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Lo que PISA nos enrostró: una educación que no educa

La escuela debe contener y educar, pero hasta ahora no nos ha garantizado terminar con el elitismo y forma camadas de alumnos con pocos conocimientos.
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La difusión de los resultados de la evaluación PISA disparó alarmas en gran parte de la comunidad educativa y, por qué no, de la sociedad toda. Argentina quedó muy mal parada por lo que sabían o podían resolver sus alumnos, y los gobiernos escolares, tanto los provinciales como el nacional, en un primer momento salieron a tratar de desprestigiar la evaluación internacional, aunque luego moderaron sus discursos y hasta llegaron a reconocer serias deficiencias en el sistema educativo.

Ahora, ¿era necesario esperar los resultados de la evaluación PISA para que se dispararan las alarmas? ¿No alcanzaba con ver lo que sucede con nuestros jóvenes a la hora de estudiar y, más allá, a la hora de trabajar?

El ciclo lectivo 2013 está llegando a su fin, quedan sólo las instancias recuperatorias o de exámenes para los alumnos, y sería bueno que se hiciera un análisis en profundidad de lo que sucede con la educación mendocina en particular y argentina en general.

MDZ Online se propone disparar un debate a consciencia, y para ello trataremos de analizar varios aspectos que hacen a la educación de nuestros jóvenes.

Lo que PISA no hacía falta que nos dijera

En 1986, una serie de paros docentes redujeron significativamente los días de clases de los alumnos, tanto de primaria como de secundaria. Esto hizo que muchos estudiantes pasaran de grado o de año habiendo visto muy poco de los programas previstos por los docentes. El resultado, se entiende, fue que al año siguiente los profesores debían recuperar el territorio perdido, con lo que se amontonaron muchos contenidos, cuando no se redujeron.

Pero la peor parte de esto se la llevaron los alumnos que egresaban de la secundaria en 1986, porque durante mucho tiempo, desde 1987 en adelante, aparecían en los diarios avisos clasificados solicitando empleados pero con una significativa leyenda: “Promoción 86 abstenerse”.

Por entonces, la secundaria no era obligatoria y muchos alumnos quedaban en el camino, pero quienes tuvieron la suerte de llegar al último año de estudios en el 86 se las vieron difícil para insertarse en el mercado laboral con el título que habían obtenido.

Casi tres décadas después, la secundaria es obligatoria y es el Estado el que debe garantizar que los alumnos terminen sus estudios medios. Pero ahora no es sólo una promoción la que se ve depauperada en su formación, sino todas.

Y es que lo que PISA puso en evidencia es que estamos formando camadas y camadas de alumnos que tienen dificultades para comprender un texto y para resolver problemas.

Esto se ve claramente en el cursado de estudios superiores, donde los alumnos llegan cada vez menos capacitados para al menos entender una consigna. Está perfecto y es lo deseable para cualquier sociedad que sus adolescentes terminen la escuela secundaria y puedan acceder a universidades o terciarios, pero cuando esta consigna viene acompañada de la no exigencia y la entrega de títulos sin garantizar una educación de calidad, entonces estamos en la misma situación que antes, cuando la secundaria no era obligatoria.

¿De cuánto sirve un título secundario ahora? O mejor, ¿qué educación garantiza un título secundario? La universidad argentina viene experimentando cambios importantes y su apertura al ingreso de alumnos pertenecientes a estratos sociales fuera de la élite es un gran avance, pero, lamentablemente, el elitismo sigue estando presente.

Es que ahora el problema no es acceder a la universidad, sino tener las herramientas para mantenerse en ella. Para nada es lo mismo la posibilidad de ingresar a una facultad que tener la capacidad para aproximarse al conocimiento que en ella se imparte.

Pareciera que no estamos siendo conscientes de que les entregamos a los alumnos un título falaz, un papel que, en la mayoría de los casos, no les sirve más que para justificar su paso por la escuela, pero para nada les sirve como prueba de que hay ciertas áreas del conocimiento que, al menos rudimentariamente, maneja.

Estamos engañando a muchas generaciones y sólo estamos creando más y más mano de obra barata, en una competencia que siguen perdiendo los alumnos de las escuelas de gestión pública, aunque las de gestión privada tampoco le andan muy lejos, y en esto tienen mucho que ver también los padres, quienes le piden al sistema que eduque a sus hijos, pero suele suceder que, ante la menor presión, concurran a la dirección para reclamar porque, justamente, se les exige mucho a los chicos.

Contener y educar

En el artículo La gran mentira de los 180 días de clase, tratábamos de poner en evidencia la inutilidad de un calendario escolar que se miente a sí mismo. De nada sirve, decíamos entonces, comenzar las clases en febrero y terminarlas a mediados de diciembre cuando, en realidad, los alumnos que no adeudaban materias o que habían adquirido los conocimientos del año ya dejaban de ir a la escuela a fines de noviembre.

Y también decíamos que una educación de calidad no se logra con más tiempo, sino con el mejor uso de ese tiempo. Y para evitar discusiones ya pasadas, a quienes les haga ruido esta afirmación les pedimos que lean el artículo en cuestión.

Por haber tratado el tema hace unos días, no volveremos sobre él, y avanzaremos con otros que nos parecen de igual relevancia.

En la escuela actual, la palabra “exigencia” parece estar vedada. Si se le pide a un alumno que haga un poco más de lo que está haciendo hasta ahora, esto suena a coacción, a trato desigual ante el que no se le exige, a discriminación.

Y es que los responsables de la escuela mendocina parecen haber reducido a una suerte de mala síntesis dos conceptos que deben ir juntos pero no son lo mismo.

Si la educación secundaria es obligatoria, entonces, el Estado debe hacerse cargo de contener y educar a los alumnos. Ambos objetivos son igualmente difíciles, especialmente en un contexto de amplia complejidad social como el que vivimos, y seguramente nos falta mucho para poder llegar a un punto en el que esto se cumpla, pero mientras tanto sucede lo que sucede.

Con la mirada puesta en los números finales de presentismo, repitencia, deserción y demás, se prioriza esto, otra vez, con autoengaños. Parece no haber límite de faltas para que un alumno deba recursar el año, y los límites inferiores de conocimientos necesarios para pasar de año son cada vez más inferiores.

Volvemos entonces a lo que planteábamos en el apartado anterior: se les da un papel que simula ser un certificado de conocimientos, a lo que se le suma que no hay muchas instancias de exigencia a los alumnos, con lo que no se los prepara para el mundo del trabajo ni en cuanto a saberes ni en el mínimo aspecto de responsabilizarse ante una obligación.

Unas palabras más

El sistema educativo está en crisis desde hace años, y desde la década del noventa esta crisis se acentuó, aunque ahora aparezcan ex responsables de la educación mendocina a dar fórmulas que en sus tiempos no aplicaron.

Y esta extensa crisis ya no sólo alcanza a los alumnos, sino también a los docentes, porque han comenzado a arribar a las escuelas maestros, maestras, profesoras y profesores que aprendieron a leer y escribir bajo las pocas luces privatistas de la Ley Federal de Educación. Con esto no queremos generalizar calificando a todos los docentes, pero debemos tomar consciencia de que estos actuales responsables de las aulas se acercaron a la lectoescritura con un modelo que indicaba que si el alumno escribía “nuve” estaba bien, porque en algún momento “construiría” la escritura correcta. Algunos de ellos lo hicieron, por supuesto. Pero muchos no. Y tenemos ante las aulas a personas que pertenecen a cualquiera de estos dos grupos. Y ni hablar de profesionales de otros rubros que no pueden escribir un texto argumentativo, que tienen que hacer cursos para saber cómo elaborar un currículum vitae o que no pueden escribir una carta.

Y a esto se suman otras decenas de problemáticas, como la de los profesores taxis, el ausentismo de los docentes, la exigencia de los alumnos, que cada vez tienen más información transferida, en la mayoría de los casos, por la televisión, etc., etc., etc.

No estaría para nada mal que la educación comenzara a ser tomada en serio, y esto implica tomar en serio a los alumnos, no jugar con ellos a que los números estadísticos nos son absolutamente favorables cuando, en realidad, estamos dejándolos a la deriva ante un futuro de estudios, de trabajo o de ambos.