#MDZLecturas-Verano 2020

La Sirena, de Florencia Etcheves

En el cierre de su novela 'Cornelia', Florencia Etcheves deja flotando la ilusión de que la protagonista ya no es una amenaza. Sin embargo, en 'La Sirena' (Planeta) hay quienes sienten lo contrario.

Redacción MDZ
Redacción MDZ sábado, 1 de febrero de 2020 · 14:17 hs
La Sirena, de Florencia Etcheves

Fragmento

 

1

Tenía sueño. Los ojos le ardían. El bostezo —el cuarto en la última hora— le salió con un aullido agudo, casi cómico. La calefacción del auto aletargaba sus movimientos. La apagó y bajó la ventanilla. El viento de los Pirineos entró de golpe, helado e impiadoso.

En circunstancias normales, Alexandre no habría salido jamás, al alba, a la ruta AP-7. Había transitado ese mismo camino cuatro veces: dos de ida y dos de vuelta. Los mapas no le resultaban suficientes y la voz de la muchacha del GPS le ponía los nervios de punta. Nada como estudiar los recorridos y los escenarios en persona. Era un profesional. Pero la niebla era un factor que no había tenido demasiado en cuenta. Sabía que antes del amanecer y en invierno el camino de Barcelona a Besalú quedaba cubierto por un banco de niebla. Sabía, también, que la imposibilidad de divisar con claridad la carretera era una molestia que podía durar una hora como máximo. Lo que Alexandre no sabía era que durante esos sesenta minutos no se veía nada. Ni un cartel, ni una señal. A duras penas, tal vez, alguna luz de los autos que hacían el camino inverso.

Las circunstancias no eran las normales. Adentrarse en la niebla que solía formarse en la frontera entre España y Francia resultaba un acto temerario, hostil; no era tarea para cualquiera. Y Alexandre Moliné no era un cualquiera. Las manos se le agarrotaron al volante. O cerraba la ventanilla y el sopor lo exponía a algún tipo de accidente o la dejaba abierta, hasta que el frío le cortara la circulación de los dedos.

Desde niño supo bucear en las opciones escondidas, en las no evidentes. Su madre decía que había nacido con la habilidad del pensamiento lateral, su padre insistía con que era un vago y un bueno para nada. La opinión paterna siempre venía acompañada de algún chancletazo, era una manera de reforzar el concepto de libertad de expresión.

Respiró hondo e hizo memoria. En su cabeza apareció la imagen de la rotonda. Recordaba con claridad ese paso entre la ruta y la autovía. La única opción era estacionar el auto en la banquina de la curva y esperar que la niebla se convirtiera en bruma. Bajó la velocidad a cuarenta kilómetros e intentó reconocer el paisaje. Pero llegó, de inmediato, a una conclusión: no había paisaje.

La atmósfera en la que estaba sumergido se volvió apocalíptica. Maldijo en voz alta, con el cuerpo apoyado en el volante, como si el hecho de acercarse al parabrisas pudiera hacerlo distinguir lo que no se distinguía. Pensó en la posibilidad de estacionar, en prender todas las luces del auto y quedarse allí hasta que el banco de niebla se disipara, pero un vistazo a su reloj pulsera lo hizo desistir: tenía que llegar a Besalú antes del amanecer, esa era la orden que le habían dado.

Prendió la radio. Las voces de los locutores relatando las primeras noticias del día lo hicieron sentir menos solo. De repente, como un destello, algo le llamó la atención. Unas luces tenues, a la distancia, modificaron el escenario. Bajó aún más la velocidad y comenzó a prender y apagar los guiños del auto, en una especie de pedido de ayuda desesperado. Las luces parecían las de otro vehículo que se acercaba de frente, pero en un abrir y cerrar de ojos desaparecieron. Alexandre volvió a maldecir, esta vez en voz más alta.

No tuvo tiempo de hacer nada. Lo primero que sintió fue el impacto, un golpe seco en la puerta del acompañante. La sensación le recordó por un segundo a esas tardes de la infancia en las que jugaba con su hermano mayor en los autitos chocadores del parque de diversiones de su pueblo natal. Se aferró al volante con la intensidad con la que un náufrago se aferraría a un tronco en el medio del océano y, de manera instintiva, pisó el freno.

Los neumáticos no respondieron. El hielo que tapizaba algunos tramos de la ruta la habían convertido en una pista de patinaje. El auto se volvió inmanejable, como un toro mecánico. Alexandre lo intuyó segundos antes de largar el volante y se cubrió la cara con las manos: no había nada que hacer, era el final. Su final.

El auto dio tres vueltas y quedó al lado de la ruta, girado hacia un costado; el vidrio del parabrisas se había partido en mil pedazos. En el asiento del conductor, con el cinturón de seguridad puesto y la cabeza hundida en el airbag, Alexandre intentaba respirar; abría y cerraba la boca como un pescado al que dejan mucho tiempo fuera del agua.

Había sangre, mucha sangre. Y, de repente, todo se tornó oscuro.

2

No soñar es una ventaja. Ese era mi primer pensamiento cada mañana, cada vez que abría primero un ojo y después el otro. No tenía un orden establecido. A veces el ojo izquierdo era el que inauguraba el día; otras, el derecho. Nunca los dos juntos, jamás. El primer ojo echaba un vistazo y le avisaba a su compañero que estaba todo bien, que podía abrirse tranquilo, que un nuevo día estaba arrancando y que, por lo menos, a simple vista no había nada que temer. No suelo recordar mis sueños. Sí, realmente es una ventaja: eso ejercita mi imaginación.

Todas las mañanas, cuando llegaba a la tienda de despacho de pan, doña Josefina, la dueña, arrancaba con el relato del sueño que había tenido la noche anterior. No me decía «buen día», no le interesaba si había descansado bien o mal. Su manera de saludar era esa: contar un sueño. Su sueño.

Algunas veces se demoraba. Me seguía con la mirada mientras me ponía el delantal blanco, me recogía el pelo y lo escondía bajo la cofia de algodón. Esperaba, paciente, a que me calzara los guantes de látex. Cuando me veía lista, rompía el silencio. «Tuve una pesadilla, los monstruos me han visitado esta noche», solía decir a modo de preludio.

Podía ser la historia de un asesino imaginario que se colaba por la ventana de su pequeña casa de piedra y, armado con una espada, la mataba para luego esparcir sus pedazos a lo largo del río Fluviá o el regreso de la encapuchada, una mujer sin edad que se cubría el rostro y, sin decir una palabra, sobrevolaba por el pueblo como una maldición. Yo fingía escuchar atentamente, mientras acomodaba los panes brioches en una bandeja de plata. Doña Josefina se entusiasmaba con su relato luego de cada una de mis actuadas expresiones de horror. No había perdido  la destreza para la mentira. La ejercitaba como si fuera un músculo más de mi cuerpo: planchas para los abdominales, sentadillas para los glúteos, estocadas para los cuádriceps y sueños inventados para la mentira.

«¿Y tú qué soñaste?», preguntaba siempre doña Josefina, como si soñar fuera algo de lo que no se carece, algo que simplemente sucede en lo cotidiano como beber,  comer o ir al baño. Habilitado mi turno con la pregunta, yo arrancaba y las palabras me salían como cataratas.

«Soñé que la niebla matutina de Besalú era, en realidad, una nube tóxica que atrapaba al pueblo y todos nosotros nos moríamos envenenados». «Soñé que se derrumbaba el Pont Vell y ya nadie podía entrar o salir del pueblo nunca más y quedábamos abandonados, armando nuestro propio país dentro de una Cataluña nueva». «Soñé que dejaba de ser humana y me convertía en un ser hecho íntegramente de masa de pan, y que para no desaparecer tenía que cocinarme dentro del horno de leña de la panadería».

Doña Josefina me escuchaba siempre con las manos sobre su cara: con una se tapaba la boca y, con la otra, se sostenía la cabeza mientras lanzaba exclamaciones de pánico o de alegría, según mis sueños inventados lo requirieran. A veces, me parecía que ella también me engañaba. No habría sido extraño. Doña Josefina era una sobreviviente, como también lo era yo.

Mientras pensaba cuál iba a ser mi historia del día, me metía en la ducha, no sin antes mirarme desnuda en el enorme espejo, que ocupaba toda la pared de mi habitación. Me observaba de izquierda a derecha y de arriba abajo. Toda. Lo usaba para chequear mi celulitis, si mi cintura se había empezado a ensanchar, si las cicatrices seguían en los mismos lugares de siempre, si mis muslos estaban firmes o si la tensión de la piel me estaba jugando alguna mala pasada. Me quitaba la cinta con la que me ataba el pelo para dormir y sacudía la cabeza; me gustaba sentir cómo la mata, que en ese entonces era castaña y ondulada, caía sobre la piel desnuda de mi espalda. Me paraba de costado y chequeaba que mis glúteos siguieran en su lugar: altos, turgentes. Era mi rutina de frivolidad, y la repetía a diario. El espejo gigante potenciaba mi vanidad, claro que sí, pero además me recordaba quién era. Me devolvía ese yo que siempre andaba camuflado en el tiempo y las circunstancias.

Después de que el agua, no siempre caliente —vivir en un pueblo medieval tiene esos trastornos—, me limpiaba la modorra de las noches mal dormidas, me ponía la ropa de fajina, aquel nuevo disfraz. El vestido de lino azul, abotonado desde el cuello hasta las rodillas, escondía a la perfección mi cuerpo, construido para ser gozado. Unas botas de cuero con piel de oveja por dentro, un tapado de paño marrón, una bufanda tejida y un gorro de lana completaban la imagen de Charo Balboa. Esa fui entonces: Charo Balboa.

Aunque no era necesario, cuando salía, cerraba con llave la puerta de casa; una modesta construcción con dos habitaciones, un baño y una cocina tan pequeña como mis habilidades culinarias; podría no haber existido que  ni me habría dado cuenta. Por unos pocos euros al mes que depositaba puntualmente en una cuenta, «el ranchito», como me gustaba decirle, se había convertido en mi morada, en mi escondite.

Don Isaac, el dueño, se había mudado con sus hijos a Barcelona. El clima helado de los Pirineos, la distancia que separaba al pueblo del centro de salud de alta complejidad y la soledad —sobre todo la soledad— lo expulsaron sin permitirle mirar atrás. Lo conocí de casualidad y tuve que mentirle. El hombre estaba convencido de que le había alquilado su casita a una mujer de ascendencia judía. El rumor sobre mi judaísmo se extendió entre los dos mil habitantes de Besalú y funcionó como la carta de presentación que me permitió ser aceptada por todos. Viví un tiempo en el corazón del barrio judío, a metros de la sinagoga, una joya arquitectónica del siglo XIII.

Don Isaac me contó la leyenda antes de despedirse de sus paisanos y de Besalú. Todavía recuerdo cómo las lágrimas se le metían en los surcos de las arrugas de las mejillas. El recorrido pausado de los hilitos de agua, que por momentos quedaban suspendidos entre la nariz y la boca, me distrajo bastante, pero no olvidé su relato. La sinagoga, que había sido construida como un mirador en uno de los extremos de la ciudad, no podía ser usada por nadie como un atajo para acortar camino. Mientras hablaba, me tomó del brazo y me llevó hasta los restos de lo que, en su momento, había sido una pared orientada hacia Jerusalén. En ese lugar, en algún punto de la historia, había estado el arca sagrada. «Siempre debe quedar con una luz encendida, allí se guardan los rollos de la Torá», dijo Isaac. Me cubrió la cabeza con su chalina y me hizo apoyar la palma de la mano en las piedras calizas de las ruinas. Por el reflejo de los rayos del sol ambarino que se filtraban entre las montañas pirineas, notamos claramente el espejismo de luz que abraza a la judería. Ambos sonreímos ante lo que parecía ser un acto de magia. Esa fue la última vez que lo vi.

El centro del pueblo estaba engalanado con un cuadrado enorme, rodeado de arcos de piedra, tiendas de recuerdos y cafeterías; en uno de los costados, lucía un cartel de chapa pintado a mano, con letras ornamentadas, que decía «Plaza Libertad». Como cada mañana, me detuve a pensar en la libertad y en su significado. A fuerza de rutina, había llegado a una conclusión: la libertad es verdadera cuando nadie espera nada de uno. En Besalú fui libre: nadie esperaba nada de mí.

—¡Charo! ¡Que te apures, niña! Hoy tendremos un día agitado, me avisaron que están viniendo unos micros de turistas —gritó doña Josefina desde la puerta de la panadería. Me conmovía un poco su esfuerzo para hablarme en español, era el único ser humano con quien lo hacía. Para ella, el catalán era su esencia, su patria. Y yo la dejaba hacer; en definitiva, a eso me había dedicado durante toda mi vida: a dejar hacer. Sobre mi cuerpo, sobre mi mente, sobre mi alma. Aunque a veces crea que alma no tengo.

La enorme mesa de madera que ocupaba la parte central de la panadería estaba repleta de torteles, los pasteles típicos de la cocina catalana con forma de rosca. En la zona de los Pirineos, los de doña Josefina eran famosos por dos razones: la maestría secreta del hojaldre que amasaba a mano, siguiendo una receta ancestral de su familia, y por el desafío que la mujer de ochenta años le planteaba a las costumbres y al calendario. Cuando la conocí, me dijo que el tortell solo se comía en fiesta de Reyes, en San Antonio o en San Cristóbal, y los domingos. Pero me confesó en voz baja, como se confiesan los delitos o los pecados, que a ella no le importaban las tradiciones y que en su local el famoso tortell se fabricaba a diario.

Ese fue uno de los motivos por los que acepté el trabajo de ayudante de pastelería: la rebeldía de doña Josefina. El segundo motivo tuvo que ver conmigo. Nadie buscaría a una puta en una panadería perdida de un pueblo medieval, en el fondo de Girona. Y yo era una puta. Una puta que se escondía.

—Aquí tienes, Charito. Hay crema, nata, mermelada, fruta confitada y azúcar glas. Colocas lo que gustes sobre la masa y que la confitura nos quede bien linda y llamativa. Doña Josefina estaba tan entusiasmada que se olvidó de contarme el sueño de la noche anterior. Y no era para menos. El ayuntamiento había avisado que un grupo grande de turistas latinoamericanos iba a llegar en horas del mediodía y la noticia tenía a todos revolucionados: estábamos en pleno invierno.

Las olas de frío que bajan de los Pirineos son tan intensas como extrañas. No son de viento, no son ráfagas de aire; son capas de un frío especial. Muchas veces imaginé que alguien abría la puerta de un refrigerador gigante y que esa masa helada bajaba lenta desde las montañas nevadas. En segundos, la temperatura se acomoda por debajo de cero y lacera cada centímetro de piel que no esté lo suficientemente cubierto. Es la época en la que los turistas eligen destinos más amigables y Besalú queda abandonado a la buena del ahorro que sus habitantes hayan sabido atesorar durante la temporada estival. La fábula de la cigarra y la hormiga debe haber sido inventada dentro de esos paredones construidos en 1300.

Adriá y Emma sacaron de las valijas los platos, los fuentones y las bandejas que fabrican con vidrio y armaron el estand en la toldería de la plaza. Carmé se acomodó con una manta sobre las piedras heladas, con sus decenas de modelos de anillos y collares de metal y resina. A pesar del frío, René sacó algunas mesas a la terraza de su cafetería con la esperanza de que adentro tuviera un lleno total. Todos estaban preparados para aprovechar la oportunidad. Nacieron y se criaron para estar preparados.

Bajo la mirada atenta de doña Josefina, decoré cada uno de los torteles y los dispuse en la vidriera de la panadería. La mujer frunció la cara cuando decidí armar flores con ciruelas pasas y orejones, pero mantuvo un silencio respetuoso ante mi obra maestra. Terminó cobrando dos euros más por la decoración desmesurada.

Fue Bernat, el encargado del equipo de barrenderos de Besalú, el que con sus gritos rompió el equilibrio pueblerino que se desarrollaba contra reloj. Algunos lo vieron correr por el Pont Vell, el puente de ingreso a la comarca. Dijeron que levantaba y agitaba los brazos como si lo persiguiera el mismísimo yeti. Yo solo escuché, a los lejos, un pedido de ayuda en catalán.

—¡Ay, Dios mío y la Virgen! —exclamó doña Josefina mientras me arrastraba a la calle de un brazo—. ¿Qué sucede, qué sucede?

Todos corrimos hasta el lugar desde donde venían las novedades de Bernat. Estaba parado en el medio de la plaza Libertad, contando las noticias de la misma manera que siglos atrás lo hicieron los mandaderos de los reyes: a los gritos, para llamar la atención de la tribuna. La tribuna éramos nosotros, y lo rodeamos. Algunos por curiosidad; otros, solo para ser parte del momento en el que pasa algo en un lugar donde nunca pasa nada. Yo me incluí en el segundo grupo.

—¡Qué barbaridad, Charito! ¡Tenemos que hacer algo!—me dijo espantada doña Josefina, sacudiéndome el mismo brazo del que me había arrastrado minutos atrás.

La cosa era grave. Doña Josefina me habló en catalán, como cada vez que se asustaba o se ponía nerviosa. Yo entendía, claro que entendía. Años de sexo con polacos, franceses, suecos o rusos me dejaron, además de una cuenta abultada en euros, facilidad para los idiomas. Pero me gustaba hacerme la que no entendía; la fingida ignorancia me protegía como un escudo y, además, me dotaba de un encanto desconcertante. «La Marilyn Monroe de la fellatio», solía decirme un cliente.

—No le entiendo, doña Josefina —le dije copiando el tono de preocupación general—. Me está hablando en catalán.

La mujer tragó saliva y asintió varias veces con la cabeza, parecía estar ordenando las palabras en su cerebro.

—Dice Bernat que cuando estaba llegando al pueblo por la ruta vieja tuvo que bajarse de su bicicleta porque en un costado había un auto accidentado y entonces vio que adentro había un hombre todo bañado en sangre.

Nada me importó menos, en ese momento, que la vida de un hombre con la impericia suficiente como para lanzarse a recorrer esa ruta del demonio en el horario en el que la niebla la hace intransitable, pero puse la cara de espanto correspondiente.

—¡Qué horror, doña Josefina! ¿Qué podemos hacer para ayudar, si es que estamos a tiempo?

No llegó a contestarme. El alcalde apareció en la plaza poniendo en funcionamiento un operativo de rescate a los gritos. Según Bernat, el hombre estaba vivo. El frío bajó de golpe. El lino de mi vestido era David frente al frío Goliat que descendía de las montañas.

—Doña Josefina, volvamos a la panadería. Tenemos trabajo para hacer y, además, usted se puede engripar con este frío —dije convirtiendo las necesidades propias en ajenas.

Con paso rápido y tomadas del brazo, recorrimos la distancia que nos separaba del refugio de masa de hojaldre y chocolatinas. Eran mis últimas horas en Besalú, aunque todavía no lo sabía.

 

3

El subte L1 que une las estaciones Hospital de Bellvitge y Fondo estaba repleto. Barcelona había amanecido helada y muchos de los que habitualmente recorrían algunos trayectos a pie, eligieron la incomodidad por sobre la friolera. Madres con niños sentados en las rodillas, mujeres haciendo equilibrio para no caerse de zapatos con tacos altísimos, señores con aspecto de jefes, adolescentes con piercings en la nariz y hasta en los labios, señoras que reclamaban la libertad de los presos políticos con un listón amarillo en las solapas de sus abrigos; todos, absolutamente todos, abrieron los ojos y giraron hacia la derecha cuando escucharon los gritos.

—¿A mí me vas a robar? ¿A mí? ¡No tenés idea de dónde vengo yo! En mi país te tiran a las vías del tren para sacarte un celular de mierda, ¿y vos te querés hacer el vivo conmigo, pedazo de boludo?

El tono al hablar, el enojo y, sobre todo, el desparpajo despejaron las dudas de los pasajeros: habían intentado robarle a un argentino.

—¡Dame mi billetera ya mismo! No lo voy a volver a repetir y agradecé que no te agarro de un brazo y te entrego a los Mozos de Escuadra. Hoy tengo un día bastante generoso, así que me devolvés la billetera y mi teléfono y se acabó la cosa.

Nadie se animó a meterse en la disputa. El argentino era alto y se notaba que debajo de la campera de cuero tenía un cuerpo trabajado en el gimnasio. Algunas pasajeras advirtieron, también, la mandíbula marcada, los labios carnosos y unos ojos verdes que combinaban muy bien con la melena oscura y brillante.

El destinatario de los gritos era petiso y tenía los ojos tan abiertos que parecían cubrirle la totalidad de su rostro. De una boca casi sin labios salían unos balbuceos en voz muy baja; cada vez que atinaba a levantar el tono, el vozarrón del argentino cubría cualquier atisbo de defensa que pudiera asomar.

—Me harté, amigo. Esto es Europa, el primer mundo, y no vamos a permitir que cualquier vago venga a quitarle las cosas a la gente de bien. Me devolvés todo ya mismo  —insistió mientras, decidido, le metía las manos en los bolsillos del abrigo—. Acá están mis cosas. La próxima vez no te dejo un hueso sano, eh. Esta vez tuviste suerte, chorro de mierda.

El subte frenó de golpe en la estación Plaza Cataluña. El argentino, como si fuera un vendedor ambulante, mostró sus pertenencias. En una mano, una billetera de cuero negra; en la otra, un celular smartphone. Con un movimiento rápido se bajó del subte. Algunos pasajeros aplaudieron ese acto, que consideraron de justicia ciudadana; otros se rieron con gesto de asombro mientras el ladrón intentaba explicar lo que había sucedido. Nadie le entendía, hablaba en polaco.

Ciro Leone se abotonó hasta arriba el cuello de la campera en un intento vano de cubrirse la garganta del viento que se colaba por los dos últimos escalones de la salida  del subte. Cruzó la plaza Cataluña y entró al bar vasco, se había antojado de pinchos con cerveza.

En el mostrador, expuestos en platos de cerámica, los pinchos formaban una especie de pequeñas obras de arte de colores: rodajas de pan de masa madre y, por encima, queso, jamón ibérico, langostinos, tortilla de papas, gírgolas, tomates asados. Y algunos completaban el cuadro con copos de mermeladas.

—Llevame a la mesa cuatro pinchos de tortilla y cualquier cerveza alemana que tengas —dijo Ciro mientras abría la billetera de cuero que todavía llevaba en la mano. Separó diez euros y se los dio en la mano a la camarera, que no le sacaba los ojos de encima. Eligió, como siempre, la mesa del fondo. Desde ese lugar tenía una vista total del salón y, además, por la ventana podía mirar el ir y venir de los turistas que tomaban esa calle para hundirse en la Rambla. No paraba de sorprenderse ante la fragilidad de la gente: mujeres con bolsos abiertos, hombres con celulares que asomaban de los bolsillos traseros de los pantalones, niños pequeños jugando a ser fotógrafos con las cámaras de fotos profesionales que los padres usaban para entretenerlos, adolescentes exponiendo sus tablets como si fueran hojas de papel. Ciro era una máquina de detectar el error; con un simple golpe de vista, divisaba la falla y se colaba con elegancia y desenfado.

Se sacó la campera y la colgó en el respaldo de la silla. Abrió la billetera y desplegó el contenido sobre la mesa: un carné de conducir; una tarjeta de servicios de salud; una tarjeta de crédito; un documento plastificado de identificación; dos tickets de compra de El Corte Inglés; trescientos veinte euros, a los que les restó los diez con los que acababa de pagar el almuerzo, y una foto doblada.

Se quedó mirando unos minutos cada uno de los objetos. La foto le llamó la atención: un hombre y una mujer abrazados y sonrientes, de fondo se veía la Torre Eiffel. La mujer era rubia, con la cabeza llena de rulos y una sonrisa extraña, a medio hacer; el hombre le pasaba un brazo por los hombros y sacaba la lengua en una mueca que pretendía ser graciosa. Se lo veía más joven y un poco más gordo que hacía un rato en el subte. Era polaco, según sus identificaciones. Ciro se metió los billetes en el bolsillo y volvió a guardar todo lo demás en la billetera.

—Tu comida, guapo —dijo la camarera. Apoyó la bandeja sobre el hueso de su cadera.

Ciro le clavó la mirada con gesto deslumbrado, una técnica que se le daba muy bien. La chica se puso colorada, le gustó sentirse descubierta como si fuera una de las nuevas maravillas del mundo. Eso creía.

—¿A qué hora salís de trabajar? —preguntó Ciro.

—En un rato, después del servicio del mediodía —contestó la chica. Con la mano libre se tocó el pecho, podía sentir el corazón latiendo al galope.

Ciro asintió con la cabeza y puso toda su atención en los pinchos que tenía ante sus ojos. La camarera se retiró a tiempo, no quería ver el exacto momento en el que era reemplazada por un pedazo de pan con tortilla.

Archivado en