervidas para puchero, en salsa para tuco. “Todo se usa. Lo olés para ver que esté bien, pero en general no pasa nada”, asegura el hombre. No todo es así, pues al recorrer calle Arístides, por ejemplo, en los contenedores de algunos locales se siente el olor a descomposición y allí también hay personas que buscan alimentos.  

Las verdulerías de Mendoza también se adaptan a la crisis. Las sobras, los requechos de verduras picadas o pasadas para la venta, se acumulan en cajones. Algunos irán para alimentos de chanchos en el pedemonte. Otros, para las familias que recorren las calles para paliar el hambre que crece y que obliga a tener estrategias de supervivencia agudas. Los datos sirven, pero también esconden realidades. Un tercio de los niños del país y la región tienen problemas alimentarios. Pero en las zonas de menores recursos económicos los problemas son más agudos. “Un niño/a en el 25% más pobre registraba 17 veces más chances de estar en una situación de privación alimentaria por problemas económicos que un par en el 25% superior”, indica el informe de la UCA.

Muchos niños dependen de escuelas y comedores para alimentarse. 

Las escuelas de Mendoza también lo viven a diario. Primero hay que poder comer, luego enseñar. Los testimonios de las directoras y las maestras abundan: hay más hambre, menos posibilidades de aprender y mucho menos de exigir. Niños con baja talla y obesidad por mala nutrición, también es un diagnóstico repetido en centros de salud y sitios especializados como CONIN. En el país uno de cada 5 niños que viven en hogares pobres (económicamente) tiene talla baja; pero el problema resalta con el sobrepeso y la obesidad por comer mal. Y comer mal no es intencional, sino por lo que se puede comprar. Ese problema se agudizará. La inflación del 100% anual es aún peor para quienes tienen pocos ingresos. La inflación de los pobres es superior porque esas familias destinan una proporción mucho mayor de sus ingresos a alimentos y los alimentos son los que más suben. Carnes, proteínas, lácteos. Todo fuera del alcance. Pan, fideos, guisos espesos y pesados en peso, pero livianos en nutrientes son las comidas redundantes. Más aún el ayuno: en Mendoza la cena dejó de existir en muchos hogares. “Con un tecito los mandamos a la cama”, recordaba Myriam, una trabajadora a la que no le alcanza para las 4 comidas al día y sí, pasa hambre. 

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