#MDZLecturas-Verano 2020

Filosofía a martillazos, las clases de Darío Sztajnszrajber

El reconocido filósofo retoma ahora la tradición de clases públicas y elige seis para dar forma al primer tomo de este texto, publicado por Planeta, que conserva la frescura del tono coloquial de sus exposiciones, incluidos sus diálogos con el público amplio que fue a escucharlo.

Redacción MDZ
Redacción MDZ miércoles, 15 de enero de 2020 · 06:59 hs
Filosofía a martillazos, las clases de Darío Sztajnszrajber

Fragmento

CLASE 1: EL AMOR

Estos días previos a nuestra clase de hoy sobre el amor recibí muchos mensajes de parte de ustedes. Hubo una especie de hormigueo en las redes rosarinas… Incluso alguno —que debe estar acá— escribió que era un momento cúlmine en su existencia… ¿Les parece que es para tanto? Les quiero decir algo: al amor hay que hacerlo, no pensarlo. Lo digo incluso en contra no solo de mí mismo sino de esta clase, ya que acá vamos a hacer todo lo contrario. Vamos a pensarlo, a darle vueltas. Eso. Vueltas, le vamos a dar vueltas: gran metáfora de lo inconsumable…

Lo primero que quiero decir, aunque parezca una perogrullada, es que existe una relación íntima, carnal, entre la filosofía y el amor: ustedes saben que la filosofía en su origen etimológico es amor a la sabiduría. Todo lo que se diga, se piense, se reflexione, se desenmascare o se cuestione sobre el amor se traslada entonces al mismo tiempo a la filosofía. Para la mayoría de nosotros, sin embargo, probablemente se trata de dos acontecimientos muy diferentes: cuando pensamos al amor nos parece algo más del plano de la emoción, algo que no convoca al pensamiento, o que en todo caso se halla en una relación conflictiva con la razón; mientras que la filosofía parece todo lo contrario: una actividad neta y puramente racional. Ligar la filosofía con el amor parece medio extraño a priori. Incluso hasta se molestan en algún punto. Hay un ideal de la filosofía que desistiría de toda “contaminación” emocional, pero al mismo tiempo hay un ideal del amor como aquello que trasciende la frialdad del cálculo mental. Será cuestión entonces de desidealizar un poco para ver sus conexiones.

Tal vez el libro más emblemático sobre el amor que se haya escrito en filosofía sea El banquete de Platón, libro al que vamos a estar recurriendo durante toda la clase. Trata de una hermosa polémica que diferentes comensales en la sobremesa entablan sobre la naturaleza del dios Eros, una de las deidades que representaba al amor en el mundo griego. Cada nuevo orador va debatiendo con las tesis anteriores hasta que en el penúltimo discurso Sócrates busca superar todos los discursos escuchados y lleva la reflexión a otro plano: lo que empezó como un debate sobre el amor por el otro, el amor de pareja, se va transformando en el discurso de Sócrates en un amor cada vez más existencial, más —por qué no— ontológico, un amor por el saber (en griego filosofía), un amor por las ideas, un deseo por lo absoluto. En un salto conceptual, pensar al amor como un vínculo con el otro nos va llevando a comprender que detrás de todo amor hay siempre, según Platón, un deseo por el todo, un deseo de trascendencia. ¿Será el amor por el otro entonces una excusa, solo un hilo conductor hacia un propósito más grande? O al revés, ¿será la imposibilidad de alcanzar el absoluto lo que nos degrada en meros vínculos humanos, demasiado humanos?

De hecho, la primera definición —si quieren decirlo así— importante, la primera aparición importante del término filosofía en la cultura griega data de El banquete. Como si les dijera que Platón utiliza la cuestión del amor por el otro como un disparador para hablar del único amor que le interesa, que es el amor al saber, de nuevo, la filosofía. No es que no le interese el amor entre las personas, pero a lo largo del libro va resultando casi como una plataforma para alcanzar un amor más pleno —si lo hubiese, ya lo discutiremos—, que es el amor al saber.

Un primer dilema fuerte atraviesa la cuestión del amor: la posibilidad de su realización. ¿Alcanza el amor su objetivo? ¿O no? Si lo llevamos a la filosofía diríamos que la filosofía parece más una búsqueda inagotable, una especie de deseo por saber que nunca termina de colmarse, ya que cada vez que la filosofía alcanza una nueva instancia de saber no hace más que profundizar nuevas búsquedas. Como si la receta de la filosofía fuese estar buscando un saber que sabe que nunca termina de alcanzar.

¿Y no es el amor eso? ¿No se juega el amor, en algún sentido, en esa especie de vocación por tratar de alcanzar algo que siempre se nos escapa?

¿Y no sucede que, si no se nos escapa, o sea, que si lo alcanzamos, lo que se produce de manera paradójica es más bien su propia disolución?

Paradoja trágica del amor: búsqueda que cuando logra alcanzar lo que busca se disuelve como búsqueda. El problema es que, si el amor es la búsqueda, parecería que siempre debería estar a metros de alcanzar su objetivo. Siempre a metros, pero sin nunca lograrlo, ya que un amor que cierra es un amor que desaparece. Por lo tanto, en el amor como búsqueda hay una necesidad de que siempre quede algo abierto, una búsqueda que desde el principio se sabe imposible. Ahora, si el amor es lo abierto, ¿cómo podría lo abierto cerrarnos?

Si lo abierto es compañero del amor, por lo menos ya podemos, para empezar, eliminar la iconografía imaginaria del amor de verano, amor de bronceador, amor como camino a la felicidad, amor como rostro sonriente de publicidad de dentífrico. Y también podemos borrar la idea de que el amor genera sosiego, genera tranquilidad, genera estabilidad. Lo generaría si el amor fuese realmente la posibilidad de acceder a una plenificación. Con esto no digo que el móvil del amor no sea plenificarnos. Estoy diciendo algo peor: que siendo el móvil del amor la búsqueda de la plenitud, sin embargo nunca puede alcanzar ese propósito final. Se nos cae todo un dispositivo que entiende la relación de medios a fines como una relación utilitaria.

¿De qué sirve el amor si, en tanto medio, no nos brinda la consecución de ningún fin? Dos cosas: una, ¿sirve el amor? Y dos, subversiva tarea la de pensarnos impulsados por lo imposible. El amor, un imposible que solo siendo imposible cobra sentido y por eso, cuando es posible, nunca cierra… Pero además el amor tiene algo de inevitable. Lo trágico del amor es que

no se puede no amar, con lo cual su carácter paradójico entra en tensión con su carácter ontológico; o sea que si en todo amor hay siempre algo que no cierra, y el amor está en todo, entonces en todo lo que hacemos hay algo que no cierra… ¿Qué cagada, no? Es cierto que podemos buscar prácticas más ascéticas en relación a lo que uno hace, pero incluso el ascetismo es una forma de erotismo: que algo no nos afecte es una forma de la afección. Creo que el amor atraviesa todo lo que hacemos. Hay amor en ustedes para venir acá, a una clase de filosofía, un miércoles a la noche; hay amor en todo lo que hacemos porque todo lo que hacemos está atravesado, de algún modo, por el deseo. Y es el deseo quien termina siendo clave en la construcción de sentido de nuestras acciones. Intentamos que todo lo que hacemos cobre sentido, y con ello, nos cierre. Ese cobrar sentido, ese impulso por dotar a las cosas de algo más que su mera presencia, es el amor. Ese “algo más” coloca al amor en el plano de la trascendencia. Erotizar la existencia es intentar que todo sea algo más de lo que es. Y sin embargo este eros tiene

la figura de la paradoja: ese sentido denodadamente buscado nunca llega.

Interesante repensar la cuestión del sentido. Vayamos por ejemplo a Heidegger para replantear la cuestión del sentido en el dilema entre la pasión y la razón. Parecería que todo lo que hacemos tiene una explicación, o por lo menos debería tenerla; pero muchas veces el móvil que hace que nos arrojemos a lo que hacemos encuentra esa explicación después. Primero actuamos y después justificamos lo que hacemos. Primero actuamos y después justificamos. El móvil siempre es previo. Y además, es emocional. Heidegger decía eso: ojo que nuestra relación con las cosas primero es afectiva y después es racional. Que hayamos construido la imagen de un ser humano que ejecuta lo que antes piensa es otra cosa: es una manera de autojustificación, de expiación, incluso de autoelevación de nuestras capacidades. Pero hay algo que no manejamos, una disposición afectiva. Nuestra apertura al mundo primero es afectiva; o sea, las cosas nos afectan. Disponen en nosotros estados de ánimo. Las cosas nos van o no nos van, y después armamos todo un sistema de justificación racional para que cobren sentido en nuestro entendimiento. Angustia, miedo, alegría, meras palabras que no logran articular algo que nos conmueve en lo más íntimo. La existencia supone esta zona de indefinición conceptual. Existencialismo básico: la razón viene siempre después. Por eso el mundo, en el fondo, no tiene sentido, porque en el fondo no hay fondo. El amor, claramente, tiene que ver con esa zona de indefinición. Ojalá fuese explicable…

Aunque muchos dirán que no, que lo interesante del amor es justamente esa zona de indefinición, de inmanejabilidad. También. Pero ojalá, sobre todo cuando uno padece el amor, ojalá uno pudiera controlar sus sentimientos, como dice ese bello tema de los Virus. ¿Se acuerdan? “Vamos controlando los sentimientos”. Panacea de felicidad que los sentimientos se deriven maquinalmente de decisiones racionales volitivas. Pero no, lamento comunicarles que no se controlan. ¡Bah!, ya lo saben. Son previos. No se controlan. Y en el caso del amor, casi siempre el padecimiento tiene que ver con que, aunque todo cálculo nos indicara, en la situación que sea, lo inoportuno de enamorarnos, sin embargo no nos importa: nos enamoramos igual, y para peor, de lo más inconveniente. La tragedia de lo humano: aunque demostremos que no nos conviene, lo hacemos igual. Es más; cuanto menos nos convenga, más nos impulsa el deseo de ir por lo inconveniente. Y lo peor es que no se entiende bien por qué…

Son pocos los ámbitos donde obramos así, donde el cálculo no incide directamente en la acción. Pocos o ninguno. Nadie haría eso si tuviera que invertir su capital, su dinero, por ejemplo. Nadie iría con la guita que juntó toda la vida si le dicen “no te conviene invertir acá”. Nadie diría “no importa, no puedo, algo que no sé qué es me lleva hacia allí, así que invierto”. ¿En lo inconveniente?

De algún modo, cuando uno ama se pelea con esa lógica. El amor es an-económico. Y sin embargo, eso no significa que no sostengamos muchas relaciones atravesadas por la lógica del cálculo y la economía; y las convirtamos en amor y creamos que eso es amor. Y seguramente los que viven así son más felices que los que padecemos el amor, porque además de hacer economía con el amor creen que es amor. Y listo. ¡Un día se murieron, y ni se enteraron! Y en el medio hicieron negocio…

Con los afectos pasa algo —de nuevo— trágico, algo que uno no puede manejar, que nos excede; trágico en ese sentido. Salgamos del amor con la pareja y llevémoslo a cualquier ámbito que tenga que ver con lo que uno hace. La vocación, por ejemplo. Otro lugar donde también se juega la cuestión del cálculo.

Ahí tenemos un primer Boca-River: el amor y el cálculo, el amor y la economía. ¿Quién no recuerda los dilemas que uno tenía —debe haber chicos y chicas aquí de diecisiete o dieciocho años— cuando debía elegir qué carrera estudiar? Poníamos en un costado del ring a “yo quiero, yo deseo estudiar esto”, pero —en el otro costado— “la economía, la salida laboral, la presión social que me marca lo conveniente”. De nuevo, lo que ahí entra en juego es el amor, o lo que no entra en juego. O lo que entra en juego al no entrar en juego. Así, en la elección de una carrera es mucho más simple darle la espalda al amor y dedicarse a lo que finalmente la economía indica que es mejor. Y hacer una carrera. Y ganar mucha plata. Y ser feliz. El amor es otra cosa, nos decimos. Pero hasta incluso la felicidad en este caso tendría una definición en términos económicos, o si quieren, en términos farmacológicos: nada calma más que encajar donde se debe. Claro que ese amor, que es otra cosa, irrumpe en cualquier momento. Y lastima.

No quiero preguntar para no bajonear, pero en estos cursos de filosofía suelo tener una mayoría importante de profesionales de otras áreas. No digo que no tengan vocación por lo que hacen, pero evidentemente hay algo más que se juega ahí, en esa fragmentación incesante que nos constituye: una necesidad de encontrarse con otra cosa.

Pero, bueno, es mucho más fácil darle la espalda al amor por una vocación que al amor por alguien que me atrapa, que me perturba; y que racionalmente uno entiende que no debe perder ni tiempo, ni energía, y sin embargo no puede. Tiene algo de impotencia el amor. Así como es la expresión más acabada del poder, de lo que me impulsa a poder, de lo que puedo; es también la sensación de lo que me trasciende y frente a lo cual solo cabe el padecimiento.

Si el amor tiene algo de impotencia, entonces es una pasión. Y como es una pasión —en griego, pathos— tiene que ver con algo que se padece, que no lo decido. Por eso el amor me toma. Quiero volver a ese aspecto de autonomía racional, de autodominio, que en el amor parece colapsar.

¿Por qué la impotencia? Autonomía, en griego, significa “que uno se da sus propias leyes”. Mi autonomía, mi autodeterminación me indica claramente lo oportuno o inoportuno de enamorarme de vos. Y sin embargo, esa autonomía colapsa. ¿Por qué? Porque no pasa por una decisión racional. Me cierra mucho más la metáfora mitológica que explica al amor. La metáfora mitológica pone más el acento en que uno no elige en el amor, sino que el amor lo elige a uno.

¿Qué significa que el amor lo elige a uno, que es una pasión? Analicemos la palabra pasión, asociémosla con la idea de ser pasivo. La pasión tiene su origen en esa explicación mitológica: padecemos las pasiones porque los dioses nos toman y nos hacen su objeto. Por ejemplo, a uno le sobreviene el enojo: es como que el dios del enojo me toma y me hace enojar. No lo decido. De nuevo: el cálculo racional me indica que, la verdad, es al pedo enojarme, pero me enojé. Y me enojé.

Hoy me enojé cuando venía a Rosario con el tiempo justo y el micro paró media hora sin ningún aviso previo. Y ahí quedamos, todos arriba del micro esperamos media hora sin saber por qué. Preguntábamos y nos decíamos que ya se resolvía el asunto, pero iban pasando los minutos y no pasaba nada. Me fue tomando como un enojo, no tanto por la demora sino por la falta de información, el derecho del pasajero, el tiempo desperdiciado de vida frente a los minutos efímeros que me restan antes de la muerte. En realidad, todo se resolvía con solo avisarnos sobre lo que estaba sucediendo… Pero no. Entonces allí, uno se dice, mientras va contando los minutos que se alargan elásticamente y se enoja de su propio enojo: “A ver, Darío, racionalmente es al pedo que padezcas, ¿para qué te vas a enojar? Hay cosas que te exceden. Vas a entrar en una discusión… Aprovechá el tiempo para leer, preparar la clase de la semana que viene, hacer algo o relajarte”. Pero no. Uno se queda en el vaivén entre el enojo y los minutos eternos. Ojalá uno pudiera dominarse a sí mismo. En cambio, ¡estábamos todos golpeando la puerta! Porque, además, entre muchos es peor, nos vamos cebando. El enojo te toma. Finalmente, el micro arrancó. Pero de nuevo es esta idea de que hay algo externo que me toma. No pude conmigo mismo. Ni yo ni ninguno de mis compañeros de viaje.

Es el mismo esquema el que se produce en el amor. Está tan claro que no y sin embargo sí. Está tan claro que no es con vos y sin embargo me podés. O será que tal vez habrá que empezar a desconfiar de las claridades. Hay algo que te toma. Lo podés analizar y comprender, pero ese trabajo a lo sumo lo descomprime un poco. ¿No será siempre el amor justamente aquello que siempre nos excede? O al revés; ¿no se transformará el amor en otra cosa de sí cuando lo comprendemos? ¿Y no será entonces siempre lo que sigue quedando afuera aquello que irrumpe como amor? Perdón por empezar hablando del amor en términos tan pesimistas, pero bueno, se supone que una clase busca esclarecer… Es que en el amor está recontraclara la cuenta que uno hace acerca de la utilidad o la inutilidad de embarcarse en un vínculo, pero mucho más claro es que la cuenta te la metés en el bolsillo. Porque por más cuenta clara, ella o él pasó enfrente tuyo, oliste… y fuiste. ¡Un olor! Solo un olor…

Recuerdo los famosos poemas de Petrarca, el renacentista, los poemas a Laura: parece que Petrarca cuenta que estaba en el mercado un día cuan- do pasó una mujer con una cabellera negra; él la vio medio de costado, la olió, la miró pasar y se enamoró. Hermoso enamorarse de un olor y una cabellera. ¿Su nombre? Laura. Al otro día, desesperado, la fue a buscar. ¿Y saben qué? ¡No la encontró nunca más en su vida! ¿Qué hizo entonces? Le escribió miles de poemas, el Cancionero: son los poemas para Laura. Fíjense con lo que uno se puede enganchar. Y cómo esa ausencia se hizo poema. Tal vez todo el problema del amor resida en esto, ¿no? En aquello con lo que uno se engancha del otro, más allá de lo que el otro expone. Esa idea lacaniana de que el que ama está buscando algo que no sabe qué es, pero tampoco el amado sabe qué es lo que trae.

Déjenme que agregue entonces otro adjetivo: el amor tiene algo de espectral, de fantasmagórico. Es un poco la clave de lo que vamos a tratar de dilucidar hoy. ¿De qué me enamoro? ¿De quién me enamoro? ¿Me enamoro de alguien en concreto? ¿Me enamoro de un otro? ¿O me enamoro de una construcción, o proyección fantasmagórica que hago yo, en el otro, de mí mismo: de mis carencias, de mis necesidades, de mis frustraciones, incluso de lo que no puedo dar cuenta?

Petrarca quería escribir y fue Laura; pudo haber sido cualquiera. Que haya sido Laura, o no, puede tener una explicación —si quieren— especial. La explicación especial no hace más que acrecentar la idea de que tenía que ser Laura, pero es una autojustificación al interior de la autojustificación. En definitiva, Petrarca quería escribir: fue Laura y, si no, hubiera sido cualquiera. Ahí hay un fantasma. Lo que pasa es que —como buen fantasma— una vez que uno les da vida y los arroja a su existencia, cobran cierta autonomía. Y bancátela después. Porque objetivaste al fantasma: lo exteriorizaste, le diste vida, necesitás de su autonomía para que el amor impulse la búsqueda. Como en la muerte de Dios nietzscheana, hay que olvidar que el fantasma es una ficción. Hay que olvidar que todo es una ficción. Y ahí anda, yirando el fantasma en busca de su revancha, porque no nos olvidemos lo que nos contaban de chicos: los fantasmas no son buenos. Asedian, molestan, asolan.

¿Con quién tiene que ver el amor? ¿Con uno, o con el otro? Es la única pregunta. Podríamos terminar acá. O podríamos hablar solo de esto. De hecho, vamos a hablar solo de esto, pero dando rodeos, vueltas, como se hace en filosofía. ¿Tiene que ver conmigo o tiene que ver con el otro? ¿Hay algo más en el amor? ¿Hay alguien más en el amor?

En principio, hay una prioridad histórica en el vínculo amoroso del yo por sobre el otro. Y una gran mentira estructura nuestras relaciones amorosas: decimos que en el amor la prioridad es del otro, pero no hacemos otra cosa que priorizarnos a nosotros mismos. Eso tiene una explicación técnica en el psicoanálisis, en la filosofía y hasta en neurobiología. Pero en la calle se llama trucho. Trucho.

Porque, si uno realmente cree que el amor tiene que ver con el otro, comienza una aventura fascinante; dolorosísima, pero fascinante. ¿Por qué dolorosa? Porque el otro duele. Por eso, si uno quiere poner entre paréntesis el dolor, prioriza el yo, y acomoda al otro a lo que uno necesita para su propio despliegue y su propia expansión, o sea, para su propio alivio.

Ahora, si uno partiera de una idea de la otredad donde el otro —que me excede, que me desborda—, desde su necesidad y diferencia, es quien me provoca ese dolor, ahí hay entonces un fascinante desafío. El acceso al otro se torna muy difícil, si no imposible. Ya veremos las formas en que ese acceso se intenta infructuosamente dar, pero en principio el acceso al otro se vuelve complejo porque el otro es un otro, y va obturando así las vías con las que mi yo está acostumbrado a relacionarse con la otredad. Vías que tienen que ver con la economía, la conveniencia, con mi ganancia, con mi crecimiento, con mi supervivencia. Tienen que ver conmigo y con los modos con los que hago del otro algo que me sea funcional. Tomo del otro lo que me sirve y el resto sobra. La verdad del otro está en esa sobra. El otro sobra.

¿Para qué amo? Cuando me pregunto para qué amo y pongo el acento en el yo, estoy tomando una decisión: me estoy priorizando a mí mismo. Además, ¿por qué pensar al amor en términos de utilidad? ¿Tiene un para qué? ¿Es que todo tiene que tener un para qué? ¿Y para qué todo tiene que tener un para qué? ¿No habrá otra forma del amor, un otro amor, un amor revolucionario que nos pueda sacar del dispositivo de la teleología, de la lógica de la productividad? ¿Y si el para qué del amor es que colapse todo para qué?

Si uno realmente se da el desafío de intentar plantear el amor desde la prioridad de la otredad, hay un único camino: el amor comienza en un acto de desapropiación. La exterioridad, la alteridad irreductible del otro, me exige —para relacionarme con él sin fagocitármelo, sin comérmelo, sin hacerlo un medio para mi propia expansión— un acontecimiento de despojamiento, de desapropiación de mí mismo. Ese amor por el otro, cuanto más por el otro es, más me saca de mí mismo, más hace ruido en todo lo que yo hasta ese momento creía que eran mis prioridades.

Claramente el punto extremo de toda desapropiación es la propia disolución. Me desapropié tanto de mí mismo que ya no tengo nada que dar porque ya no soy nada. Extremo paradójico y ambiguo cuya manifestación imposible es la de morir por amor. Y digo imposible en dos sentidos. Por un lado, porque como dice Derrida “nadie puede morir por otro”: morimos por nosotros mismos, morimos siempre cada uno. Pero además, si el acto de entrega fuera tan extremo que culminara en mi propia disolución, se volvería entonces un acontecimiento paradójico, ya que a partir de ese momento ya no podría, dada mi muerte, seguir amando. Estaría impidiendo que ese acto infinito de entrega por el otro continúe. Por todos los caminos alcanzo limitaciones, esto es, aporías, zonas de indefinición donde el límite se vuelve difuso y el razonamiento no se resuelve. El idealizado y romántico polo imposible del morir por amor nos muestra sus problemas: no solo se terminaría la posibilidad de seguir amando sino que además no dejaría de ser un acto de absoluta prioridad del yo. Tal vez la figura que se ajustaría mejor sería la de la eterna agonía: hasta me debo seguir reproduciendo a mí mismo infinitamente para seguir muriendo por vos. Tremenda imagen…

Sin embargo, hay dos relatos famosos sobre el morir por amor que penden como idealizaciones en la construcción de nuestra subjetividad afectiva. Ambos traumáticos. Por un lado, Romeo y Julieta. Está claro que toda idealización suele ser la proyección de una plenitud supuestamente alcanzable que estaría guiando el desenvolvimiento de nuestras acciones: se parte por ejemplo de un ideal de amor y se tiende en todas nuestras prácticas hacia su realización. El problema empieza cuando, a pesar de toda la intención, nos vamos dando cuenta de que, cuanto más aspiramos a alcanzarlo, más nos negamos a nosotros mismos. Conciencia invertida del mundo, diría Marx: hay amor ideal, pero no es para nosotros (según una conversación de Kafka que recuerda Agamben: hay esperanza, pero no es para nosotros). Es porque no es. ¿Qué expresan las idealizaciones sino la imposibilidad de amar aquí en la Tierra, con todas sus contradicciones, contrastes, miserias, contingencias? Está puesto tan arriba el amor que después todo amor mundano se nos vuelve una cagada, y esa aspiración nos ensueña y encierra en un amor cuyo partenaire es uno mismo idealizado, esto es, sin todas nuestras mierdas.

Romeo y Julieta es la patentización de que el único amor verdadero es el amor imposible. Como en las telenovelas, tamaña intensidad de amor es tan verdadera que solo puede ser no siendo, o sea, o bien siendo telenovela o bien muriendo. Y peor, muriendo absurdamente. La intensidad te suprime evidentemente algunas neuronas: con un poco menos, ambos se hubieran dado cuenta de lo que estaba sucediendo. Pero además de la interferencia en el buen funcionamiento del entendimiento racional, el problema es que se nos predispone un ideal del amor absoluto frente al cual todo vínculo se nos evidencia en falta, fallado. El amor absoluto siempre es trágico, pero enquista ese absolutismo como naturaleza verdadera del amor. Y de ese modo caemos en un dispositivo paradójico: solo nos queda idolatrar al amor mirándolo por televisión. De nuevo: hay amor, pero no es para nosotros. Lo importante es ese no es para nosotros que tiñe todos los vínculos de una carencia constitutiva. De última, es mejor seguir anhelando el amor, mirarlo por la pantalla. Total, el precio de alcanzarlo es la muerte. Y absurda.

Y si de morir por amor y adicción a las telenovelas se trata, hay otro relato crucial del amor como entrega, que es la muerte de Jesucristo. Impresionante relato sobre el amor. No vale que alguien me diga: “Pero, profe, no sabemos si eso fue verdad”. ¿Y qué tiene que ver? ¿Quién está hablando de la verdad? En realidad, ¿quién está hablando de la verdad tradicional? Aquí estamos hablando de otra verdad: una verdad literaria. ¿O no nos condiciona el relato de Romeo y Julieta en nuestras formas de amar? ¿O no nos condiciona el relato de Jesucristo en nuestra idea de entrega?

Lo peor (o lo mejor) es que el que muere para redimir al ser humano no es Jesús, sino Dios. Esto es lo impresionante de este gesto de amor: que Dios muera por el ser humano. Claro que al toque resucita. No duele tanto, si quieren. Es cierto que el que pone el cuerpo en la crucifixión no es Dios, es Jesús. Y a él sí le duele. “Padre, ¿por qué me has abandonado?”, grita desesperado al final. El misterio de la doble naturaleza: ¿le duele o no le duele? ¿Hay una muerte real por amor?

Igual, la historia de Jesús es mucho más traumática en términos afectivos. Cuando Jesús ya está en pleno proceso de magisterio, hay una escena muy famosa en que lo van a visitar la madre y la hermana, creo. Sus discípulos le dicen: “Maestro, afuera está su madre”. Y él les dice: “Yo ya no tengo madre”, “Yo ya no tengo familia”. Para todos nosotros, la familia está puesta en el imaginario como uno de los amores más incuestionables. Y más el amor a la madre. Pero en este caso hay una renuncia enfática a la madre. Jesús nos está diciendo, como en otros tantos fragmentos: hay un otro más importante que lo propio, y lo propio se juega sobre todo en el terreno de lo familiar. Pero si el amor tiene que ver con el otro, entonces la forma más frontal de visualizarlo es a través de mi propio despojamiento: ya no tengo madre, ya que lo propio se difumina frente a la prevalencia del otro. ¿No conocían esta escena? Son esos textos que en catecismo no aparecen, se los saltean… Los textos bíblicos tienen esa cosa fascinante, hermosa: uno los puede leer para un lado o para el otro.

Entonces, ¿cómo encarar el tema del amor?, ¿desde dónde? ¿Qué es el amor? ¿Cómo lo explico? ¿Desde qué lugar lo explico?

Hay un famoso debate —superado en parte, pero que no deja de ser un gran debate— que estructura dos concepciones sobre el amor y que pedagógicamente nos es muy útil para posicionarnos en un costado o en el otro, o en la oscilación entre los dos, o tratando de superarlo o de traspasarlo: el debate entre ciencia y metafísica.

La típica, ¿no? El par. El binario. Los binomios que ordenan. Tal vez no sean reales pero ordenan el panorama, nos ubican para después sumergirnos en el vaivén de los grises: la mentira y la verdad, el bien y el mal, izquierda y derecha.

Me encanta izquierda y derecha. No pensé el amor desde la izquierda y la derecha, pero podríamos intentarlo… Estoy diciendo una burrada que se me acaba de ocurrir: podríamos decir que el amor más puesto en uno, en el yo, es más de derecha; y que el amor que prioriza al otro es más de izquierda. Obviamente no hablo de ciertas izquierdas institucionales, ¡que a veces se priorizan más a sí mismas! Mejor cierro rápido este paréntesis…

¿Qué discurso explica mejor al amor? ¿El discurso científico o el discurso metafísico?

Si me dicen: “Darío, ¿ciencia o metafísica?”. ¡Epa! ¿Así tan de grieta?

¡Qué difícil! Yo estoy en un lugar jodido con la ciencia y la metafísica, ya que me siento más seguro en la ciencia, pero añoro la metafísica. Por lo menos tengo esa claridad: la explicación metafísica me encanta, pero me hace agua; la científica me cierra más, pero no me alcanza. Mi eros está con la metafísica, pero como todo eros, se trata de un deseo que no cierra. En realidad no me cierra ninguno: nunca me va a cerrar la explicación científica, pero eso no significa que me vaya a cerrar la metafísica.

¿Cuál es la diferencia? Una explicación científica es una explicación que solo acepta lo que hoy se valida como conocimiento científico, o sea, como un saber legitimado por el método de la ciencia, en especial a través de la contrastación en los hechos; mientras que una explicación metafísica, si vamos a lo etimológico (porque la palabra metafísica es una de las palabras más abusadas de la historia de Occidente: en nombre de la metafísica te pueden vender cualquier cosa), va siempre más allá de la física, más allá de la naturaleza, rebasa lo empírico. Sería una explicación por ello, indemostrable en términos científicos, en términos naturales, racionales; o sea, una explicación incontrastable empíricamente. Por eso, para un científico, una explicación metafísica no es una explicación sino una superstición, un verso, que puede estar buenísimo pero no es conocimiento. Es un juicio no fundamentado. Es una apelación a la existencia de una razón que no puede sostenerse en los hechos, una razón que no tiene pruebas. Una ilusión creada para explicar aquello que excede por ahora nuestra capacidad de comprensión, pero que por sobre todo le agrega al mundo algo de onda, lo encanta, le da magia, trascendencia.

Me encontré con ella justo ese día. No iba a ir allí, pero fui; es más, fui ya que ese día se dieron ciertas circunstancias absolutamente insólitas. Como insólito fue todo lo que ocurrió de modo imprevisible ese día: un colectivo que no paró, un ascensor que se rompió, un llamado a destiempo… circunstancias no planificadas que me arrojaron a esa hora concreta, en ese minuto exacto, en esa esquina única. Y en esa esquina única, en ese segundo exacto, te crucé… Parece una canción de Joaquín Sabina…

La pregunta es, ¿por qué? O mejor dicho, se dieron muchas imprevisibilidades para que nos encontráramos y luego enamoráramos. ¿Hay lo imprevisible o todo tiene su explicación? Y esa explicación, epistemológicamente hablando, ¿quién la provee legítimamente?

Ciencia. Cuadro. Armamos un cuadro de doble entrada. Hay 245.830 posibilidades, de las cuales se dio una. No hay misterio. Todo es explicable. Al interior de los ejes cartesianos todo tiene sentido, y por fuera de los ejes cartesianos no hay nada. Entonces hay una explicación que es probabilística. Ponele, había un 2,3% de probabilidades de que te cruzaras con alguien en la esquina; había un 1,8% de probabilidades de que el día que te cruzaras con alguien en la esquina estuvieras solo; había un 0,4% de probabilidades de que además ella estuviera sola… Y te cruzaste. Y si no, te hubieras cruzado con otra tres días después. O con otro. O con otra, con otro, con otra… No hay magia ni misterio. Hay estadística y probabilidades. Hay razones que uno no quiere visualizar porque, si no, uno se siente una variable y queremos dotar al acontecimiento de otra cosa.

Una filosofía nietzscheana, de corte nihilista, iría con los botines de punta sobre este tema. Podríamos pensar que dotamos al amor de tanto romanticismo para no aceptar que en realidad somos animalitos en celo. Puro deseo. El celo en su deseo sexual desprovisto de teleología reproductiva. ¡Qué feo es mirarse en el espejo y darnos cuenta de que no somos más que carne! Placer y dolor. ¿Y si todo lo que somos en definitiva no es más que una narrativa desesperada por escaparnos de la carne? La metáfora del alma, e incluso la del cuerpo, ¿no resultan escapatorias de ese único lugar anárquico, multiforme, resistente, plural, inasible y desubjetivado que es la carne? Pero, ¿entonces? Y entonces se construyen regímenes de normalidad, mitos fundacionales y prácticas sociales que establecen lugares. No hablo de lugares físicos, sino de umbrales. No de lo que se mira sino de un determinado tipo de mirada que, sin embargo, creemos única. No de lo que se piensa sino de un determinado tipo de estructuras lógicas, al interior de las cuales creemos que estamos pensando. Y en estos esquemas previos no hay lugar para la carne. Hay lugar para un determinado tipo de deseo, pero no para el deseo que excede al deseo. De nuevo el umbral vedado.

Ponele, el príncipe azul. Una idealización romántica del femenino normalizado que no solo elude la cuestión sexual, ya que no hay sobre el tapete presencia de la carne en lo que vende la imagen del príncipe azul, sino que articula una sexualidad fálica (con la espada como baluarte) cuyo objetivo es ser el portador del absoluto: el príncipe azul te completa, es ese infinito que completa la totalidad, el ideal de los ideales. Y para eso no tiene que mostrar ni un músculo, ya que si es noble, digno, honesto, valiente e íntegro, obviamente que va a coger bien… El absoluto, si es absoluto, viene también con el certificado de buen garche garantizado.

Esta simpática cuestión de elusión de nuestra relación corporal con los otros no deja de ser una cuestión de poder. La carne es indómita, sobre todo para nosotros mismos. Por eso siempre es mejor desterrarla, o sea, domesticarla, invisibilizarla, negarla, enajenarla en un otro del que nos diferenciamos esencialmente. Todas estrategias que empiezan en la imposibilidad de asumir lo que somos.

¿Y qué somos? ¿Virus? ¿Bacterias? ¿Epidemia que se autorreproduce?

¿Placer?

Somos animales.

Somos animales. El gran invento del ser humano no fue Dios: fue el hombre. Fue habernos inventado como una especie separada del reino de la naturaleza. Dios es una boludez al lado de esa metáfora; en realidad, viene a confirmar esa metáfora. El hombre como resultado de esa búsqueda por disociarnos de un reino animal del que abjuramos y por ello le delegamos todo lo primitivo, lo básico, lo natural, rudimentario, soez… Salirnos de lo animal desplazándolo a las fronteras, tanto en lo exterior como en lo interior: lo animal como un otro que nos habita desde afuera y desde adentro. Y el hombre, policía de frontera, velando para que no nos invada el animal exterior, pero sobre todo para que no despierte el animal interior…

Aquí Nietzsche es muy enfático. Vamos creando todos esos grandes valores (el amor, la amistad, pero también la verdad, la libertad, la justicia) para poder escapar de lo que creemos que son nuestras propias miserias. ¿Y si fuera al revés? ¿Y si la miseria comenzó cuando nos separamos del todo para asumirnos nosotros mismos como la única totalidad?

Por eso no es casual que los cínicos, ese gran movimiento disruptivo del siglo IV antes de Cristo, promovieran para alcanzar la felicidad, una vuelta a la vida natural y animal: una reconciliación con nuestra naturaleza originaria. Diógenes el Cínico andaba desnudo por las calles de Atenas, cagaba y se masturbaba en público, comía carne cruda… Buscaba liberarse de las costumbres humanas. Era libre porque entendía que la cultura es una sujeción enajenante, cuyo objetivo es generar esta especie de autoexpiación para no hacernos cargo de lo que en principio somos: animales.

La visión científica le quita al amor su trascendencia, lo seculariza. Lo reduce tanto a una cuestión de probabilidades como a una cuestión neurológica. Quiero decir: nada hay en este mundo que no responda a causas científicamente explicables. “Científicamente” significa “de acuerdo a los parámetros validados de la ciencia contemporánea”. Incluso “reducir” puede que no sea un buen término, ya que deberíamos pensarlo al revés: la ciencia nos enseña los mecanismos naturales, corporales, psíquicos y estadísticos a partir de los cuales nos hacemos la ilusión de que detrás del amor hay algo más. ¡Siempre necesitando que haya algo más! Y hasta esta necesidad tiene claramente una explicación científica.

La pregunta tal vez sea otra: ¿alcanza o no alcanza la explicación científica para que uno tranquilice su alma creyendo entender de qué se trata esta fuerza que nos captura? O peor: ¿alcanza o no alcanza esta explicación para que uno después pueda sostener un vínculo con todo lo que se demanda social y existencialmente del amor y sus absolutismos? Evidentemente no.

Les pregunto a ustedes. ¿Les alcanza o no les alcanza? A ver… Levante la mano aquel o aquella a quien le alcance una explicación puramente científica y natural de las relaciones amorosas…

¿Nadie? ¡¿Nadie?!

Ya que casi nadie se siente convencido, vamos a tratar de defenderla, entonces. No se olviden de que la filosofía siempre va en contra del sentido común.

Argumentos a favor de esta explicación: es liberadora. La ciencia siempre nos empodera, ya que uno siente que va experimentando y haciendo la experiencia en primera persona, comprobando por uno mismo. No hay posibilidad de ningún embaucamiento. Y ese poder nos permitiría una disquisición diferente con lo que nos sucede a nivel afectivo: ¿por qué sufrir por amor, por ejemplo, si no es más que una cuestión biológica? Es como sufrir por los mocos o por la genética. Una fuerte presencia estoica. Claro que podríamos sufrir por no haber evitado lo que después nos iba a dañar, pero estoicamente se trata de eso: diferenciar aquello sobre lo cual podríamos haber intervenido de aquello que se nos escapa.

Nos libera y al mismo tiempo lo rebaja, hace de nuestro caso un caso más, una regularidad que nos alivia. Le quita entidad, le quita complejidad, le quita trascendencia: cuando alguien te deja, no te están dejando a vos sino que entrás en un cuadro estadístico de cuerpos que se buscan y repelen. Sin contar que cuerpos hay miles. ¡Miles!

Recuerdo una vez que me dejaron. Yo decía: “La extraño, la extraño; no aguanto, no aguanto”. Y un amigo —psicólogo— en un bar me miró a los ojos y me dijo: “No sufras. Fenomenológicamente no son más que dos piernas, un tronco, dos brazos, una cabeza. ¿Y sabés qué? Hay miles, miles”. Fenomenológicamente. La gran pregunta justamente es esa: si hay miles de cuerpos formalmente todos iguales, ¿por qué el encarnizamiento con ese? Ese que obviamente es el que ya no te desea.

Estamos en un punto límite en el debate. De nuevo: encuentros puede haber miles igual, pero fue con vos. ¿Y por qué fue con vos? Cuerpos hay, de hecho, millones, pero es con vos. ¿Y por qué con vos? Por eso, cuanto más secularicemos, desacralicemos, profanemos lo sacro del amor, más relajados construiremos los vínculos con los otros. (¿Construiremos?) Evidentemente así pensando, ese vínculo no generaría ninguna trascendencia. Pero la trascendencia cual pharmakon da y quita: mientras el efecto dura nos sentimos plenos, pero cuando se diluye la frustración es mucho peor. Además, la trascendencia supone una metafísica. Y perdón, gente, esto es una clase de filosofía: me encanta la metafísica, pero hay que demostrarla. Si no, nos quedamos con una apelación a la metafísica infundada, que en el fondo no nos diferencia de un creyente. Y así, una vez más, el amor se vuelve una religión. Secularizada, pero religión.

¿Cómo sigue teniendo poder hoy la religión?: en sus secularizaciones y sus presencias invisibles. El amor como una necesidad de creer en algo que le dé un sentido excedente a lo vacuo, terrenal, mundano, contingente de nuestra vida. ¿Pero hace falta? ¿Por qué no apostar al poder explicatorio de los cuerpos? Y a sus consecuencias sociales. Más frontal, más profano. Volvamos a los griegos. ¿Qué eran las orgías dionisíacas, por ejemplo? La explicación de las prácticas orgiásticas tenía que ver con entender el placer sexual como un tema gimnástico, una cuestión sanitaria. Una relación de placer entre cuerpos. Nada de metafísica ni de trascendencia ni de relato. Solo cuidado de la carne, hedonismo de los cuerpos: ir a una orgía era como ir a hacer gimnasia. Como ir a Pilates.

¿Dónde irían hoy ustedes, a Pilates o a una orgía? Levanten la mano. La cámara los filma de atrás, así que no hay problema. Tienen que elegir. Aunque mejor no, mejor no voten. ¡Temo que elijan Pilates!

Es que la orgía como categoría supone otra relación con lo afectivo: la orgía no personaliza. En la orgía no hay un otro con el que se supone que construyo una relación especial. No hay singularidad y sobre todo no hay sujeto. La orgía tiene que ver con la circulación del placer. De hecho, es absolutamente fragmentaria, no hay individuación: Dionisio es todo lo contrario a la individuación. En la orgía estoy en una totalidad fragmentada: pasa un brazo, una cabeza, una lengua… no hay una persona, no hay un sujeto del que me pueda enamorar. O mejor, al conectar con sujetos descentrados, yo también me descentro.

Y sin embargo, a medida que leemos El banquete, cada vez más Platón busca mostrar que el amor físico es como un puente hacia un amor más profundo, que es el amor espiritual. Los cuerpos no son más que plataformas para alcanzar el amor verdadero. La histórica pelea humana contra la contingencia de nuestro devenir. La necesidad de un salto hacia la trascendencia que después englobe todo. Uno se enamora, en el fondo, del fondo del otro. Fondo contra fondo. Pero ¿cuál será el fondo del otro? ¿Y si en el fondo no hay nada?

Tal vez toda la metafísica no sea más que una reacción frente a este nihilismo. El amor debería ser ese salto hacia la trascendencia. Exceder el cuerpo. Como si hubiera algo más que un cuerpo, algo que no padece la corrupción de lo material. La metafísica postula que hay algo más, que hay un porqué que se nos escapa. Te la cruzaste, o te lo cruzaste, esa noche en la esquina. ¿Por qué? Por algo. Siempre hay una justificación que cuaja con lo sucedido.

Pero es como analizar el partido con el diario del lunes, o sea, con el resultado puesto. ¿Por qué? Porque uno, después de que se cruza al otro, arma la historia de amor y yendo hacia atrás sentencia: “algo nos llevó a cruzarnos”. Ahora, si no se hubiese armado la historia de amor, ese algo no hubiera existido. Ese algo es ex post facto. Yo te banco un poco más la metafísica si es previa… Si vos me decís “yo sé que los próximos diez días me voy a cruzar con la persona de mi vida”, entonces, sí, vale. El problema es que uno también es tan orgulloso que, si en nueve días no te cruzaste a nadie, al décimo día vas y te enganchás con el primero que pasa… ¡Y después inventás la historia!

Un elemento clave de la metafísica es que hay algo entre los dos, algo trascendente e inexplicable. El ideal romántico del amor metafísico provie- ne de un famoso relato: el amor como búsqueda de mi otra mitad, que se ha ido… ha sido… (¿Qué me pasa con las palabras? ¡Cuando hablo del amor me fallan las palabras!) Se ha ido popularizando a lo largo de la historia como el relato de la media naranja.

¿Por qué se llama media naranja? Se supone que es la otra mitad que me falta a mí para yo volver a ser pleno. O sea, partimos de la idea de que uno no solo no es pleno sino que uno no es uno, o sea, no somos un yo. O peor; si fuéramos un yo, entonces la plenitud provocada en el encuentro con la otra mitad nos transportaría a otra cosa. Ya no es un yo. Quiero decir que hay como una trampita porque yo nunca voy a poder ser pleno, ya que parecería que la falencia se expresa en el hecho de ser un yo. ¿Cómo podría yo ser pleno sino dejando justamente de ser un yo?

Pero, además, como la metáfora trata de una naranja partida en dos, el otro tiene que ser igual a mí. Yo bancaría algo la metáfora de la otra mitad si la otra mitad fuese diferente a mí, si la otra mitad fuese un complemento. Ponele, yo soy así, carente, y el otro tiene justo la forma necesaria para complementar mi carencia. Pero ¿dos medias naranjas? ¿Iguales entre sí?

¿Cuál es la joda? Soy yo frente al espejo, yo frente a mí mismo. Para decirlo en castellano: no necesito al otro porque, si el otro es igual a mí —o si no es igual a mí pero lo visualizo como igual a mí—, entonces la existencia de la otredad del otro me sobra. Lo único que yo estaría buscando es que el otro encaje y complete mi falencia, o sea, que el otro no tenga su propia forma sino que se adapte a la forma que le exige mi carencia. O peor; que el otro no sea un otro sino que se avenga a mi necesidad. No necesito un otro. Necesito alguien, una materialidad a la que pueda proyectar mi búsqueda. No busco un otro. Siempre estoy buscando completarme, o sea, hacer del otro, manipularlo, torcerlo, malearlo para que plasme en su ser mi necesidad. Proyectarme en el otro y desotrarlo para constituirlo en una continuidad de mi yo.

Me necesito solo a mí mismo puesto en otro. Y perdón, pero en mi barrio a este esquema le dicen paja, masturbación. Obvio que habría que discutir filosóficamente el estatus de la masturbación, si es o no es amor, o qué tipo de amor resulta si el amor es siempre con un otro. Uno diría a priori que no porque no hay conexión con otro sino con uno mismo. Pero si, como veníamos diciendo, en todo vínculo con el otro siempre sostenemos un vínculo con nosotros mismos puestos en el otro, entonces todo amor en el fondo es una paja. Qué difícil conectar con el otro…

Volvamos. Entonces, ¿ciencia o metafísica?

Levante la mano quien necesita de las explicaciones metafísicas. Son diez, ahí atrás. Un grupito, en el que levantaron la mano todos juntos. Debe de ser una especie de orgía colectiva que viene a buscar una explicación metafísica… ¡Nadie levantó la mano, salvo esos diez, atrás! ¿Qué pasa con el 95% de la clase? ¿Ni ciencia ni metafísica? ¿Qué explicación le damos al amor? ¿Por qué no votan? Veo que aprendimos…

Entonces, ¿ciencia o metafísica? ¿Qué elegimos? ¿Con cuál nos quedamos de las dos? A algunos les cierra más la explicación científica y otros claramente optan por la metafísica. ¿Saben qué tengo yo anotado aquí entre mis apuntes como conclusión? “Ni.” Ni ciencia ni metafísica. Vamos por ese lado: el amor no es ni ciencia ni metafísica. Y entonces ¿qué es? El amor es literatura. El amor es un relato.

Fíjense que de lo único que hablamos, hasta ahora, fue de relatos. Y el amor es una narración que nos contamos a nosotros mismos para que tenga algún sentido, pero no deja de estar en el plano de la narración. No es que el amor no sea ni ciencia ni metafísica sino que, en el fondo, la ciencia y la metafísica son también relatos. Relatos que funcionan, relatos efectivos, relatos que nos abren otra dimensión de la existencia al costado del sentido común. Si el amor es un relato, entonces es una práctica estética; o mejor, el amor tiene más que ver con el arte que con la ciencia, con la metafísica. Creo que nos abre más posibilidades analizar el amor con las categorías del arte que con las categorías de la ciencia o la metafísica.

Puedo pensar al amor como un proceso científico o puedo experienciarlo desde la metafísica. Pero si llevamos el amor al plano del arte se genera una distancia crítica que nos permite pensar nuestros vínculos en términos de historias, de cuentos, de relatos. Nuestras historias de amor antes que nada son historias. Historias que nos contamos a nosotros mismos y que en ese acto ponemos en circulación. Obvio que uno pone el cuerpo en el amor, pero con el cuerpo también se escribe. Y con el cuerpo se cuentan las historias. Y, como vamos a plantear después, el mismo cuerpo ya es una escritura, ya está escrito, inscripto en una cadena de hendiduras previas. Prescrito.

Un cuerpo ya escrito que lucha por escribirse a sí mismo en sus historias de amor. En sus historias en general y en especial en ese primer aspecto que delinea nuestra existencia, que es la identidad. ¿O qué somos nosotros sino lo que nosotros nos contamos de nosotros mismos? Contar, ¡qué verbo complicado! Aúna lo literario y lo numérico. O hace de lo literario una sucesión de pasos. O hace de lo secuencial, de todo orden, siempre algo estético. Contarnos. Contarnos y en ese derroche, el encuentro con el otro.

¿No es toda literatura siempre un derroche? ¿Contamos para nosotros o contamos para los otros? ¿O contamos para los otros contándonos a nosotros mismos? ¿O no seremos nosotros nuestros propios otros?

¿Y cómo escribimos esa historia que somos nosotros? ¿Y cómo escribimos nuestras historias de amor? Historias que pueden ser la historia de amor con vos, con los hijos, con los padres, con el equipo de fútbol, con el barrio, con la patria —o con lo que queda de ella—, con la ideología, o con lo que sea…

Y digo lo peor: en ese relato que nos contamos de nosotros mismos, de lo que somos y de los vínculos que generamos, se presentan fuerzas conscientes y fuerzas inconscientes. Porque aquel que cree que cuando habla es absolutamente dueño de sí mismo, de nuevo tiene que poseer como mínimo mucha autoestima y como máximo, una omnipotencia impresionante. En realidad, todo lo que decimos de nosotros mismos en parte lo decimos y en parte nos lo dicen; quiero decir que hay ciertas formas, fuerzas, estructuras que hablan a través de nosotros. Al lenguaje lo hablamos y el lenguaje nos habla. Es una de las manifestaciones del círculo hermenéutico. Hablamos un lenguaje que ya posee todo su andamiaje previo, en el que ingresamos y operamos sobre significados y normas que nos condicionan. Está claro que creemos que decimos lo que queremos decir, pero también está claro que el decir y que el deseo de decir suponen dispositivos previos que estructuran tanto la palabra como el deseo. Más simple: la palabra “amor” ya es previa y ya está connotada. Y si queremos subvertirla, lo hacemos a partir de su condición previa. Y lo hacemos a partir de lo que suponemos que es un acto de subversión. No estamos hablando de otra cosa sino de lo que Foucault llama el ejercicio de poder como normalización. Y si sucede con el lenguaje, ¿cómo no va a suceder en ese tipo de relato que es el vínculo afectivo? ¿Amamos o ingresamos en un dispositivo previo que normaliza nuestra subjetividad afectiva?

En la forma en que normalizamos nuestros vínculos afectivos está presente siempre una concepción del mundo. Y si hablamos de amor de pareja, ya estamos puestos en algún lugar. El lenguaje condiciona. El que dice “mi mujer”, por ejemplo, ya está puesto en cierto lugar. Obviamente que el uso del posesivo no determina nada en términos absolutos, pero al mismo tiempo determina algo. Algo que excede al lenguaje pero que de alguna manera ya se halla presente. Si vivimos en una sociedad que concibe todo en términos de posesión, entonces hay una concepción del mundo que se traslada a través del mismo significante: es mía, es mío. Mi mujer. Mi auto. Mi computadora.

Y al mismo tiempo no se elige. ¡Qué importante volver sobre ese impersonal se! Uno cree que elige, pero elige al interior de opciones ya dadas: o sea, no elige. Es fundamental poder hacer un ejercicio de deconstrucción, como decíamos, de lo que concebimos como autonomía propia. ¿Qué y cuánto es lo que opera a la hora de construir nuestra subjetividad, o sea, la idea de nuestra propia libertad? Por eso, cuando decimos que el amor es un relato, entendemos que en un relato convergen dos aspectos: un aspecto consciente y un aspecto inconsciente, lo elegido y el trasfondo no elegido que nos estructura. ¿Cuáles son esas fuerzas inconscientes, estructurales que están presentes en lo que nos decimos de nosotros mismos pero que no visualizamos ni disponemos ni manejamos? Fuerzas que pueden explicar el psicoanálisis, el marxismo, la filosofía nietzscheana, la lingüística, el estructuralismo… Lo que Foucault llama “la muerte del hombre”, esto es, la puesta en crisis de un sujeto racional dueño de sí mismo. Esas estructuras de algún modo van construyendo una idea del amor en la cual ya estamos arrojados.

Porque, en definitiva, todos suponemos la obviedad de que el amor es eso que hacemos cuando hacemos el amor. Pero es lo mismo que suponer que, cuando pensamos, el pensamiento es eso que hacemos cuando pensamos. ¿Tan transparentes nos creemos, que suponemos que cuando pensamos estamos ciento por ciento y de modo absoluto pensando, y no hay ningún tipo de condicionamiento en nuestro pensamiento?

Es increíble, pero con el pensamiento somos más condescendientes que con el amor, ¿vieron? Uno dice: está claro que cuando pienso están presentes operando el capitalismo, la mercantilización, la normalización, el patriarcado… Podemos poner a todos los “amigos” sujetadores cumpliendo su rol. Y en cambio cuando se trata del amor nos creemos siempre auténticos y nos olvidamos de toda sujeción ontológica. Y con caras de románticos ingenuos nos decimos: “Pero, en cambio, cuando siento…”. Y nos tocamos acá, señalando el corazón, un órgano que, como bien se encargó de desenmascarar el futurismo italiano, cuando se trata del amor lo único que hace es lo que hace siempre: que la sangre circule de un lado para otro… El corazón; otro “amigo” que habría que deconstruir bien a fondo…

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