Cristina, Alberto y el poder de la interdependencia

Hace poco más de 2 semanas se hablaba de cómo Cristina Fernández de Kirchner había decidido finalmente quitar el velo sobre quién tenía el poder en la coalición gobernante, había logrado finalmente volver a alinear a la tropa y terminado de vaciar a Alberto Fernández de sus apoyos y de cómo -en un hito necesario de ese camino- pedía la cabeza del ministro de Economía, Martín Guzmán, mientras criticaba abiertamente su política económica.
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Y, si bien en Argentina las semanas deben computarse como los años de los perros (mientras escribo esto leo que Cristina Fernández apunta sus cañones contra la Corte), al día de hoy hay una ministra de Economía que parece seguir el mismo camino de su antecesor, pero los reproches y recriminaciones cesaron y el pedido para que Alberto Fernández “agarre la lapicera” parece haberse silenciado.
¿Qué pasó? ¿Alberto Fernández ganó más poder? En un sentido no, y en otro sentido sí. Cuando pensamos en el poder que detenta Alberto Fernández, ciertamente ya no pensamos en el que le viene por el cargo. De alguna manera, esa capacidad de definir, de tener la capacidad de firmar cosas (de nuevo, la lapicera) parece haberse esfumado. Él mismo no parece convencido de su capacidad para alterar el estado de cosas. Tampoco parece tener muchas alternativas para acordar con Cristina Kirchner: la puerta hacia formar coaliciones con otros por fuera del Frente de Todos (después de los bofetazos pandémicos a Larreta cortó un puente que le hubiese resultado sumamente útil; con la demonización de Macri quemó otro puente distinto) o dentro del Frente de Todos (ministros como Katopodis, Zabaleta o el mismo Manzur parecen no responderle y Julián Domínguez parece verse necesitado aun de contradecirlo para poder hacer su trabajo). O sea, no parece tener más poder.
¿Y entonces? Para mapear el poder en una negociación determinada, sirve analizar las alternativas de las partes, es decir, lo que pasaría para cada parte si no cerraran un acuerdo (o lo que podrían hacer sin necesidad del otro). Y aquí es donde encontramos una rareza. Dijimos que Alberto no tenía muchas alternativas: si no acuerda con Cristina es muy poco lo que puede hacer por su cuenta. No tiene las palancas en el Congreso para llevar adelante la dirección que él quiera proponer (si esa dirección efectivamente existe) y puede quedar permanentemente desautorizado, en un espiral de pérdida de credibilidad destinado a la intrascendencia. O sea, tiene una gran dependencia de Cristina Kirchner para permanecer en la escena. Bien, es posible. Pero ¿Y Cristina?
La pregunta que quizás no nos estábamos haciendo es qué dependencia tiene Fernández de Fernández. No, así no, al revés. Cristina de Alberto. Y recién la hicimos cuando renunció Guzmán y la posibilidad de que los involucrados rompan el contrato conyugal se hizo visible: si hay algo que Fernández podría hacer por su cuenta es irse. El Gobierno le quedaría a Cristina, en un escenario de pocos recursos, muchas necesidades y todos caminos malos. Con el título de golpista a cuestas; el campo abierto (perdón, una mala elección de palabras) para una aplicar la propia solución, que ahora debería rendir examen frente a la realidad; con la perspectiva de no llegar al 2023 sufriendo esta gestión “en disidencia” sino a cargo…
Un experto en la evaluación de conflictos, William Zartman, dice que en cierto tipo de conflictos que son muy profundos, para llegar a una solución conjunta no siempre el conflicto puede reencausarse en una modalidad de resolución conjunta de problemas, en la que las partes despersonalizan la situación para atender a sus intereses de fondo (el enfoque clásico en la teoría sobre negociación de la escuela de Harvard), sino a veces lo contrario, escalar todavía más hasta llegar a un momento de madurez.
¿Qué características tiene un conflicto maduro? Tres. En primer lugar, el haber llegado a un punto muerto que sea dañino para ambos, donde ambas partes tienen la capacidad de anularse (deadlock) y a la vez haya conciencia de un desastre inminente (deadline) por no acordar. Por lo que describimos (pero sobre todo por lo que vivimos), creo que nuestro oficialismo ha alcanzado este punto, lo que –en medio del desastre- parece prometedor. Y aquí es donde Alberto Fernández parece haber recuperado una cuota de poder.
No tan prometedoras son las otras dos características: para poder atravesar el conflicto y no quedar empantanados en él, las partes deben percibir que hay una salida, una oportunidad para ambos. ¿Cuál es esa salida en este contexto? Todavía no parece verse con claridad. Los caminos parecen bifurcarse entre salvar la gestión o los votos. Ojalá logren encontrar esa visión de éxito. Y ojalá nos incluya al resto de los argentinos.
La tercera es al mismo tiempo la más posible y la más difícil: se necesita que haya en ambas partes líderes o voceros válidos. Es decir, podría seguir esta dinámica de pareja divorciada si hubiese alguien de cada parte que las partes sientan que los representa y el otro que son interlocutores válidos. Ni hablar de lo positivo que sería que entre ellos se validasen, pero “a falta de pan buenas son las tortas”. Aquí no hay pan, ni tortas. Si cada parte considera que la otra parte busca dañarlo, o que es en sí misma el problema, cualquier concesión es un atentado contra uno mismo, y uno puede incluso perder de vista los propios intereses con tal de dañar al otro. Encontrar palomas en un nido de halcones es un buen desafío para ambos.
Lo positivo es que Zartman ofrece al mismo tiempo una radiografía y un mapa; un cuadro de situación y una escena deseada. Ojalá la situación tremenda y conflictiva en la que nos encontramos de paso a un camino de solución, aunque sea más apoyado en el espanto que en el amor.
* Pablo Benegas es filósofo, profesor de postgrado en la Universidad Torcuato Di Tella y consultor en Ingouville, Nelson & Asociados.