10 años de pontificado

Diez años de Francisco: reforma, continuidad y apertura

Este lunes 13 de marzo se cumplen diez años de la elección del papa Francisco. Una cifra redonda que está mereciendo la atención de muchos. Se hacen balances, proyecciones e interpretaciones. Sergio Buenanueva, obispo de San Francisco, Córdoba, reflexiona sobre estos años de Francisco en Roma.

Sergio Buenanueva lunes, 13 de marzo de 2023 · 08:00 hs
Diez años de Francisco: reforma, continuidad y apertura
13 de marzo de 2013 el cardenal Jorge Bergoglio se convertía en el papa Francisco. Foto>: Enrique Cangas.

Él mismo ha concedido varias entrevistas. Sin embargo, pienso que no es suficiente espacio de tiempo para captar el real impacto de esta opción del cónclave de 2013. Para la organización global que es la Iglesia católica, esta opción representa, a la
vez, una reforma y una apertura de enormes (e incalculables) consecuencias. Como muchos han señalado, el Concilio Vaticano II fue todavía un acontecimiento eclesial determinado por la experiencia teológica y pastoral de las grandes Iglesias católicas
europeas, sobre todo de Alemania y Francia. Un concilio eurocéntrico. De todos modos, en el diseño teológico de este evento que marca el camino de la Iglesia, la apertura a la inmensa amplitud católica de la Iglesia ha sido un paso adelante que es ya irreversible.

Solo un dato: en el Concilio participaron poco más de dos mil obispos. Sesenta años después, esa cifra supera los cinco mil. La Iglesia católica está realmente adquiriendo un rostro mucho más diverso, global y multicultural que nunca en su bimilenaria historia, al ritmo que el intercambio, la comunicación y, sobre todo, la autoconciencia de las Iglesias en los diversos continentes se vuelve cada día más clara y firme. Es lo que le ha ocurrido a la Iglesia en América Latina. De Iglesia receptora de misioneros, teologías, praxis pastorales, litúrgicas y catequísticas, la de nuestro inmenso continente se ha convertido -como muchos señalan- en una “Iglesia fuente” que ha sido capaz de empezar a ofrecer al mundo católico los frutos de su experiencia original de fe y de misión.

El fruto maduro de este proceso ha sido que uno de sus pastores se sienta hoy en la sede de Pedro, en la ciudad de Roma.
Precisemos la mirada: Bergoglio no llegó solo ni por casualidad a ser papa. Con él llegó al centro de la catolicidad la experiencia de las Iglesias de América Latina y el Caribe, sobre todo, madurada en la Asamblea de Aparecida, de cuyo documento final, el cardenal de Buenos Aires fue redactor (en realidad, coordinó con maestría la redacción final). Aparecida es culminación de un proceso teológico pastoral que recoge la vida y, sobre todo, el fuerte impulso misionero que hoy representa la vitalidad de la Iglesia en este continente.

Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona.

Y, dando una vuelta de tuerca más, la experiencia de fe y misión que los cardenales latinoamericanos llevaron consigo a al cónclave de 2013 se concentra en estas palabras del documento de Aparecida que expresan muy bien el núcleo del pastoreo de Francisco: “Conocer a Jesús es el mejor regalo que puede recibir cualquier persona; haberlo encontrado nosotros es lo mejor que nos ha ocurrido en la vida, y darlo a conocer con nuestra palabra y obras es nuestro gozo” (DA 29). La misión de la Iglesia en este mundo que se ha abierto con el siglo XXI, más que en la determinación de normas, dogmas o leyes, pasa por la transmisión de esa experiencia viva de fe.

En términos técnicos, es el “kerigma”, el anuncio fundamental que da origen a la experiencia cristiana. Todo en el papa Francisco gira en torno a este núcleo unificante e inspirador. Aquí se da, a mi juicio, tanto la reforma como la continuidad y la apertura de la que antes hablaba. Reforma, porque, sin lugar a duda, un obispo venido del profundo sur, que ha pastoreado una megalópolis del tercer mundo, y que ha madurado su fe y su misión episcopal en semejante contexto cultural no tiene la misma visión que un obispo europeo puesto en la misma situación, como lo fueron Karol Wojtyla o Joseph Ratzinger. La discontinuidad de personalidades, estilos, acentos y criterios pastorales es demasiado evidente como para negarlo en aras de una etérea unidad eclesial.

Basta examinar cualquiera de los temas, tanto los más ordinarios y anodinos (los zapatos del papa, por ejemplo) como los más urgentes y decisivos, que hoy están presentes en la agenda eclesial: el cuidado del ambiente, la crisis antropológica (teorías del gender y transhumanismo, por ejemplo) y, sobre todo, el rol de la fe en la cultura y la sociedad. Pero se trata de una apertura estimulante hacia el futuro también global de la Iglesia. Y esta apertura es posible porque, no obstante toda la disrupción que significa el papado de Bergoglio respecto de los pontífices anteriores, la continuidad sigue siendo el sustento de fondo de todo esto. Es la misma Iglesia católica, su misma e idéntica fe, su mismo modo típico y genuinamente católico de asimilar la propuesta de vida que nace del Evangelio, de enfrentar los desafíos del tiempo y de buscar soluciones reales a los problemas que la afligen.

El Papa y el Obispo en Roma.

Pienso que, desde esta perspectiva, hay que enfocar el duro enfrentamiento que hoy se da dentro de la Iglesia entre las corrientes más conservadoras o tradicionalistas y las liberales y progresistas. Es una tensión que nunca ha dejado realmente de atravesar el
cuerpo eclesial, pero que, en tiempos especialmente difíciles como el nuestro, emergen nuevamente, como expresión de los dos pulmones con que respira la Iglesia: la fidelidad a la fe recibida (la Tradición viva del Evangelio) y la apertura creativa al futuro (la Profecía como acción del Espíritu). La tensión es real y, por momentos, parece acercarnos al abismo. Es cierto que Francisco, a diferencia de Juan Pablo II y, sobre todo, Benedicto XVI, muestra hoy una mayor inclinación a favorecer la apertura profética que a concesiones al mundo tradicional. Hay algo de “ley del péndulo” que también atraviesa toda la historia eclesial. Pero no hay que
perder la paz.

La vitalidad de la Iglesia católica, su capacidad de apertura y adaptación, su habilidad para insertarse en los grandes movimientos de la historia sigue ahí, intacta y estimulante. Solo necesita la paciencia del que sabe respirar con el ritmo de los tiempos del Espíritu. De todas las palabras e imágenes que pueden ayudarnos a entrever el significado de estos diez años de vértigo que significan el pontificado de Francisco, elijo una imagen y una palabra. La imagen es aquella que pudimos ver por nuestras pantallas el pasado 27 de marzo de 2020: el mundo en pandemia, la plaza de San Pedro vacía bajo el cielo encapotado de Roma y un anciano papa que, con dificultad para caminar, se dirigía solitario y pensativo hacia el sitio desde donde iba a dirigir aquel encuentro extraordinario de oración que entonces tuvo lugar.

Escuchó con nosotros el evangelio de la tempestad calmada y lo comentó con sabrosa sabiduría espiritual. Dicen que, en la cumbre de su poder, Stalin preguntó cuántas divisiones armadas tenía el papa. Tanto como para indicar que el poder, según su mente, se mide por la fuerza militar. En la imagen que comento, aparece con clara nitidez el verdadero poder que detenta el obispo de Roma, su misión para la Iglesia y el mundo. Es el poder desnudo de Cristo crucificado que se expresa en la oración, la humilde proclamación del Evangelio y la invitación a sumar fuerzas para navegar juntos en medio de la tempestad. Al menos por un
instante, esa revelación iluminó nuestras pantallas.

Sergio Buenanueva, Obispo de San Francisco, Córdoba.

La palabra que elijo para intentar un resumen del pontificado de Francisco, de entre todas las que en abundancia podrían cumplir ese cometido, es la palabra compuesta: “misericordia-compasión”. Sea por su experiencia personal como hombre y creyente, sea
por lo que ha vivido y aprendido como sacerdote y obispo, Jorge Bergoglio ha vuelto a poner en el centro de la vida y misión de la Iglesia la parábola del buen Samaritano. De hecho, es el texto evangélico que sirve de eje para su última encíclica, Fratelli tutti. En un mundo en guerra, en el que se multiplican los heridos, cuando la política parece privilegiar el conflicto, la aceleración de las polarizaciones y la renuncia al diálogo, la Iglesia -al decir del papa- ha de rehacer su figura histórica como la Iglesia samaritana de la compasión, de la misericordia y del servicio, atenta a levantar del camino a todos los heridos por la vida.

Una Iglesia de la compasión es inevitablemente una Iglesia misionera, que sale por los caminos (a “callejear”, según el particular idioma porteño del papa) a buscar, a escuchar y a tender la mano. En la preparación del próximo Sínodo sobre la sinodalidad, hoy se está dando en la Iglesia una viva discusión sobre lo que algunos llaman: el paradigma de la “inclusión radical”. Francisco insiste: la Iglesia de Jesús está abierta a todos, ha de buscar, acompañar e integrar a todos, especialmente a los más alejados y a los descartados. El mandato evangélico en este sentido es incontrovertible: el Evangelio es palabra de salvación para todos. Sin embargo, el real alcance de esta apertura es una búsqueda que hoy nos está haciendo fatigar, también a quienes queremos ser sujetos activos de la misión de la Iglesia en el mundo que nos toca sin renunciar ni a una “i” ni a una “coma” de la rica tradición del
humanismo cristiano.

Una palabra sobre el modo como los argentinos vemos y valoramos que uno de nosotros esté hoy sentado en la cátedra de Pedro como obispo de Roma y papa. Si, como señalé al empezar, es difícil dimensionar el alcance de su elección, esta dificultad tiene contornos especiales entre nosotros. Como acaba de decirle Francisco a Elisabetta Piqué en la entrevista para La Nación: “Los argentinos no somos el premio Nobel de la simplicidad”. Y él mismo se incluye en esa caracterización.  Personalmente pienso que, a pesar de las esperanzas que el mismo papa alienta, es muy difícil que se dé un viaje suyo a su país natal, a la Iglesia madre de su fe y de su ministerio pastoral. El clima entorno a su figura está tan enrarecido que no veo en el horizonte inmediato esa posibilidad. Espero sinceramente equivocarme. Porque ese reencuentro sería muy fecundo para todos, tanto para los católicos como para nuestra sociedad tan vapuleada.

Celebracion de los 10 años.

Es una lástima. Verdaderamente. No sé si esa pasión autodestructiva que tenemos los argentinos que nos hace ser tan suspicaces con nosotros mismos también ahora nos está jugando una mala pasada. Solo resta esperar que, al paso del tiempo, las pasiones se atemperen, la mirada se vuelva más clara y la percepción de los hechos más serena. Tal vez entonces podremos comprender mejor lo que dice de nosotros mismos que un argentino haya sido llamado a cumplir la misión de obispo de Roma, con la proyección global que eso le da, tanto hacia el interior de la Iglesia católica como hacia el mundo y sus desafíos.

Porque Francisco es, a pesar de muchas miradas interesadamente negativas que surgen de estas latitudes, un inmenso líder religioso y espiritual. Así es visto y reconocido. Ahí están sus gestos, sus palabras y sus grandes documentos. A ellos nos remitimos los que, como él y con él, formamos parte del “santo pueblo fiel de Dios” que es la Iglesia católica. En ellos encontramos inspiración para vivir nuestra fe y el servicio al bien común que brota del Evangelio. Y a los creyentes se unen tantas personas que, sin compartir nuestra misma fe, saben ver en profundidad lo que este “hombre de blanco” realmente significa para la humanidad.

Volviendo a aquel 13 de marzo de 2013, repasando en el corazón estos diez años de servicio como papa, solo me queda dar gracias a Dios y preguntarme en conciencia, como hombre, creyente y obispo, y sin ceder un ápice a un indebido culto a la persona, qué desafíos supone para mí el magisterio viviente del papa Francisco.

* Sergio Osvaldo Buenanueva, obispo de San Francisco (Córdoba).

Archivado en