La Máquina de la memoria

Ese asunto de la maternidad

Hay unanimidad: las madres son especiales y únicas. Pero diversas y con improntas propias. Un relato de experiencias universales y otras no tanto: ¿Madre hay una sola?

Martina Funes
Martina Funes domingo, 17 de octubre de 2021 · 07:20 hs
Ese asunto de la maternidad
Foto: Archivo MDZ

Por Martina Funes tinafunes@gmail.com

Estaba pensando qué representan para mí las madres: el gran tema, con mayúsculas, negritas y subrayado. Y si lo tuviese que resumir en una sola idea, la más importante -se puede discutir por supuesto-, es que son una red de seguridad para sus hijos.

Para reflexionar sobre la maternidad debo ser justa y remontarme en la historia familiar, a los primeros habitantes de mi Tribu. Cómo no empezar con mi abuela materna, que tuvo nueve hijos y veinte nietos. Ella es una de las referencias obligadas cuando medito sobre mis aciertos y desaciertos como madre y también como hija.

Siempre admiré su capacidad casi clarividente para conocer, e incluso adelantarse, a cada una de las preocupaciones y problemas de sus seis hijas mujeres y los tres varones. Conocía también los gustos y preferencias de todos ellos a la perfección. Parecía imposible manejar y administrar tanta información, estar tan atenta y tan al tanto de todos esos detalles, pero ella lo conseguía. Yo tampoco escapaba a su detector infalible de estados de ánimo. Fui su primera nieta y nunca fue muy buena en ocultar que yo era su debilidad. Ante cualquier tropiezo y dificultad yo no dudaba, sabía exactamente qué hacer; corría directamente a sus brazos.

Viví casi quince años en un departamento que se situaba debajo de su casa, y a su lado aprendí cómo revolver una mermelada y reconocer su punto exacto de cocción. Con la excusa de “ordenarlos” me dejó dar vuelta por completo el contenido de los cajones de su placard, donde curiosamente no había medias, remeras, o ropa interior, sino botones, juguetitos, monedas, alfileres o chocolates. Teníamos un código para que me salvara de las penitencias que mis padres me asignaban después de alguna pelea con mi hermano, o alguna de las clásicas travesuras que no los dejaban dormir la siesta. Cuando eso ocurría yo la llamaba desde la cocina de mi casa abajo y ella lo sentía por un tragaluz que se conectaba con su propia cocina, en la casa de arriba. Inmediatamente llamaba por teléfono para preguntar si yo estaba bien y “ordenaba” que me soltaran.

Era extraordinaria su sensibilidad para saber, en milésimas de segundos, con sólo una mirada de reojo, o cuando escuchaba una casi imperceptible inflexión en mi tono de voz, que algo andaba mal. Me consolaba con palabras, abrazos, besos y gomitas -que en su casa abundaban en cantidades industriales-. Me convencía de que necesitaba mi ayuda para resolver un problema insalvable, y en pocos minutos de distracción, lograba restituirme a un estado de bienestar y felicidad.

Mi madre -la tercera de sus hijas mujeres-, es una de las personas más confiables que conozco. Si de algo siempre estuve segura a su lado -y todavía lo estoy hoy- es de su entrega total e irrestricta a sus afectos. Recta y honesta; es una de esas personas que se quiebran pero no se doblan; incapaz de traicionar, o de decir una cosa y hacer otra. Así lo comprendí desde muy joven, cuando confundí esos valores y prioridades, y me llevé un reloj de juguete de un supermercado sin pagarlo. Se dio cuenta lo que había ocurrido al llegar a mi casa y, para mi sorpresa, no hubo retos, penitencias ni ningún castigo de los que yo esperaba. Sólo me miró decepcionada y me adelantó que no sólo lo devolvería, sino que también le iba a pedir perdón a la cajera: así lo hicimos, juntas, al día siguiente.

Pulcra, muy ordenada, y de una honestidad absoluta -de esas que no siempre agradecemos-; pero que los hijos necesitamos cada tanto. En la casa que compartíamos con ella mi padre, mi hermano y yo, sabíamos que las actividades diarias estaban perfectamente organizadas y estructuradas. Había instrucciones precisas y un método con el que se limpiaba, se cocinaba y se ejecutaba cada tarea. Vivíamos en estado de previsibilidad, donde cada cosa funcionaba como debía, donde los horarios se cumplían -y donde, a pesar de esos imprevistos y problemas a los que nadie escapa-, bajo su supervisión y organización, el ambiente que reinaba era de tranquilidad.

Ese orden también se aplicaba a estrictos horarios. Con mi hermano sabíamos que todos los días después de comer, a las nueve sin falta, vendría a nuestro cuarto a contarnos un cuento -aunque a veces nos cantaba una canción-. Luego arreglaba sábanas y frazadas, que alisaba y acuñaba con delicadeza, para asegurar nuestra comodidad y temperatura ideal. Al final se despedía con un beso y apagaba la luz. La tibieza de sus labios y ese perfume que usaba y flotaba en el ambiente y nos acunaba hasta que nos dormíamos.

Desde que tuve consciencia supe que mi mamá era capaz de arrastrarse por un campo minado con tres tiros en cada pierna para evitarme un dolor o una incomodidad. Tanto, que cuando me tocó la revisión médica indispensable para entrar a la escuela, y no quedaba otra que presentar ese certificado de salud psicofísica, ella se hizo pasar por mí en el Centro de Salud donde se tramitaban. Evitó que me sacaran sangre a mí y puso su brazo, porque yo les tenía miedo a las agujas. Comprendí desde muy chica que ella jamás me iba a dejar sufrir dolores o enfermedades en soledad. Salía corriendo a comprar remedios, a conseguir turnos médicos, y cualquier cosa necesaria para aliviarme y lo hacía, incluso, estando ella misma enferma.

Desde niña fue muy seria, un poco tímida y algo vergonzosa, características que le confieren un cierto halo de distancia -y que algún desprevenido podría confundir con antipatía-. Sin embargo mi madre es directa y cercana, de una bondad inusual: incapaz de imaginar siquiera venganzas o tropezones a gente que no actúa con ella como es esperable. 

De joven cultivó un refinado sentido de la estética y amor por el arte; estudió artes plásticas durante varios años y dedica parte de su tiempo libre a pintar cuadros. Su afición por los detalles, generosidad, y paciencia sin límites me salvaron de organizar una fiesta de casamiento que para mi hubiese sido imposible. Su trabajo previo -impecable- logró que la celebración de ese día fuese perfecta y feliz. Se dedicó exhaustivamente a la comida, a los invitados, la lista de regalos, las flores y una cantidad de minucias que para mí eran imposibles de controlar o preveer, y lo hizo todo con un amor sin límites, y muy poco tiempo de organización -le avisé con muchísima menos anticipación que la que le hubiese gustado-. 

Mi abuela y mi mamá me hicieron saber que mientras una madre está cerca, sus hijos pueden vivir la vida sabiendo que los riesgos que corren son menores, que los peligros se mitigan, que si se caen siempre va a haber una persona pendiente de sostenerlos y consolarlos. Esa red que contiene, que acompaña y que siempre, pase lo que pase, será incondicional.

Sé que estas características no son universales, que por diversos motivos pueden no aplicarse a todos los casos. De lo que no tengo dudas es que me gustaría que mi hija sepa que no hay nada que me importe más que su bienestar; quisiera ser capaz de transmitirle que aunque no siempre pensemos igual, haga lo que haga, eso jamás va a cambiar. Que tenga la certeza de que yo soy y seré, siempre, su red.

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