El enredo penal de la Corte
Un análisis del fallo de la Corte sobre la prisión perpetua.
Por Alejandro Poquet*
Como cualquiera sabe el adjetivo perpetuo significa para siempre. No hace falta el diccionario, ser filólogo ni escarbar en su raíz etimológica, aunque por cierto ayuda. Perpetuo es sinónimo de infinito, vitalicio, sin interrupción. Si se trata de la pena de prisión sería algo similar al infierno o fuego eterno. La analogía no es vana. En la perpetuidad y la eternidad se mezclan consideraciones teológicas y jurídicas, a pesar de nuestro orgullo secularizado.
La cárcel representa el infierno en la tierra; es su símbolo. Esta es la razón por la cual la discusión teológica se reproduce entre juristas, jueces y abogados. Así como los creyentes discuten si un réprobo puede ser liberado del castigo eterno, con la misma intensidad los laicos deliberan si el cruel homicida condenado a prisión perpetua puede obtener la libertad anticipada.
Es la fuerza de ese símbolo la que permite entender por qué parte de la sociedad no se conmueve ante los recurrentes episodios de violencia carcelaria, como torturas, hacinamiento, motines, suicidios, homicidios, delitos sexuales, y otras ignominias como el hedor (diabólico azufre) que deberían avergonzar a los que proclaman cárcel eterna para más y más delitos, algunos de los cuales son cómplices del fracaso de la política penitenciaria y de seguridad pública.
El año pasado un juez provincial declaró la inconstitucionalidad de la prisión perpetua, luego de que un jurado popular encontrara culpables a tres autores del delito de homicidio calificado, previsto en el Código Penal con esa pena máxima. El juez advirtió una paradoja en el castigo del legislador nacional: si encerraba a los tres de por vida impedía el fin resocializador previsto en tratados internacionales reconocidos por la Constitución Nacional. Al optar por la jerarquía normativa diluyó su paradoja.
El caso pasó a la Suprema Corte de Justicia de Mendoza, la cual luego de abrir un espacio de discusión pública -que no dejó huellas visibles en los argumentos del fallo- restituyó la paradoja ratificando la constitucionalidad del adjetivo teológico-jurídico. La conclusión es compartida por los siete votos, en cambio los argumentos de la mayoría de cuatro jueces no coinciden y se oponen a los de la minoría, dentro de la cual uno de los magistrados, además de adherir, amplió su parecer.
Mayoría y minoría coinciden en que la prisión perpetua no está prohibida por el ordenamiento jurídico internacional ni constitucional. Pero para la mayoría esa pena es constitucional porque según el derecho interno no representa una pena vitalicia. En cambio, la minoría no comparte esta afirmación a raíz de las modificaciones legales de los últimos tiempos que expresamente prohíben cualquier tipo de libertad en determinados delitos, no así -paradójicamente- en los ilícitos más graves (genocidio, lesa humanidad, crímenes de guerra y de agresión).
Por otra parte, estas prohibiciones legales son, para la mayoría, materia ajena al tema de la constitucionalidad de la prisión perpetua, relacionada con la validez constitucional de las prohibiciones a la libertad condicional y a las libertades de la ley penitenciaria nacional, la cuales deberían ser planteadas -según este criterio- en un nuevo juicio. Para la minoría, por el contrario, ambas cuestiones están necesariamente unidas y deben ser tratadas conjuntamente.
No obstante, la minoría concuerda con la mayoría en que puede seguir llamándose pena perpetua siempre y cuando en los hechos sea temporal, para facilitar el mandato constitucional de resocialización. Es decir, para la Corte en pleno es constitucional la pena perpetua si en el caso concreto es temporal. ¡Perpetua temporalidad! Un oxímoron que la ficción literaria bien puede tomar prestado del expediente judicial local, aunque, en realidad, de raíz foránea.
Para mayor sorpresa, este mandato de resocialización de la minoría es invalidado por los jueces mayoritarios porque, en primer lugar, adhieren a una pluralidad de fines de la pena (no sólo resocializador) y, en segundo término, consideran que el orden jurídico penal no impone una finalidad expresa de la pena privativa de libertad. Según la minoría, por su parte, los dos tratados de derechos humanos que mencionan la resocialización son la base de ese mandato que evitaría sanciones contra el país. A su vez, para los cuatro jueces restantes esas disposiciones internacionales no se refieren al fin de la pena en abstracto, sino a su cumplimiento o ejecución, es decir se trataría de un fin del régimen o momento penitenciario.
En este punto y fiel al oxímoron, la mayoría de los jueces salva la constitucionalidad de la perpetuidad invocando dos institutos que el poder político puede tornar temporal: la conmutación de penas y el indulto en cuanto morigeran cualquier castigo ya impuesto si hubo resocialización, verdadera utopía con la superpoblación carcelaria denunciada por la propia Corte. Además, aquí aparece otra discrepancia: la resocialización de la mayoría mira el pasado, al condenado que se readaptó; la resocialización de la minoría mira el futuro, al condenado que lo espera el régimen progresivo penitenciario.
La pena de muerte también es objeto de distinta valoración en torno a la perpetuidad del castigo. Para la mayoría, si dos tratados de derechos humanos con jerarquía constitucional regulan expresamente la muerte, la pena perpetua no es una pena cruel, inhumana, degradante ni ninguna forma de tortura. Por el contrario, la minoría con apoyo en la Corte Nacional consideró a la pena perpetua un sustituto de la pena de muerte.
En síntesis, más allá de las importantes diferencias argumentativas señaladas que oscurecen el mensaje o doctrina del fallo, todos los jueces de la Corte le conceden vida constitucional a la pena perpetua gracias a una metamorfosis: que esa pena abstracta en el caso concreto se convierta en temporal. ¿Habrá quedado contento con esta alquimia algún expositor en la audiencia pública? Los más alegaron en favor de la constitucionalidad de la pena perpetua en abstracto y en concreto; otros reclamaron la inconstitucionalidad de la pena perpetua cualquiera sea su forma; y algunos dieron a entender que se conforman con la constitucionalidad abstracta siempre y cuando sean inconstitucionales las normas que prohíben la libertad condicional y las salidas anticipadas.
Dejando de lado el impacto social del fallo plenario se impone una pregunta. ¿Cómo puede el Derecho nutrirse de este razonamiento paradojal, surcado por símbolos o imágenes propios de la literatura que van, en principio, en contra de la lógica? Hay una explicación que se acerca a la estética. El Código Penal es un libro que contiene un relato, al igual que las novelas y los cuentos. Narra las vicisitudes del hombre que delinque, las aventuras que le esperan. El autor (el legislador) a diferencia de Hermann Hesse -aquel lobo estepario-, escribe siempre por encargo, pero no del soberano. Por encima de los intereses del pueblo y la paz social, es dócil a intereses coyunturales políticos, mediáticos y de grupos de poder. Es inevitable, entonces, que esas influencias afecten el orden valorativo de los títulos y capítulos del relato codificado, como también la buena redacción.
Los jueces, lectores oficiales, tratan de armonizar las incoherencias y contradicciones, sin dejar de lado sus posiciones valorativas personales, encubiertas bajo la supuesta neutralidad de la técnica jurídica. A ello se suma el hecho de que la tarea de evitar el desorden jurídico no sólo es racional, también es estética porque trata de cuidar las formas y respetar la simetría. Para Leibniz, por ejemplo, la pena tiene un fundamento estético en tanto contribuye a la armonía del orden de las cosas, como la “bella música o la buena arquitectura”.
En esta labor de restablecer el orden jurídico se echa mano a la imagen, consciente o inconscientemente, con buena o mala conciencia, para bien o para mal. La imagen que se pretende con la prisión perpetua es la de una justicia absoluta, la de la magia o el encanto del número entero, el cien por ciento del resto de la vida del delincuente en prisión. Es una imagen de severidad, autoridad, imperio, soberanía inclaudicable, absolutismo ético basado en la belleza de una simple ecuación matemática: el fin de una vida inocente debe ser compensada con el fin del autor en la sociedad libre. Exclusión por exclusión.
Poco importa el sustrato material sobre el que se construye esa imagen, o si el símbolo penal es prejuicioso o sesgado. No interesa si es ficticia la suma de dos males como acto de justicia; no preocupa si en lugar de compensar un mal se introduce más violencia en la sociedad. Lo importante es la simetría del talión, la elegancia de la fórmula, la equiparación superficial de la tesis (delito) con la antítesis (pena).
El orden público no funciona sin imaginería basada en las formas, algo así como una estética funcional. La policía viste uniforme y armas; el poder judicial reside en un palacio y detrás del juez cuelga un crucifijo; la autoridad de la cárcel se apoya en el faraónico muro perimetral. Pero esas formas institucionales de la administración de justicia estatal esconden un desorden: no son pocos ni leves los delitos protagonizados por personal policial, la mayoría de los crímenes no son denunciados por los ciudadanos, y detrás de los muros, como dijimos, la violencia convierte en utópica la resocialización. Resocialización, otra imagen poderosa que sostiene el costoso (en todo sentido) aparato penitenciario.
En esta simbiosis de forma y fondo, en esta mezcla de estética y ética, la pena perpetua seguirá vigente, a su manera, como una imagen propia de la ficción literaria, engalanada de razones jurídicas que se esfuerzan por convencer que es lógico y de buena gramática denominar eterno a un castigo que tiene los días contados.
Es correcta la asociación de la minoría de la Corte entre prisión perpetua y pena de muerte, porque se tratan de juicios de naturaleza divina que abarcan la totalidad de la vida de la persona. Lo que no es tan lógico es que una pena equiparada a la pena de muerte -de manera negativa- tenga un sentido simbólico positivo. El intelecto depende de la imagen, del símbolo. Por lo tanto, el manejo discrecional del símbolo penal irradia un mensaje contradictorio que dificulta el entendimiento: la pena perpetua en abstracto retribuye los peores crímenes y mantiene el orden social; la pena perpetua en concreto lesiona el principio resocializador previsto en el orden constitucional e internacional.
La encrucijada es mayor. Cualquier posición sobre la pena es un modo de legitimar el Estado penal. Pero la Corte a la par que le otorga un valor en sí misma a la pena perpetua, no deja de adherir a la crisis de legitimidad del sistema de justicia penal: selectividad, autoritarismo, deshumanización, abusos provocados bajo la proclama resocializadora. El juez que amplió su voto consideró un agravamiento de la pena las condiciones materiales de las cárceles provinciales según un informe de la propia Corte provincial.
Ni la comunidad ni el condenado pueden estar conformes con esta iconografía penal: el condenado se pregunta por qué lo seleccionaron sólo a él para castigar, y la sociedad se desorienta ante el valor abstracto de una pena perpetua que el mismo poder judicial que la aplica se empeña en buscarle una temporalidad práctica, no sin dejar de asimilarla a la pena de muerte o a un trato cruel e inhumano.
No condenemos -menos a perpetuidad- la imagen, la metáfora o el símbolo por equívocos o encubridores de un injusto estado de cosas. Existe otra estética más “bella” -justa- como la de nuestro Enrique Dussel, en tanto junto con su ética recuerdan los principios fundantes del Estado y el Derecho que obligan a no consentir la ilegitimidad del ejercicio penal que certificó la Corte.
*El autor es profesor de derecho penal