#MDZLecturas-Verano 2020

Los médicos nazis

El reconocido psiquiatra estadounidense Robert Jay Lifton presenta un brillante análisis del papel crucial que jugaron los médicos alemanes en el genocidio perpetrado por el régimen nazi durante la Segunda Guerra Mundial.

Redacción MDZ
Redacción MDZ jueves, 30 de enero de 2020 · 06:55 hs
Los médicos nazis

Fragmento

Prefacio a la presente edición

Tantos años después de la investigación para  este libro, los médicos nazis siguen siendo habitantes no deseados de mi mente. Son ejemplos de lo que ahora llamaría la normalización del mal. E incluso sugieren la relativa facilidad con la que los médicos –miembros de mi propia profesión médica con su reclamo de curar– podrían adaptarse para matar.

La mayoría de los involucrados solo llevaron a cabo lo que se esperaba de ellos, a veces requiriendo una combinación de presión y guía de otros, mucho alcohol, y lo que podría llamarse una falsa psicoterapia de colegas más experimentados. Pero había algunos que podían ser vistos como por encima del promedio en improvisación y mejora de la maquinaria de matar.

Los médicos nazis, en su paso de curar a matar, seguramente calificarían como los transgresores más extremos en la historia de la profesión médica. Pero desde el comienzo de mi trabajo con ellos, supe de médicos que, en diversas partes del mundo, se prestaban a dañar, matar y experimentar con otros seres humanos. También me enteraría de que la dualidad de los médicos (o de los designados como sanadores en las sociedades premodernas) había hallado expresión  en la mitología médica griega. Asclepio, el hijo de Apolo y el primer sanador con calificaciones, hacía uso de una poción mágica que, cuando se extraía del lado derecho de la Gorgona, mataba, y del lado izquierdo, curaba. Esa mitología brinda una intensidad especial a la admonición bíblica: “¡Médico, cúrate a ti mismo!”. Estoy lejos de ser una autoridad en significados bíblicos, pero este seguramente tiene algo que ver con la capacidad básica de los llamados sanadores tanto de matar como de curar.

Hace poco, sin embargo, ha surgido la cuestión de un modo particularmente inquietante. Tengo en mente la participación de los médicos y psicólogos norteamericanos en la tortura durante la época de la Guerra de Irak.

Lo que ocurrió fue que médicos, practicantes, enfermeros y psicólogos colaboraron con la tortura en una serie de formas. No informaron acerca de heridas que solo podían haber sido causadas por abuso, demoraron y falsificaron certificados de defunción, y contribuyeron con información médica y psicológica a los interrogadores de forma que hicieron a los prisioneros más vulnerables a lo que se llamó “interrogación ampliada”, que se convirtió en tortura.

Me pareció significativo que The New England Journal of Medicine, una publicación periódica profesional muy respetada, me pidiera que escribiese un artículo sobre el tema debido a mi trabajo anterior sobre los médicos nazis. Dejé en claro que no estaba diciendo que el personal médico y psicológico estadounidense fueran lo mismo que los médicos nazis. En cambio, sostuve que, de las masivas transgresiones de estos últimos, se podía aprender mucho sobre las transgresiones menores, pero, no obstante, graves de otros profesionales.

Más recientemente, se ha revelado que dos psicólogos fueron los arquitectos del programa de tortura de la CIA. Diseñaron, supervisaron y llevaron a cabo personalmente sesiones de tortura, al mismo tiempo que se involucraban en una forma de experimentación poco ética sobre los detenidos. Esto pudo ocurrir porque la tortura había sido aprobada desde arriba, y de esa forma se convirtió en parte de una versión norteamericana de la normalidad del mal. También se volvió claro que la American Psychological Association, un grupo que supervisa (o debería supervisar) las cuestiones éticas de la profesión, brindó, en cambio, legitimación y cubrió a los psicólogos que participaban en la tortura. Llegué a  pensar que esta conducta de una organización profesional era un escándalo dentro de un escándalo. No solo psicólogos individuales, sino su vasta organización profesional habían sucumbido a la normalidad del mal.

El problema de la adaptación a la normalidad del mal existe en otras áreas también. Lo he encontrado en mi trabajo reciente comparando amenazas nucleares y climáticas. Desde hace tiempo ha sido “normal” para nosotros construir y almacenar armas nucleares y abrazar una política de disuasión nuclear que incluye la posibilidad de su uso. Quienes han cuestionado lo que se ha llamado “vivir con armas nucleares” han recibido burlas como “poco realistas” o “neuróticos”. En términos de calentamiento global, la normalidad es la condición en la que nacemos, ya que nuestra sociedad ha funcionado largo tiempo con energía derivada de los combustibles fósiles. Los que buscan separarse de esta normalidad peligrosa han sido denunciados como asesinos de puestos de trabajo y defensores de regulaciones gubernamentales asfixiantes.

Nuestras luchas continuas contra las amenazas nuclear y climática están vinculadas con esfuerzos por separarnos de la normalidad del mal que prevalece en cada una de ellas.

La normalidad nazi se forjó en torno a la ideología genocida, originalmente planteada por el propio Hitler. Fue lo que llamo una visión biomédica como un tipo de explicación de la historia: es decir, que la raza nórdica había sido en un tiempo sana y dominante, la única raza creadora de cultura; que esta se “infectó” por la destructiva influencia judía y se volvió débil y enferma; y que podía volver  a ser saludable y fuerte de nuevo solo deshaciéndose de esa influencia judía. Esta visión biomédica estableció los parámetros de la normalidad nazi, y culminó en el asesinato masivo.

Significativamente, muy pocos médicos nazis creyeron del todo en esa visión ideológica; la mayoría sostenía poco más que la existencia de una “cuestión judía” que tenía que ser “resuelta” de alguna forma. Los ideólogos extremos hacen mucho para crear una normalidad del mal, que llega a invadir la mayoría de las instituciones, incluyendo  las médicas. Luego, la gente común que trabaja en esas instituciones adhiere a esa normalidad, a menudo ayudada por algunos fragmentos de ideología extrema. La normalidad predominante puede ser decisiva, porque excluye alternativas y brinda fuertes presiones para una conducta destructiva.

Algunos médicos nazis experimentaron un grado de resistencia psicológica a esta inversión de la función médica, pero se terminaron adaptando a ella. En el proceso, internalizaron gran parte de la “normalidad” requerida.

Los médicos y los psicólogos norteamericanos también pudieron adaptarse al comportamiento de grupo existente. La normalidad que internalizaron había estado muy influenciada no solo por los mensajes de arriba de que la tortura era aceptable, sino por las dudosas racionalizaciones legales, incluyendo la negación de que algunas formas de tortura eran en realidad eso.

Pero los colaboradores estadounidenses en la tortura lo hicieron como parte de una sociedad democrática. Su conducta fue descubierta por una serie de organizaciones de derechos humanos, por periodistas, médicos y otros que pudieron escribir al respecto en publicaciones profesionales, como hice yo. Más importante aún, los psicólogos pudieron organizarse y protestar, condenar fuertemente a los colegas que habían transgredido los principios éticos, y aún más a su organización profesional por minar en lugar de preservar dichos principios. Finalmente, el presidente Obama dejó en claro que la tortura norteamericana iba a terminar, y hubo un detallado informe del Congreso. Pero todavía carecemos de un relato abarcador de la conducta médica y psicológica durante la Guerra de Irak.

Podemos comenzar a entender esas vulnerabilidades observando la relación de los profesionales con la normalización. La gran mayoría de los profesionales en cualquier sociedad –abogados, médicos, docentes y otros– funcionan dentro de sus parámetros morales, dentro  de su llamada normalidad. Esto puede contribuir a una sociedad en diversas formas y constituirse en una función de sanación. Al mismo tiempo, esta elasticidad entre los profesionales tiende a profundizar la normalidad existente y ayuda a otros a adaptarse a ella.

Cuando la normalidad se vuelve maligna, los profesionales pueden estar demasiado dispuestos a servir a esa versión.

Los nazis no trataron de destruir la profesión médica, sino que la sometieron a la Gleichschaltung o “sincronización”, lo que significó deshacerse de la oposición y nazificar la conducta profesional. Junto con la coerción y la purga, hubo un cierto llamado al idealismo. El médico no tenía que preocuparse de un foco “egoísta” en el individuo, sino, por el contrario, ser un “médico para el Volk”, el término en parte místico para el pueblo, la colectividad o la raza alemana. Si bien los médicos norteamericanos no eran sometidos a una Gleichschaltung de este tipo, también pudieron estar dispuestos a ser adaptados a los reclamos del nacionalismo y a políticas más específicas de orden militar, incluyendo la tortura.

Como médicos, como profesionales en general, tenemos que reexaminar nuestra relación con la normalidad social y buscar una ética más universal de la sanación; de eso se trata el juramento hipocrático. Pero, más allá de él, y ciertamente más allá de nuestra adaptación a la normalidad social, podemos ser lo que llamo profesionales testigos: extender nuestra capacitación y conocimiento más allá de sus elementos técnicos y usarlos para exponer y rechazar, en lugar de convertirnos en parte de una normalidad poco ética. De esa forma, nos comprometeríamos no solo a “no dañar”, sino a ser sanadores en cualquier ambiente.

La mejor manera de honrar a las víctimas de los médicos nazis es no solo documentar sus acciones, sino confrontar las condiciones de normalidad del mal que las produjeron.

 

Prefacio a la edición de 2000

Recuerdo a los médicos nazis como hombres nada excepcionales, que han formado parte del más extremo proyecto de muerte, la más extrema degradación humana en un siglo muy asesino. Más que eso, el principio nazi abarcador que encarnaron –el principio de matar para curar– ha seguido reverberando con demasiada frecuencia en la más reciente conducta genocida en diferentes partes del mundo, como la “limpieza étnica” llevada a cabo por los serbios en la ex Yugoslavia durante la década de 1990. La similitud más profunda radica en la combinación de una ideología mística del nacionalismo étnico con una intensa brutalidad paramilitar. Como en el caso de los nazis, la ideología serbia era la de una revitalización personal y colectiva: superar las heridas históricas percibidas volviendo a las dos guerras mundiales del siglo xx e incluso a las conquistas turcas del siglo xiv. Esas heridas solo podían ser curadas aniquilando a las víctimas designadas.

Pero hubo una forma importante en la que la limpieza étnica serbia se desvió del modelo nazi. Casi desde el comienzo, se hizo visible en todas partes por medio de la revolución de los medios de la segunda mitad del siglo xx. Cualquiera con un aparato de televisión estaba expuesto a diario al sufrimiento de las víctimas y a la depredación de los asesinos serbios. Más tarde, internet diseminaría aún más los detalles a través del mundo. Mi propia reacción a las primeras imágenes se pareció a la de muchos otros: una incómoda mezcla de horror, enojo y vergüenza. Pero, además, me pareció tan cercana a lo que había observado en la conducta nazi, tan similar a una expresión de lo que había llamado (en colaboración con Eric Markusen) una “mentalidad genocida”, que me sentí impelido a adoptar una posición pública.

Ciertamente la matanza masiva de los nazis no tuvo una exposición tan clara. Debía mantenerse en secreto para el mundo exterior. Los nazis podían controlar su entorno suficientemente para que el encubrimiento fuera al menos parcialmente efectivo. Si bien la evidencia del genocidio estuvo presente desde el comienzo, podía ser suficientemente difusa y manipulada para permitir que los alemanes y otros movilizaran sus tendencias a la negación y el embotamiento, para, por así decir, tanto “saber” como “no saber” sobre el asesinato masivo. Dentro de sus propios círculos, los nazis eran ambivalentes sobre cuánto revelar acerca de lo que estaban haciendo. Más allá de las pasiones genocidas de Hitler, Himmler y otros líderes, muchos –si no la mayoría– en el movimiento eran considerados ideológicamente poco preparados para una matanza así. Esta supresión parcial de información permitió que los médicos nazis vieran a Auschwitz como un “planeta separado”, donde no se aplicaba la moralidad ordinaria y, por lo tanto, podían superar las dudas en sus mentes acerca de su participación en el exterminio. El encubrimiento, más allá de sus limitaciones, contribuyó al éxito y la extensión del asesinato nazi.

Todo esto apunta a una cuestión más general que no ha sido suficientemente examinada en conexión con el genocidio: el control de los perpetradores respecto del conocimiento de lo que hacen o han hecho. Su apropiación omnipotente de la vida y la muerte se extiende a la apropiación de la verdad. Cuando Hitler hizo su tristemente célebre pregunta retórica: “¿Quién sigue hablando hoy del exterminio de los armenios?”, se estaba refiriendo, por supuesto, a lo que creía que era la poca memoria del mundo respecto de estos temas. Pero también estaba declarando un dominio sobre el conocimiento y la verdad, sobre cómo el mundo respondería al tipo de asesinato masivo en el que estaba embarcado.

El ejemplo más conocido de la negación sostenida de un genocidio involucra al Holocausto y es promulgada por corruptos “institutos de investigación”, que brindan notas al pie en apoyo retrospectivo de la propiedad nazi de la verdad  Menos conocidos han sido los esfuerzos aún más elaborados del gobierno turco para negar el genocidio de los armenios en 1915, empleando no solo su vasta maquinaria oficial, sino también el know-how de poderosas agencias de publicidad norteamericanas  Esta falsificación de la historia debe ser entendida como una continuación del propio genocidio y puede alentar a otros perpetradores genocidas (como sugerían las palabras de Hitler sobre los armenios) para proceder con sus asesinatos masivos con impunidad histórica.

Encontré una caricatura de todas estas omnipotentes tendencias genocidas en una pequeña secta japonesa, Aum Shinrikyo. Un importante acto de violencia de Aum fue lanzar el letal gas sarín en cinco subterráneos de Tokio en marzo de 1995, pero planeaba hacer un atentado mucho mayor, usando un helicóptero comprado a Rusia para ese propósito. Según el razonamiento casi psicótico del gurú de esa secta, Japón, los Estados Unidos y otras grandes potencias se acusarían entonces entre sí de la responsabilidad del ataque y, de ese modo, se desencadenaría la Tercera Guerra Mundial, que, a su vez, ocasionaría el deseado Armagedón bíblico que terminaría con el mundo   Aum también tenía científicos y médicos como “profesionales asesinos”. Y su visión de destrozar al mundo para salvarlo de su corrupción que todo lo invade es un paralelo directo de la visión nazi de matar para curar.

Dada la enorme diferencia entre las incursiones limitadas de Aum y los muchos millones de víctimas nazis, estos paralelos en motivación y visión asesina resultan sorprendentes Mucho más cuando reconocemos que los mismos nazis pudieron ser entendidos como una vasta secta, que proyectaba “el Reich de Mil Años”, mientras se involucraban regularmente en ritos religiosos paganos, en especial en los grandes actos partidarios (representados en el muy perturbador film El triunfo de la voluntad).

Antes de ser asignados a Auschwitz o a un centro de “eutanasia”, muchos de estos médicos habían sido profesionales bastante comunes y no habían matado a nadie. La lamentable verdad es que la gente puede acostumbrarse a matar con bastante facilidad. El genio humano para la adaptación, que nos ha servido mucho como especie, ahora puede hacer que todo tipo de hombres y mujeres se adapte a las existentes instituciones genocidas y a las mentalidades genocidas prevalecientes.

Este principio de adaptación al genocidio tiene un gran apoyo en el reciente debate sobre las fuentes alemanas del Holocausto. En el centro del debate está la afirmación de que el Holocausto es el resultado de una forma exclusivamente maligna del anterior antisemitismo alemán, que fue la motivación predominante tanto para aquellos que ordenaron como para quienes llevaron a cabo los asesinatos. Pero mi trabajo sobre los médicos nazis sugiere otra cosa. Los médicos individuales que entrevisté o sobre los que leí no estaban en absoluto libres de antisemitismo y, en la mayoría de los casos, eran entusiastas respecto de la promesa del régimen de una revitalización individual y colectiva. Pero, en su mayoría, eran personas poco destacables, con diferentes grados de autoritarismo, nacionalismo y corruptibilidad, dispuestas a ajustarse al régimen y a cualquier ambiente donde fueran asignadas.

Mientras que los fanáticos ideológicos son fundamentales para establecer las estructuras y la dinámica de los asesinatos masivos, personas muy comunes, que apoyan algunos elementos de esa ideología, pueden ser absorbidas efectivamente en esas estructuras draconianas. Este tipo de concientización puede ayudarnos mucho en nuestros continuos esfuerzos por combatir los asesinatos masivos y crear sociedades más respetables.

 

Prólogo

Poco después de haber completado un estudio sobre los sobrevivientes de la bomba atómica, un rabino amigo me visitó y, en el curso de nuestra conversación, declaró: “Hiroshima es tu camino, como judío, al Holocausto”. El comentario me hizo sentir incómodo, y pensé que era un poco pontificador, incluso para un rabino.

Sin embargo, desde ese momento, a fines de la década de 1960, tuve una fuerte sensación propia de que todo el trabajo que había hecho sobre “situaciones extremas” –situaciones de violencia masiva a cuerpos y mentes– parecía apuntar, profesional y personalmente, hacia un estudio del genocidio nazi. Amigos y estudiantes me incentivaron con afecto, y sin ningún plan claro, la idea tomó forma en mí con cierta inevitabilidad.

En varias conferencias sobre el Holocausto, hice presentaciones sobre la psicología del sobreviviente, pero llegué a la convicción de que lo que más se necesitaba en ese momento era un estudio de los perpetradores. No es de sorprender, entonces, que estuviera más que preparado cuando recibí el llamado de un editor (que había trabajado conmigo en mi libro sobre Hiroshima) para preguntarme si me gustaría revisar algunos documentos que le habían enviado sobre Josef Mengele y las prácticas médicas de Auschwitz. A partir de esos documentos, y una inmersión en escritos relacionados, comencé a darme cuenta de la importancia extraordinaria de los médicos para el proyecto de exterminio nazi. Aunque el trabajo se iba a extender mucho más allá de esos primeros materiales, para mí, ya estaba en marcha.

Aunque tuve pocas dudas al proceder, algunas personas con las que hablé expresaron cierto recelo. Su argumento era que la maldad nazi debería solo reconocerse y aislarse: en lugar de hacerla objeto de estudio, solo habría que condenarla. Un estudio psicológico en particular, se temía, corría el riesgo de reemplazar la condena por “comprensión”.

Yo no tenía dudas de la realidad de la maldad nazi, pero ahora podía tener más claro que el propósito de mi proyecto psicológico era aprender más. Evitar el rastreo de las fuentes de esa maldad me parecía rehusarse a convocar nuestra capacidad para involucrarnos y combatirla. Evitar esto contiene no solo miedo al contagio, sino el supuesto de que la maldad nazi o de cualquier otro tipo no tiene ningún tipo de relación con el resto de nosotros, como capacidades humanas más generales. Aunque los asesinatos masivos y la brutalidad nazis nos tienten a hacer supuestos de este tipo, sin embargo, esto es falso e incluso peligroso.

Mientras realizaba el trabajo, me quedó en claro que los nazis no fueron los únicos en involucrar a los médicos en el mal. Solo se necesita echar una mirada al rol de los psiquiatras soviéticos al diagnosticar a los disidentes como enfermos mentales y encarcelarlos en hospitales psiquiátricos; de médicos en Chile (como documentó Amnistía Internacional) que sirvieron como torturadores; de médicos japoneses que llevaron a cabo experimentos médicos y vivisecciones en prisioneros durante la Segunda Guerra Mundial; de médicos blancos sudafricanos que falsificaron informes médicos de personas negras torturadas o muertas en prisión.

He tenido una preocupación profesional o personal con todos estos ejemplos, y  tienen cierta relación con patrones destructivos de la “medicalización” que trataré. Pero encontré que los médicos nazis diferían significativamente de estos otros grupos, no tanto en su experimentación con humanos, sino en su rol central en proyectos genocidas, basados en visiones biológicas que justificaron el genocidio como un medio para la curación nacional y racial  (Quizás los médicos turcos, en su participación en el genocidio contra los armenios, se acercan, como sugeriré más adelante) Por esta y muchas otras razones, los médicos nazis requieren un estudio propio, y aunque trato más ampliamente los patrones del genocidio en la última sección, este libro es principalmente sobre ellos.

Sin embargo, no pretendo hacer un estudio histórico completo de todos los médicos nazis, o de la profesión médica en general durante el Tercer Reich  Lo que he enfatizado es la relación de grupos específicos de médicos nazis, y de individuos particulares, con los asesinatos masivos, así como con la afirmación más amplia de “curación” que hacía el régimen Este paso de curar a matar se convirtió en el principio organizador del libro, y llegué a sospechar su importancia en otros proyectos genocidas.

Se ha dicho mucho sobre las relaciones entre perpetradores y víctimas, y estas relaciones tuvieron considerable importancia en Auschwitz y otras partes Pero he descubierto que es esencial hacer una diferenciación bien marcada entre la situación moral y psicológica de los miembros de los dos grupos  Cualquiera que fuera la conducta de unos y otros, los prisioneros estaban en la situación de ser reclusos amenazados, mientras que los médicos nazis eran victimarios amenazadores Esta clara distinción debe ser el comienzo de cualquier evaluación de la conducta médica en Auschwitz. Los judíos fueron el principal objeto del genocidio nazi y, por lo tanto, las principales víctimas de los médicos nazis. Pero mis preocupaciones en este libro también incluyen a los internos no judíos en Auschwitz, como los polacos, los prisioneros políticos y los prisioneros de guerra rusos, y también los pacientes mentales en Alemania y áreas ocupadas, victimizados de un modo aún más directo por los médicos nazis.

Cuando llegué al fin de este trabajo, muchas personas me preguntaron cómo me había afectado a mí Mi respuesta ha sido por lo general: “Mucho”, seguida por un cambio de tema  La verdad es que todavía es un poco temprano para decirlo. Nadie puede esperar salir de un estudio de este tipo espiritualmente ileso, más aún, cuando uno mismo es el instrumento que registra formas de experiencia que habría preferido no conocer. Pero el otro lado de la empresa, para mí, ha sido la red humana estimulante, que se extiende en gran parte del mundo, dentro de la cual trabajé. Los sobrevivientes están en el centro de ella, y me brindaron una especie de anclaje. Pero la red incluía colegas, estudiantes del genocidio nazi, alemanes comprometidos con confrontar la época nazi, jóvenes asistentes –algunos de los cuales he conocido por años, y otros que conocí por primera vez– tantos en todas estas categorías que debo hacer una lista de ellos al final del volumen.

Durante décadas, he sido consciente de la insistencia de Albert Camus en que no somos víctimas ni verdugos, que evitamos instituciones y acciones en las que estas dos categorías salen a la luz. Pero tengo una nueva comprensión de lo que él quería decir. En realidad, Camus aprendió su lección original al participar en la resistencia contra los nazis. Es casi innecesario señalar con cuánta frecuencia se ignora el consejo. Pero yo insistiría al mismo tiempo en que somos capaces de actuar en consecuencia, aunque imperfectamente, capaces de aprender del mal del pasado cuidadosamente examinado. Llevé a cabo este estudio, y ahora lo ofrezco, con esa esperanza.

Introducción:

“Este mundo no es este mundo”


Abordar Auschwitz

Logré una importante perspectiva sobre Auschwitz de un dentista israelí que había pasado tres años en ese campo. Estábamos completando una larga entrevista, durante la cual me había contado muchas cosas, incluyendo detalles de la supervisión de los dentistas de las SS de la remoción hecha por los prisioneros de rellenos de oro de los dientes de sus compañeros judíos muertos en las cámaras de gas. Echó una mirada a la cómoda sala de su casa con su hermosa visión de Haifa, suspiró profundamente, y dijo: “Este mundo no es este mundo”. Lo que pienso que quiso decir fue que, después de Auschwitz, los ritmos habituales y la apariencia de la vida, por más inocuos o agradables que fueran, estaban muy lejos de la verdad de la existencia humana. Debajo de esos ritmos y apariencia yacen la oscuridad y la amenaza.

El comentario también plantea la cuestión de nuestra capacidad para abordar Auschwitz. Desde el comienzo ha habido una enorme resistencia de parte de casi todos a saber qué estaban haciendo y qué han hecho los nazis allí. Esa resistencia apenas se ha abatido, cualquiera que sea el interés actual en lo que llamamos “el Holocausto”, porque permitir a la imaginación de alguien entrar en la máquina de matar de los nazis –comenzar a experimentar esa máquina de matar– es alterar la relación de uno con todo el proyecto humano. No queremos enterarnos de estas cosas.

Hablando psicológicamente, nada es más oscuro o más amenazador, o más duro de aceptar, que la participación de médicos en un asesinato masivo. Por muy tecnificados o comerciales que puedan haberse vuelto los médicos modernos, todavía se supone que son sanadores y responsables de una tradición de curación, que todas las culturas reverencian y de la cual se depende. El conocimiento de que el médico se ha unido a los asesinos agrega una dimensión grotesca a la percepción de que “este mundo no es este mundo”.

Cuando pensamos en los crímenes de los médicos nazis, lo que viene a la mente son los crueles y a veces fatales experimentos humanos. Esos experimentos, en su precisa y absoluta violación del juramento hipocrático, se burlan y subvierten la idea misma del médico ético, del médico dedicado al bienestar de los pacientes. Examinaré esos experimentos humanos desde el punto de vista de la ideología médica y política del régimen.

Sin embargo, cuando volvemos al rol del médico nazi en Auschwitz, no fueron los experimentos lo más significativo. Más bien fue su participación en el proceso de la muerte, en realidad, su supervisión de la matanza masiva de Auschwitz del comienzo al final. Este aspecto de la conducta médica nazi ha escapado al pleno reconocimiento, aunque estamos familiarizados con fotografías de médicos nazis de pie en la rampa y realizando sus tristemente célebres “selecciones” de los judíos que llegaban, determinando quiénes iban a  ir directamente a la cámara de gas y quiénes iban a vivir, al menos temporariamente, y trabajar en el campo de concentración. Sin embargo, esta matanza medicalizada tuvo una lógica que no solo era profundamente significativa para la teoría y la conducta nazis, sino que fundamenta también otras expresiones de genocidio.

En este libro, examinaré tanto la “visión biomédica” nazi amplia, como un principio psicohistórico central del régimen, y la conducta psicológica de médicos nazis individuales. Tenemos que observar ambas dimensiones si queremos entender más sobre cómo los médicos nazis –y los nazis en general– llegaron a hacer lo que hicieron.

La propia situación extrema de Auschwitz y los asesinatos nazis relacionados lo pone cerca de la irrealidad. Un distinguido médico europeo, que había luchado contra la brutalidad nazi durante cuarenta años –primero como prisionero de Auschwitz y otros campos, y luego como una autoridad en las consecuencias médicas de ese encierro– me dijo con mucha serenidad al final de una larga entrevista: “Todavía no puedo creer que eso sucedió, que un grupo de personas arreó a los judíos en Europa y los mandó a un lugar especial para matarlos”. Estaba diciendo que el “otro mundo” de Auschwitz está más allá de lo creíble. Lo sorprendente es que no haya una tendencia aún mayor que la que existe actualmente para aceptar la opinión falsa de que el asesinato masivo nazi no ocurrió.

También importante para nosotros aquí es la relación de los médicos nazis con la especie humana. Otro sobreviviente de Auschwitz que sabía algo de ellos me preguntó: “¿Eran bestias cuando hicieron lo que hicieron? ¿O eran seres humanos?”. No se sorprendió con mi respuesta: eran y son hombres, que es mi justificación para estudiarlos; y su conducta fue producto de un ingenio y una crueldad específicamente humanos. Continué diciéndole lo común que era la mayoría de los médicos nazis que había entrevistado. Entonces, pudo hacer su segunda pregunta, realmente la que tenía en mente en primer lugar: “¿Cómo se convirtieron en asesinos?”. Esa cuestión debe abordarse y este libro está en camino de una respuesta.

Con lo que mi amigo sobreviviente estaba luchando –con lo que yo he luchado a lo largo de este estudio– es la perturbadora verdad psicológica de que la participación en asesinatos masivos no requiere emociones tan extremas o demoníacas como parecerían apropiadas para un proyecto tan malvado. O para decirlo de otro modo, gente común puede cometer actos demoníacos.

Pero eso no significó que los médicos nazis fueran engranajes burocráticos sin rostro o autómatas. Como seres humanos, fueron actores y participantes que manifestaron ciertos tipos de conducta de las cuales fueron responsables, y que podemos empezar a identificar.

Hay varias dimensiones, entonces, en el trabajo. En su centro está la transformación del médico –de la empresa médica en sí misma– de sanador a asesino. Esta requiere que examinemos la interacción de la ideología política y la ideología biomédica nazis en sus efectos en la conducta individual y colectiva. Eso, a su vez, nos lleva al significado del asesinato medicalizado para la matanza masiva nazi en general, y para el asesinato a gran escala y el genocidio por parte de otros. Finalmente, el trabajo tiene relevancia para cuestiones amplias de control humano sobre la vida y la muerte –médicos de todas partes, la ciencia y los científicos, y otros profesionales en general, instituciones de diverso tipo– y también para conceptos de la naturaleza humana y valores humanos principales; son cuestiones morales candentes implícitas en este estudio.

Esa esperanza plantea la importante cuestión de la especificidad y la generalidad. Creo que uno debe enfatizar la especificidad del proyecto asesino nazi, especialmente respecto de los judíos: sus características únicas y las fuerzas particulares que le dieron forma. Pero también hay que investigar los principios más amplios sugeridos por ese proyecto único. Ningún otro hecho o institución puede o debe ser igualado a Auschwitz; pero tampoco debemos negarnos la oportunidad de explorar su relevancia general para el genocidio y para situaciones de un orden muy diferente en el que cuestiones psicológicas y morales pueden ser considerablemente más ambiguas.

La secuencia de este libro será la siguiente. En el resto de esta sección introductoria, diré algo sobre mi enfoque psicológico general, las entrevistas y las cuestiones morales relacionadas; luego introduciré la teoría nazi general y la práctica del asesinato medicalizado. La Parte I examina la secuencia de la esterilización forzosa al exterminio médico directo –o “eutanasia”, como se lo llamó falsamente–, que fue posible por la nazificación de la profesión médica alemana, y la culminación en una extensión de la “eutanasia” a los campos de concentración. La Parte II, el segmento más largo del libro, se dedica a Auschwitz: su evolución como institución; las grandes selecciones llevadas a cabo por los médicos nazis en la rampa y las más pequeñas dentro del campo, en especial en los bloques médicos; la adaptación de los médicos nazis al proyecto de asesinato; las luchas de los médicos prisioneros para sobrevivir y seguir siendo sanadores a pesar de su dependencia de los médicos nazis; el uso de inyecciones de fenol para matar; y los experimentos hechos en los prisioneros de Auschwitz y la relación de estos experimentos con los principios biomédicos nazis. Finalmente, esta sección incluye tres estudios de médicos nazis individuales: el de Ernst B., que revela la ambigüedad de la decencia nazi; y los otros dos que representan respectivamente la conducta psicológica de Josef Mengele, como fanático ideológico, y de Eduard Wirths como un ex “buen hombre”, que implementó toda la maquinaria asesina de Auschwitz.

En la Parte III, exploro principios psicológicos extraídos directamente de los médicos nazis, principalmente el del “desdoblamiento”: la formación de un segundo yo, relativamente autónomo, que permite a una persona participar en el mal. Luego recurre a principios más generales del genocidio nazi, como pueden aplicarse a otras –y posiblemente a todas– formas de genocidio. El libro se cierra con un epílogo en cierta forma personal.

 

Las entrevistas

Mi supuesto desde el principio, que mantuve durante los veinticinco años de investigación, era que la mejor forma de aprender sobre los médicos nazis era hablar con ellos; las entrevistas se convirtieron en el núcleo pragmático del estudio. Pero sabía que tendría que complementarlas con una extensa lectura y exploración de todas las cuestiones relacionadas que tenían que ver no solo con observaciones de otros sobre la conducta médica nazi, sino con la época nazi en general, así como también con la cultura y la historia alemanas y con los patrones generales de victimización en general y de enfrentamiento con lo judío en particular.

Con la ayuda de subsidios de una fundación, comencé a viajar: los primeros viajes a Alemania en enero de 1978, y a Israel y Polonia, en mayo y junio de ese año. Viví en Múnich de septiembre de 1978 a abril de 1979; durante ese tiempo, hice la mayor parte de las entrevistas, especialmente en Alemania y Austria, pero también de nuevo en Polonia e Israel, así como en Francia, Inglaterra, Noruega y Dinamarca. En enero de 1980, realicé más trabajo en Israel y Alemania; y en marzo  de ese año, entrevisté a tres sobrevivientes de Auschwitz en Australia. Nunca he sido un viajero tan intenso ni un investigador psicológico tan ensimismado y dolorido.

Entrevisté a tres grupos de personas. El grupo central consistió en veintinueve hombres, que habían estado sumamente involucrados en los altos niveles de la medicina nazi, veintiocho de ellos médicos y un farmacéutico. De esos veintiocho, cinco habían trabajado en campos de concentración (tres en Auschwitz), como médicos de las SS o en conexión con experimentos médicos; seis tenían alguna asociación con el programa de “eutanasia” (asesinato médico directo); ocho estaban involucrados en la creación de políticas médicas, y en el desarrollo y la implementación de la teoría médico-ideológica nazi; seis tenían otros cargos médicos importantes, que los involucraron en conductas contaminadas y conflictos ideológicos; y tres estuvieron involucrados principalmente en la medicina militar, lo que los puso en contacto (o los llevó a tomar distancia) del asesinato masivo de judíos detrás de las líneas en Europa del Este.

Entrevisté a un segundo grupo de doce profesionales no médicos nazis de cierta prominencia: abogados, jueces, economistas, docentes, arquitectos, administradores y funcionarios del Partido. Mi propósito en este caso era poner a prueba las experiencias de profesionales en general bajo el régimen nazi y su relación con la ideología, así como obtener información de fondo sobre políticas médicas y vinculadas con la medicina.

Muy diferente fue el tercer grupo que entrevisté: ochenta ex prisioneros de Auschwitz que habían trabajado en bloques médicos, más de la mitad de ellos doctores. La mayoría eran judíos (entrevistados en los Estados Unidos, Israel, Europa Occidental y Australia), pero había dos grupos de no judíos: polacos (entrevistados en Cracovia, Varsovia y Londres) y ex prisioneros políticos (entrevistados principalmente en diversas partes de Europa Occidental, en especial en Viena). Me focalicé en sus encuentros con médicos nazis y sus observaciones sobre ellos y sobre las políticas médicas de Auschwitz en general.

Con respecto a los dos primeros grupos, quedó claro desde el comienzo que la mejor manera en que podía acercarme a ellos era a través de presentaciones hechas por alemanes de cierta jerarquía en su sociedad, que comprendían mi investigación. El proceso se vio enriquecido por un nombramiento formal que me hicieron como miembro del Instituto Max Planck de Investigación en Psicopatología y Psicoterapia, dirigido por el doctor Paul Matussek. Cuando descubría un nombre y una dirección, el profesor Matussek enviaba a esa persona una carta estandarizada, que me describía como un importante investigador psiquiátrico norteamericano, a cargo de un estudio del “estrés y los conflictos” de los médicos alemanes durante el nacionalsocialismo; mencionaba mi anterior trabajo sobre Hiroshima y Vietnam; enfatizaba mi compromiso con la confidencialidad; e instaba a la persona en cuestión a cooperar plenamente conmigo. En el caso de respuestas positivas, yo escribía una breve carta en la que mencionaba mi deseo de comprender los hechos de esa época de la forma más precisa posible.

Los receptores de esas cartas, sin duda, comprendían que “estrés y conflictos” eran eufemismos de cuestiones más siniestras. Pero, por diferentes razones psicológicas propias, un 70% de los abordados estuvo de acuerdo en verme. En realidad, hacerlo podía permitirles una oportunidad de afirmar su identidad posnazi. Tenía la impresión de que muchos de ellos tenían mochilas cargadas de culpa y vergüenza, a las que no tenía acceso, es decir, formas inconscientes o adormecidas de autocondena silenciosa. Esos sentimientos no reconocidos eran consistentes con una necesidad de hablar.

Pero su forma de lidiar con esos sentimientos era, con frecuencia, lo opuesto a la autoconfrontación: más bien, la tendencia dominante era presentarse ante mí como personas decentes que trataron de hacer lo mejor en una mala situación. Y querían que yo les confirmara esta visión de sí mismas. Más aún, como hombres mayores, estaban en una etapa de la vida en que les gustaba “revisar” el pasado para dar cuenta de su significado y afirmar su legado más allá de la muerte que los acechaba.

Sin embargo, ninguno de ellos llegó a una clara evaluación ética de lo que había hecho y de aquello de lo que había formado parte. Podían examinar hechos con gran detalle, incluso considerar los sentimientos y hablar en general con un sorprendente candor, pero casi como si se tratara de un tercero.

Tuve que considerar muchos niveles de verdad y mentira. Traté de aprender todo lo que pude sobre cada médico nazi antes de verlo, para después comparar y cruzar detalles e interpretaciones con las disponibles de otras fuentes, necesarios para la evaluación no solo de una obstinada falsedad o (más a menudo) una distorsión, sino también de cuestiones de memoria. Estábamos hablando de hechos que habían ocurrido hacía treinta, cuarenta o más años; el olvido persistente y las manifestaciones de embotamiento psíquico podían mezclarse con una distorsión interesada. Sin embargo, también encontré recuerdos vívidos y precisos, junto con una sorprendente franqueza y autorrevelación. Pasé cuatro o más horas con la mayoría de los médicos nazis, por lo general, durante dos o más entrevistas. La gran mayoría de las entrevistas tenían que ser interpretadas. Como en mi trabajo anterior, pude capacitar a algunos asistentes regulares para interpretar de un modo que permitiera un intercambio rápido y relativamente directo. Más allá de sus limitaciones, la presencia de un intérprete en varios casos brindó una  cierta ventaja: un amortiguador que permitió a los médicos nazis, cuando estaban incómodos o conflictuados, lidiar de un modo más libre con cuestiones muy cargadas que podrían haber sido capaces de evitar en un intercambio directo y, por lo tanto, más amenazador. La intensidad que se desarrolló en estas entrevistas no fue menos que la que se dio en aquellas relativamente pocas entrevistas que pude llevar a cabo en inglés (debido a la fluidez del entrevistado). En ambas situaciones, sin excepción, estos médicos alemanes estuvieron de acuerdo en que grabara las entrevistas, para que tuviera un registro preciso de lo que se decía y pudiera trabajar más tarde del alemán original.

Un elemento irónico en el enfoque fue el requisito (planteado por el Comité de Investigación con Sujetos Humanos de la Universidad de Yale, y, en general, seguido en la  investigación norteamericana) de obtener un “consentimiento informado” de los médicos nazis. El requisito en sí mismo surgió del juicio médico de Núremberg, y fue, por lo tanto, una consecuencia de la mala conducta de los propios médicos que estaba entrevistando o sus asistentes. Ese toque de humanidad parecía exactamente correcto. Por ende, en correspondencia con estos médicos previa a nuestra reunión, reafirmé los principios de confidencialidad y de su derecho a plantear cualquier asunto o cuestión que desearan, así como también de dejar de participar de una entrevista en particular o de la investigación en general en cualquier momento.

Entre los médicos que entrevisté, dos estaban en medio de juicios debido a sus actividades nazis. Otro había cumplido una larga sentencia en prisión. Y muchos de ellos habían estado esperando durante períodos de hasta varios años después de la guerra sin un juicio formal.

En total, sin embargo, no eran el grupo criminal más identificable de los médicos. Pero los que vi, como describiré, estaban apenas libres de una conducta malvada, a veces asesina.

Decidí no mencionar mi calidad de judío en la correspondencia previa con estos médicos. Algunos, sin dudas, sospechaban que era judío, aunque nadie me lo preguntó directamente. En la única ocasión en que el asunto surgió específicamente, el médico involucrado se refirió a un artículo en la revista Time que describía la investigación y mencionaba el hecho de que yo era judío. Su empalagosa referencia a la “trágica historia” de nuestras dos personas tendía a confirmar mi impresión de que, si hubiera enfatizado mi calidad de judío desde el comienzo, esta información habría teñido y limitado las respuestas durante las entrevistas y habría causado que un porcentaje mucho más alto de ex médicos nazis se hubiese rehusado a verme. Mencionada o no, sin embargo, mi calidad de judío estuvo, en cierta forma, significativamente presente en cada entrevista, seguramente en mi enfoque y probablemente en las percepciones de cierto nivel de conciencia de parte de los médicos alemanes.

Respecto de la secuencia de la entrevista, primero describía brevemente el propósito, el método y las reglas básicas de la investigación, incluyendo una referencia casual a mi política de grabar las entrevistas. Después de obtener el acuerdo del médico para avanzar, hacía unas pocas preguntas fácticas sobre su situación inmediata, pero esencialmente comenzaba pidiéndole que relatara sus antecedentes educativos, en especial médicos.

Luego, solía preguntar más sobre la familia del hombre y sus antecedentes culturales, antes de examinar en detalle lo que hizo y experimentó durante la época nazi. Los médicos sabían que esto era por lo que había venido y mucho se sumergían con toda su energía en  esas experiencias. Entraron dispuestos al patrón de la entrevista que combinaba exploraciones focalizadas, por un lado, y asociaciones espontáneas, por el otro.

La atmósfera tendía a variar de incómoda a cordial. Podía haber períodos de vínculo genuino, que por lo general alternaban con tensiones, diversas formas de distanciamiento y reafirmación de parte tanto del médico nazi como de mí mismo de nuestras existencias esencialmente antitéticas. Cada tanto, había un destello de nostalgia por los tiempos del nazismo, por una época en la que la vida tenía intensidad y significado, más allá de los conflictos que engendró.

Nunca pude superar del todo la sensación de extrañeza que experimenté sentado cara a cara con ellos, ni dejé de sentir una cierta vergüenza y culpa por mis esfuerzos para entrar en su mundo psicológico. Estos sentimientos pueden haberse agravado cuando, en algunos casos, me sentía involucrándome en su humanidad. Mi conflicto central, entonces, tenía que ver con mi habitual sensación de la entrevista psicológica como un procedimiento esencialmente amistoso, y mis sentimientos mucho menos que amistosos hacia estos entrevistados. Trabajé siempre dentro de ese conflicto. Para mí, la indagación psicológica fue una forma de confrontación moral. Sin embargo, debo agregar que hubo momentos en que quería no solo confrontar, sino acusar –en realidad, atacar– al hombre que estaba sentado frente a mí. Con los sobrevivientes de Auschwitz, la atmósfera de las entrevistas fue totalmente diferente. Casi todos ellos (con excepción de uno que se sentía demasiado molesto con estas cuestiones como para hablar conmigo) se involucraron de inmediato en un esfuerzo común hacia la comprensión de los médicos nazis, y de lo que hicieron en el campo de concentración y otros lugares. Mi identificación personal más cercana fue con los médicos judíos sobrevivientes. En muchos casos, provenían de familias y contextos sociales y étnicos no demasiado diferentes de los míos, y de áreas cercanas a los hogares originales de mis abuelos. No podía evitar contrastar su sufrimiento con mi existencia privilegiada.

Sin embargo, más allá del dolor involucrado, no estuve deprimido y, de hecho, experimenté una considerable energía al realizar el estudio. Estaba inmerso en sus requerimientos activos, los elaborados arreglos para organizar y llevar adelante las entrevistas y la sensación general de una tarea que había que completar. El dolor me golpeó más duro cuando volví a los Estados Unidos en la primavera de 1979 y me senté solo en mi estudio para contemplar y comenzar a ordenar lo que había aprendido.

He usado seudónimos que consisten en un primer nombre y la última inicial para las personas que entrevisté para este libro y para algunas otras. Además, he alterado algunos detalles identificatorios que no afectan la sustancia de las entrevistas, y en unos pocos casos me abstuve de hacer algunas citas específicas.

 

Los límites de  la explicación psicológica

La investigación psicológica es siempre una empresa moral, así como los juicios morales inevitablemente incluyen supuestos psicológicos. Consideremos, por ejemplo el celebrado juicio de Hannah Arendt sobre Adolf Eichmann y la “banalidad del mal”. Esa frase ha surgido como una caracterización general de todo el proyecto nazi. Lo que he notado sobre el carácter ordinario de los médicos nazis como hombres parecería ser más evidencia de su tesis. Pero no es tan así. Los médicos nazis fueron banales, pero lo que hicieron no lo fue. Una y otra vez en este estudio, describo hombres banales que realizan actos demoníacos. Al hacer eso –o para hacer eso– estos hombres cambiaron, y al llevar a cabo sus acciones, ya no fueron banales. Combinando las consideraciones psicológicas y morales, se puede entender mejor la naturaleza del mal y las motivaciones de los hombres.

Mi meta en este estudio es descubrir las condiciones psicológicas que conducen al mal. Para hacer uso de la psicología de esa forma, uno debe tratar de evitar trampas específicas. Cada disciplina tiene ilusiones de comprender lo que no se entiende; la psicología profunda, con su endeble y a menudo defensiva relación con la ciencia, puede ser especialmente vulnerable a esa ilusión. Aquí recuerdo las palabras admonitorias de un médico sobreviviente: “El profesor quisiera comprender lo que no es comprensible. Nosotros mismos que estuvimos allí, y que siempre nos hemos hecho la pregunta y la seguiremos haciendo hasta el fin de nuestra vida, [no lo entendimos] porque no puede ser comprendido”.

Más que ser meramente humilde, este pasaje sugiere un importante principio: que ciertos hechos eluden nuestra comprensión plena, y hacemos todo lo que podemos por reconocer que una comprensión parcial, una dirección de entendimiento, es lo mejor que se puede esperar de cualquier enfoque. Es un rechazo elocuente del reduccionismo psicológico: el colapso de hechos complejos en una única explicación abarcadora, de modo que elimina en lugar de iluminar las estructuras interconectadas y las motivaciones detrás de esos eventos. En ese tipo de reduccionismo, se puede sacrificar la precisión psicológica al igual que la sensibilidad moral.

Otra trampa, incluso en ausencia de reduccionismo, tiene que ver con la “comprensión” como un reemplazo del juicio moral: con el principio contenido en el aforismo francés frecuentemente invocado: Tout comprendre c’est tout pardonner (Comprender todo es perdonar todo). Pero aquí diría que, si una comprensión completa incluyera una comprensión de la moral, así como las cuestiones psicológicas, la segunda parte del aforismo –“perdonar todo”– no se daría en la realidad. El peligro tiene que ser reconocido, y puede ser superado solo por la concientización existente del contexto moral del trabajo psicológico.

En parte, para abordar algunas de estas cuestiones morales en conexión con la experiencia social e histórica, uno de los primeros psicoanalistas, Otto Rank, llamó a su último trabajo importante Más allá de la psicología (1942). Rank había estado preocupado durante mucho tiempo por los principios éticos que creía que Freud y otros habían excluido del trabajo psicológico, en gran medida, porque la propia psicología estaba atrapada en su ideología científica. Por implicación, ese tipo de ideología científico-psicológica podía reducir  a Auschwitz, o a los practicantes médicos de las SS, a un mecanismo particular o a un conjunto de mecanismos. La cuestión del mal, entonces, no se plantearía. En ese sentido, podemos decir que, para abordar cuestiones morales, no hay que quedar enteramente más allá de la psicología, pero debemos constantemente observar cuestiones que la mayor parte de la psicología ha ignorado. Incluso entonces, hacemos bien en reconocer, como hizo Rank, que la psicología puede explicar hasta un cierto punto. Con respecto a Auschwitz y el genocidio nazi, hay mucho que quedará en la ignorancia, pero debemos aprender lo que podamos.

De considerable importancia aquí es el modelo o paradigma psicológico que empleemos. El mío se aparta del clásico modelo freudiano de instinto y defensa, y enfatiza la continuidad de la vida, o la simbolización de la vida y la muerte. El paradigma incluye tanto una dimensión inmediata como una ulterior. La dimensión inmediata –nuestra participación psicológica directa– incluye luchas con la conexión y la separación, la integridad y la desintegración, el movimiento y la estasis. Separación, desintegración y estasis son equivalentes de muerte, imágenes que se relacionan con las preocupaciones respecto de la muerte, mientras que las experiencias de conexión, integridad y movimiento están asociadas con una sensación de vitalidad y con simbolizaciones de la vida. La dimensión ulterior aborda una participación humana más amplia, la sensación de estar conectado con aquellos que han pasado antes y aquellos que continuarán nuestro limitado lapso de vida. Así, buscamos un sentido de inmortalidad, de vivir en nuestros hijos, obras, influencias humanas, principios religiosos, o en lo que consideramos una naturaleza eterna. Este sentido también puede lograrse a través de la experiencia de trascendencia: un estado psíquico especial tan intenso que, dentro de él, el tiempo y la muerte desaparecen, la clásica experiencia de los místicos.

Uno debe abordar esta dimensión ulterior –lo que Otto Rank llamó “sistemas de inmortalidad”– si quiere comenzar a comprender la fuerza de la proyección nazi del “Reich de Mil Años”. Lo mismo ocurre con el concepto nazi de Volk –un término que no solo denota “pueblo”, sino que encarna una conexión inmortalizadora con la sustancia racial y cultural eterna. Y esa conexión comienza a ponernos en contacto con la versión nazi de la “inmortalidad revolucionaria”. El paradigma también delimita la actitud del investigador que combina el apoyo y el desapego: articular los apoyos morales, en lugar de meterlos de contrabando a través de una afirmación de neutralidad moral absoluta; y, al mismo tiempo, mantener suficiente desapego para aplicar los principios técnicos y científicos de la disciplina.

El equilibrio buscado al lidiar con estas experiencias abrumadoras, aunque difícil de mantener, es lo que Martin Buber describió como equilibrio de “distancia y relación”.

 

El asesinato medicalizado

En el asesinato masivo nazi, podemos decir que se quitó una barrera, que se cruzó un límite: ese límite entre el imaginario violento y el asesinato periódico de víctimas (como los judíos en pogromos), por un lado, y el genocidio sistemático en Auschwitz y otras partes, por el otro. Mi argumento en este estudio es que la medicalización del asesinato –el imaginario de matar en nombre de la sanación– fue fundamental para ese paso terrible. En el centro de la empresa nazi, entonces, está la destrucción del límite entre curar y matar.

Las primeras descripciones de Auschwitz y otros campos de exterminio se centraron en el sadismo y la crueldad de los guardias, oficiales y médicos nazis. Pero quienes luego estudiaron el proceso se dieron cuenta de que el sadismo y la crueldad solos no podían dar cuenta del asesinato de millones de personas. El énfasis luego pasó a la burocracia del exterminio: la función burocrática desapegada, sin rostros, descripta originalmente por Max Weber, ahora aplicada al asesinato masivo. Este foco en la violencia embotada es enormemente importante, y es consistente con lo que observaremos como la arrutinización de toda función en Auschwitz.

Lo que llamo “asesinato medicalizado” aborda estos principios motivadores y mecanismos psicológicos, y nos permite comprender a los victimarios de Auschwitz –en particular a los médicos nazis– como parte de una burocracia de muerte y como participantes individuales cuyas actitudes y conductas pueden ser examinadas.

El asesinato medicalizado puede comprenderse desde dos perspectivas más amplias. La primera es el método “quirúrgico” de matar gran cantidad de personas por medio de una tecnología controlada que hacía uso de un gas altamente venenoso; el método empleado se convirtió en un medio para mantener la distancia entre asesinos y víctimas. Este distanciamiento tuvo una importancia considerable para que los nazis aliviaran los problemas psicológicos experimentados (como atestiguan una y otra vez documentos nazis) por las tropas de los Einsatzgruppen, que llevaron a cabo ejecuciones cara a cara de judíos en Europa del Este, problema que no impidió que estas tropas mataran 1.400.000 judíos.

Pude obtener evidencia directa sobre esta cuestión durante una entrevista con un ex neuropsiquiatra de la Wehrmacht, que había tratado a una gran cantidad de personal de los Einsatzgruppen por trastornos psicológicos: ansiedad aguda, pesadillas, temblores y muchas afecciones físicas. Pero en estas “tropas asesinas”, como las llamaba, los síntomas tendían a durar más y a ser más agudos. Calculaba que el 20% de quienes provocaban la muerte directa experimentaron estos síntomas de descompensación psicológica; la mitad los asociaba con lo “desagradable” de lo que tenían que hacer, mientras que la otra mitad parecía tener problemas morales respecto de matar  personas de ese modo, en especial a los niños. Muchos experimentaban una sensación de culpa en sus sueños, que podían incluir diferentes formas de castigo o venganza. Esta dificultad psicológica llevó a los nazis a buscar un método más “quirúrgico” de matar.

Pero hay otra perspectiva sobre el asesinato medicalizado que creo que no está suficientemente reconocida: matar como un imperativo terapéutico. Este tipo de motivación se reveló en las palabras de un médico nazi citado por la distinguida médica sobreviviente, la doctora Ella Lingens-Reiner. Señalando a las chimeneas a la distancia, le preguntó el médico nazi Fritz Klein: “¿Cómo puede conciliar esto con su juramento [hipocrático] como médico?”. Su respuesta fue: “Por supuesto, soy médico y quiero preservar la vida. Y, por respeto a la vida humana, quitaría un apéndice gangrenado de un cuerpo enfermo. Los judíos son el apéndice gangrenado en el cuerpo de la humanidad”.

El imaginario médico fue todavía más amplio. Al igual que Turquía en el siglo xix (debido a la extrema declinación del Imperio otomano) fue conocida como el “enfermo de Europa”, así interpretaron los ideólogos pre-Hitler y el propio Hitler el caos posterior a la Primera Guerra Mundial y la desmoralización como una “enfermedad”, especialmente de la raza aria. Hitler escribió en Mein Kampf, a mediados de la década de 1920, que “cualquiera que quiera curar esta época, que está enferma y podrida por dentro, debe ante todo reunir el valor para dejar en claro las causas de esta enfermedad”. El diagnóstico era racial. La única raza genuina “creadora de cultura”, los arios, se había permitido debilitarse hasta el punto de poner en peligro su supervivencia por los “destructores de cultura”, caracterizados como “los judíos”. Los judíos eran agentes de “contaminación racial” y “tuberculosis racial”, así como de enfermedades causadas por parásitos y bacterias, deterioro y muerte en los pueblos receptores que infestaban. Eran los “chupadores de sangre eternos”, “vampiros”, “portadores de gérmenes”, “parásitos de los pueblos”, y “gusanos en un cuerpo en descomposición”. La cura tenía que ser radical.

La metáfora médica se mezcló con una concreta ideología biomédica en la secuencia nazi que fue de la esterilización forzada al exterminio médico directo y luego a los campos de exterminio. El principio unificador de la ideología biomédica era el de una enfermedad racial mortal, la enfermedad de la raza aria; la cura, el asesinato de todos   los judíos.

Así, para Hans Frank, jurista y gobernador general de Polonia durante la ocupación nazi, “los judíos eran una especie inferior de vida, una especie de plaga, que con el contacto infectó al pueblo alemán con enfermedades mortales”. Mientras a esta visión se la suele mencionar como “darwinismo social”, el término se aplica solo de manera laxa, en gran parte al énfasis nazi en la “lucha” natural y en la “supervivencia del más apto”. El régimen, en realidad, rechazó gran parte del darwinismo; como la teoría evolutiva es más o menos democrática en sus supuestos de un inicio común de todas las razas, por lo tanto,   se opone al principio nazi de la inherente virtud racial aria.

Aún más específico para la visión biomédica fue el crudo imaginario genético, combinado con visiones eugenésicas aún más crudas. Aquí, Heinrich Himmler, como supremo sacerdote, habla de la tarea de liderazgo como la del “experto que cultiva plantas y que, cuando quiere lograr una nueva cepa pura de una  especie muy probada que ha quedado agotada por demasiadas cruzas, primero va al campo a sacrificar las plantas no deseadas”.

El proyecto nazi, entonces, no fue tanto darwiniano o darwinista social, sino una visión de control absoluto sobre el proceso evolutivo, sobre el futuro biológico humano.

En estas visiones, los nazis adoptaron no solo las versiones del antisemitismo místico medieval, sino también una afirmación más nueva (de los siglos xix y xx) de “racismo científico”. Las características judías peligrosas podían vincularse con supuestos datos de disciplinas científicas, de modo que una “corriente dominante de racismo” se formó a partir de la fusión de la antropología, la eugenesia y el pensamiento social. La resultante “biología racial y social” podía hacer que formas violentas de antisemitismo parecieran intelectualmente respetables a hombres y mujeres instruidos.

Se puede hablar del Estado nazi como una “biocracia”. El modelo aquí es una teocracia, un sistema de gobierno de los sacerdotes de  una orden sagrada bajo la afirmación de una prerrogativa divina. En el caso de la biocracia nazi, la prerrogativa divina fue la de la cura a través de la purificación y la revitalización de la raza aria: “A partir de un mecanismo de muerte que solo reclama su existencia por su propio bien, debe formarse un organismo con el exclusivo objetivo de servir  a una idea superior”. Al igual que en una teocracia, el propio Estado no es más que un vehículo para el propósito divino. La biocracia nazi difería de una teocracia clásica en que los sacerdotes biológicos en realidad no gobernaban. Los claros dirigentes eran Adolf Hitler y su círculo, no los teóricos biológicos y, ciertamente, no los médicos. (La diferencia, sin embargo, está lejos de ser absoluta: incluso en una teocracia, los dirigentes muy politizados pueden hacer diversos reclamos a la autoridad sacerdotal).

Entre las autoridades biológicas llamadas para articular e implementar un “racismo científico” –incluyendo los antropólogos físicos, los genetistas y los teóricos raciales de diversos tipos–, los médicos inevitablemente encontraron un lugar único. Fueron ellos los que trabajaron en el límite de la vida y la muerte, los que estuvieron más asociados con el aura asombrosa, que desafía a la muerte y, a veces, lidia con la muerte, de un chamán o un sanador.

En Núremberg, los médicos solo fueron juzgados de manera limitada por su participación en los asesinatos, en parte, debido a que no se comprendía todavía toda su importancia.

En Auschwitz, los médicos nazis presidieron el asesinato de la mayor parte del millón de víctimas de ese campo. Los médicos llevaron a cabo selecciones, supervisaban los asesinatos en las cámaras de gas y decidían cuándo las víctimas estaban muertas. Ellos llevaban a cabo una epidemiología asesina, enviando a la cámara de gas a grupos de personas con enfermedades contagiosas y a veces incluso a alguno más que podía estar en el bloque médico; ordenaban y supervisaban, y a veces realizaban, el asesinato directo de pacientes debilitados en los bloques médicos por medio de inyecciones de fenol en el torrente sanguíneo o en el corazón. En conexión con todos estos asesinatos, los médicos mantuvieron la pretensión de su legitimidad médica: en las muertes de los prisioneros de Auschwitz y de otros de afuera llevados para ser matados, firmaron falsos certificados de muerte en los que figuraban enfermedades espurias.

En suma, podemos decir que se les dio gran parte de la responsabilidad de la ecología asesina de Auschwitz: la elección de las víctimas, la carga de la mecánica física y psicológica de la matanza, y el equilibrio entre las funciones de muerte y trabajo en el campo. Si bien no dirigieron Auschwitz en absoluto, le dieron un aura médica perversa. Como uno de los sobrevivientes que observó de cerca el proceso señaló: “Auschwitz fue como una operación médica” y “el programa de asesinatos fue liderado por médicos del comienzo al final”.

Podemos decir que el médico de pie en la rampa representaba una especie de punto omega, un mítico portero entre los mundos de los muertos y los vivos, un sendero final común de la visión nazi de la terapia a través del exterminio.

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