Prisión domiciliaria

Mujeres con pulsera electrónica: cuando el hogar es una cárcel

En Mendoza muchas detenidas cumplen la condena en sus casas. Frente a la vida en un penal, es sin duda una mejora. Pero en esas condiciones, estudiar, hacer compras o llevar a los hijos a la escuela se vuelve casi imposible. Ser mujer y presa: los detalles de un debate pendiente.

Facundo García
Facundo García miércoles, 4 de marzo de 2020 · 06:56 hs
Mujeres con pulsera electrónica: cuando el hogar es una cárcel
Domiciliaria Algunas mujeres viven rutinas que nadie conoce. Imagen: Fislem.org

"Si mi hijo menor, que tiene 10 años, sufre convulsiones, no puedo acompañarlo en la ambulancia. Tengo que llamar por teléfono y esperar a que un juez me autorice". Así resume su angustia Graciela (49), que -como dos de sus hijas- está con prisión domiciliaria tras una condena por homicidio. Y sí: las balas van rápido y los juicios más o menos, pero después de las sentencias hay familiares, temores y deseos que siguen reclamando atención. Esa es la cruda realidad de las mendocinas que viven sin poder salir de su casa.

"Si me duele una muela en la noche, tengo que aguantarme"

"Tenés problemas todo el tiempo, porque aunque la domiciliaria es una mejora, en cierto sentido tus hijos quedan sin derechos", se explaya Graciela. Hernán, el nene, va a la escuela cada día y nadie puede acompañarlo. Su mamá lo mira alejarse con el corazón en la boca. "Va en colectivo solito, de lunes a viernes. Yo recién me tranquilizo cuando lo veo entrar por esta puerta, ya de vuelta, a las seis de la tarde".

La salud es otro lío. Graciela padece de osteoporosis. Cada vez que quiere ir al médico, se enfrenta con un engorroso sistema de autorizaciones. Para no dar vueltas, lo que hace es pedir "prestados" los remedios a una vecina que tiene más o menos los mismos achaques. "Ella me pasa parte de sus medicamentos y a veces también me los va a comprar, porque si no el dolor se vuelve insoportable", se sincera.

—Y ni te cuento si una noche me duele una muela. Tengo que aguantar, porque necesito otro permiso para poder salir a una guardia odontológica. Ya sé, quizá cometí un gran error en mi vida y debo pagar. Pero no es justo este sufrimiento.

Sean pulseras o tobilleras, los reclamos son parecidos.

El peso de lo cotidiano

Cualquier fila para visitar presos en un penal deja en claro que el Estado encarcela a un sector específico de la sociedad. Se trata, en general, de pobres. De modo similar a lo que pasa en grandes franjas de la clase media y alta, en este grupo el rol femenino se asocia a lo doméstico, y aún con más fuerza: ir a hacer las compras, cuidar a los hijos y cocinar caen dentro de las actividades que la cultura machista adjudica a las mujeres. Al no cumplir con el mandato, las detenidas se vuelven parias en su propio hogar

—A veces tengo que cocinar solo con lo que encuentro en la alacena. No puedo ni ir al quiosco. ¡No tengo quién me vaya a comprar un pedazo de pan!— aprieta el puño Graciela.

Eso por no hablar de las veces en que se va a bañar y la pulsera suena por el contacto con el agua. O cuando se agota la batería y también salta la alarma. "Si me asomo a la calle empieza a pitar. No puedo alejarme ni un metro", relata la detenida.

Tres hijas, nueve nietos

Una de las hijas de Graciela tiene 24 años, también está con domiciliaria por homicidio y vive en Las Heras. Pero en vez de criar a un nene pequeño cría a tres. Antes le pagaba a una persona para que se los lleve a la escuela. Ahora, separada, sin trabajo y con la plata justa, no sabe cómo hacer. Sus dos hermanas, de 20 y 23 años, también tienen niños: tres más cada una. La de 20 está en El Borbollón, la otra cumple condena en su casa.

Son en total nueve nietos, con sus tres madres detenidas. Cuidar al piberío se vuelve cuesta arriba; bien lo sabe Graciela:

—Esta semana mi marido, el abuelo de los chicos, ha tenido que viajar todos los días desde Guaymallén a Las Heras para llevar a algunos al colegio. Ya no sabemos cómo aguantar.

Las cautivas

El camino fácil es pensar "y bueno, que paguen por lo que hicieron". Pero en el medio hay niños que no cometieron crimen alguno. Hay esposos, primos; familias enteras afectadas por la sombra menos visible de la Ley. Entre tanto, en Mendoza funcionan unas 400 pulseras que monitorean prisiones domiciliarias. Son otros tantos hogares que tienen que resolver la encrucijada de convivir con un ser humano en cautiverio.

Los reclamos de Graciela suenan simples. Como otras detenidas, ruega que se le otorgue una pulsera "laboral", que le permita encontrar trabajo o al menos acompañar a sus nietos hasta la puerta del colegio. "Todo el mundo sabe que hoy no alcanza con un sueldo para mantener la casa. Mi marido es jubilado, tiene cáncer de garganta. Que alguien me enseñe; que me explique ¿Qué puedo hacer?".

Desliza esa última frase y calla. De fondo se escucha el sonido de una telenovela turca. Graciela quedará donde está, frente a la tele. Como les ocurre a tantas otras, la cárcel es su propia casa.

* Los nombres de las mujeres mencionadas en esta nota han sido cambiados para preservar su identidad. Sin embargo, MDZ sigue el caso desde hace varios días.

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