Un argentino en África

Navidad es cada día

Nahuel Miranda Leguizamón fue misionero en África, más precisamente en Malawi, uno de los rincones más pobres del continente. Allí vivió un sinfín de experiencias, entre ellas, algunas a las que define como milagros navideños, momentos en los que Dios se hizo especialmente presente.

Nahuel Miranda Leguizamón sábado, 25 de diciembre de 2021 · 08:59 hs
Navidad es cada día
Un taxi se convirtió en una ambulancia improvisada y así se salvó la vida de un hombre

En la Navidad los cristianos recordamos el gran milagro de amor por parte de Dios al hacerse hombre, es decir frágil como nosotros, vulnerable a la realidad humana. De esa forma, desde su natividad, habita en en lo profundo de nuestro espíritu tomando diariamente ropaje de carne en cada uno de nosotros dándonos la oportunidad de volver amarle, de volver adorarle como los pastores de Belén siendo un niño en ese olvidado retablo en cada uno de nuestros hermanos. 

La Navidad actualmente solo es vista desde una aspecto consumista, comercial cuando no deja de ser una fiesta religiosa que nos invita a reflexionar a ver ese Cristo que nace todo los días y aparece en nuestras vidas de maneras inesperadas, impensadas que en la vorágine de la cotidianeidad muchas veces ignoramos.

Luego de casi 7 meses como misionero católico en el África oriental, en la republica de Malawi, en el norte del país en la diócesis católica de Karonga a muy pocos kilómetros de la frontera con Zambia pude experimentar de manera muy cruda esta "navidad cotidiana" este Jesús disfrazado de pobre me puso a prueba un centenar de veces

Como consagrado, enfermero clínico, director coral y docente en mis apostolados propios por mis profesiones me debí enteramente a la atención integral de mis hermanos más necesitados que no solo de oración y misa diaria vivían, un montón de carencias de todo tipo estaban allí presentes.

Bosco, enfermo y desesperado se convirtió en protagonista de un milagro: le salvaron la vida, pero -lo más importante- le devolvieron la esperanza

Eran, literalmente, guardias de 24 horas los 7 días de la semana, en las que no importaba la hora o lo que estuviera haciendo. Por deberme a la atención de mis hermanos dejé de asistir hasta a los momentos de oración común con los miembros de mi comunidad, durmiendo cómo podía, interrumpiendo ensayos corales, clases de música o mis propios momentos de higiene o dispersión. Más de una vez sentí el deseo de quedarme en mi habitación a descansar y no ver más nadie por unas horas, pero recordaba palabras de nuestro señor en las escrituras "lo que le habéis hecho al más pequeños de estos, a mí me lo hicisteis", tomaba coraje, poniendo mi mejor ánimo, voluntad y salía  a atender a quien fuere. 

Cuando el azúcar nos juega un amargo momento

Un día, luego de haber empezado mi jornada médica atendiendo una familia enferma a las 3 de la mañana, para ir después a visitar a un paciente con malaria a la 5, dormir unas pocas horas antes del desayuno, salir con la camioneta a un camino remoto para atender a un anciano ciego que necesitaba atención inmediata, finalmente, llegué a la base misional. Pude tomar un baño y estar en silencio semi dormitando un rato antes de ir a ensayar con el coro, ensayos de tres horas, interminables para preparar la visita pastoral del nuncio apostólico de Zambia y Malawi.

Comencé el ensayo enseñándoles nuevas obras y en medio del ensayo me interrumpió uno de los catequistas de la subparroquia de manera insistente. Me pidió que fuera urgentemente a ver a una persona que se sentía mal. Fue una extraña situación ya que nunca interrumpían mis ensayos.

Rápidamente fui a mi habitación, tomé mi maletín de primeros auxilios y salí hacia la arboleda aledaña al templo donde había un grupo de gente reunida en círculo y, fuera de este, un hombre colapsado pidiendo ayuda en su lengua el Chinyika. Era muy difícil entender lo que sucedía o preguntarle al paciente qué sentía, básicamente poder comunicarme para asistirle. 

Entre las personas presentes me comentaron que era Bosco, el hijo del hombre ciego al que había atendido esa mañana y llegué a entender que era diabético. Ante esa pequeña referencia, viendo sus signos y cómo avanzaba la sintomatología podía imaginarme con qué diagnóstico me encontraba. Con mis casi 140 kilos fui corriendo a la clínica que está a unos metros a pedirl inmediatamente un glucómetro que es un aparato muy simple para medir los niveles de azúcar en sangre, algo que la mayoría de las personas con diabetes poseen para chequear sus niveles de azúcar en sangre y aplicarse o no la insulina correspondiente según sus niveles. Imagínense en el medio de África, con suerte ese intento de clínica tenía uno. 

Les pedí ayuda al personal de la clínica, que casi no tiene formación profesional sanitaria, para buscar al paciente comentándoles lo que había observado y esperando su ayuda profesional como muchas veces le brindé a ellos y a su institución cuando no sabían abordar diferentes situaciones o patologías por qué no tenían los conocimientos, poniendo no solo mi saber sino también mis elementos de trabajo ya que no tienen muchas cosas.

Me respondieron que el paciente tenía que ir por sus propios medios a la clínica y que no poseían un glucómetro, lo cual me parecía una desconsideración por qué estaba la vida de un hermano en juego y en grave peligro. Enfurecido por la situación me fui a donde estaba el paciente. Conté a la comunidad lo sucedido y pedí ayuda para trasladarlo. Varios miembros de la comunidad fueron enojados a reclamar a la clínica por la ayuda, que básicamente era prestar el glucómetro para chequear los valores y tener un panorama más claro.

Entonces sí, un miembro de la clínica vino con el glucómetro y tomó la muestra. Se trataba de una cetoacidosis diabética, una gran presencia de azúcar en la sangre, niveles desorbitantes en este paciente. Con ayuda de uno de lo empleados de la clínica lo trasladamos a allí. No tenían ni lo esencial para atenderlo. Le colocaron dos vías para hidratarlo y llamaron a un taxi que se convirtió en una improvisada ambulancia que nos trasladó en tiempo récord al hospital más cercano.

Así llegamos al hospital católico de Kaseye, regentado por las Hermanas del Santo Rosario, una congregación de origen malauí. 
Para llegar al nosocomio hay que atravesar unos caminos deplorables de tierra que ni siquiera están señalizados. Habitualmente el viaje toma unas dos horas. Pero el chofer tomó caminos impensados y fue toda velocidad, nunca en mi vida fui tan fuerte en un auto. Nos arriesgamos para salvarle la vida. 

¡Al fin en el hospital!

Finalmente llegamos. En el camino habíamos logrado estabilizarlo y rápidamente en el establecimiento aplicaron los métodos necesarios para sacarlo del peligro que corría. Estuvo casi una semana internado y bajo un régimen estricto de alimentación, controles y estudios. Un paciente masculino de 52 años, con diabetes tipo 2, con signos de desnutrición severa y depresión profunda. 

Al enterarse de su patología, Bosco no podía seguir trabajando ya que los trabajos en la región de Chisenga para un hombre son muy duros. Esto fue un golpe muy bajo para su familia y trajo más carencias ya que no contaban con otra fuente de ingresos. Su esposa, cansada de ese tipo de vida se fue con sus hijos a trabajar al mercado en Zambia, un país vecino, y eso resultó ser un golpe muy bajo para él. Lo había perdido todo. Lo angustiaba que su esposa pudiera casarse con otro hombre y la posibilidad de no volver a ver a sus hijos. Todo esto, sumado a la extrema pobreza y la falta de oportunidades, llevó al límite a este desesperado hombre. Bosco sólo deseaba trabajar, poder mantener su familia y tener lo necesario para llevar su enfermedad pero la vida le había jugado una mala pasada. 

A los dos días de que él quedara internado tuve que volver al hospital con otra urgencia. Esta vez, una picadura de serpiente a una niña de 8 años. Pasé a visitarlo, estaba acompañado por su hermano y su cuñada. Al escuchar mi voz se despertó, saltó de la cama y se tiró a mi pies llorando de agradecimiento porque había salvado su vida. No supe qué hacer, por mi profesión no estoy acostumbrado a recibir más que un "gracias" de los pacientes, y luego la vida sigue. Es parte de mi trabajo.

Pero esto fue distinto. Lo hice porque en Bosco vi a Cristo y ¿cómo no voy hacer lo que hice si ese era mi Dios "disfrazado" de hombre? No necesitaba ni un gracias: hice lo que correspondía. Puse los medios con ayuda de mi comunidad y Dios se encargó, solo fui un instrumento para hacer su voluntad. Para mi era un honor asistir a ese Cristo sufriente. Pero para ese hombre que lo había perdido todo yo era ese Cristo que lo salvó, fui ese instrumento del que se valió Dios para no abandonar a uno de sus hijos

En ese momento comprendí lo que escribía al comienzo de estas líneas. Navidad es Jesús que se viste con ropaje humano, Jesús víctima de la Cruz y Jesús, Dios que hecho hombre viene a salvarnos. Que somos pequeños habitáculos de él, donde todos los días nos pone a prueba, pone a prueba nuestro amor y que nunca se olvida de nosotros. La caridad no es sólo darle lo que necesita al que no tiene sino es el el amor de Dios en acción donde vos y yo podemos hacer presente a Dios con nuestras acciones. Dios nos "usa" para demostrarnos su amor, se vale de nuestras voluntades, de cada uno de nosotros imperfectos para darnos su amor. 

Que en este día de Navidad podamos ver en el otro a ese Cristo sin importar su origen, religión o ideologías. Dios es amor y depende de nosotros llevar ese milagro de amor a cada uno de los que hacemos esta humana realidad.

* Nahuel Miranda Leguizamón es Misionero en Malawi.

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