Análisis

La cuarentena se va a terminar, la libertad puede no volver

Por la crisis generada por el coronavirus los gobiernos suman poder y los ciudadanos ceden derechos. ¿Qué pasará el día después?

Redacción MDZ Online lunes, 13 de abril de 2020 · 08:21 hs

Por Marco Terranova / Abogado

Las discriminaciones sociales a gran escala tienen origen en un conjunto de circunstancias históricas aleatorias y a partir de allí se perpetúan en el tiempo sustentadas en mitos. Esta es la teoría que plantea Yuval Noah Harari en “Sapiens. De animales a dioses. Breve historia de la humanidad” para explicar los órdenes jerárquicos imaginados por las distintas civilizaciones a través de la historia: negros y blancos en la América colonial, patricios y plebeyos en la Antigua Roma, el sistema de castas de la India, etc. La misma hipótesis podría aplicarse en el plano político para el totalitarismo

En el presente, el hecho histórico casual que funcione como disparador de los autoritarismos puede ser una pandemia global provocada por un virus respiratorio. Pensemos rápidamente la situación actual, la cantidad de derechos que están siendo vulnerados mediante el aislamiento preventivo, social y obligatorio: derecho a la libre circulación, derecho de reunión, derecho al trabajo y ejercicio de una industria lícita, derecho a disponer de la propiedad mediante el cierre compulsivo de la banca pública y privada, derecho de peticionar ante las autoridades, con un poder del Estado, el Judicial, que este año lleva más días inhábiles que hábiles. Básicamente, casi todos los derechos que enuncia el artículo 14 de la Constitución Nacional.

Inclusive, muchos de aquellos que eran lo suficientemente afortunados como para poder viajar al exterior del país (nota al lector: no es el Gran Buenos Aires, pese a que las provincias son “el interior”, pero ese es otro tema) hoy se han convertido en apátridas del siglo XXI, no tienen donde volver. A ellos ni siquiera se les están violando sus derechos constitucionales, lisa y llanamente no tienen derechos. Digresión: deben de sentirse muy identificados con Viktor Navorsky, el personaje que interpreta Tom Hanks en “La Terminal”, la película que se basa en la historia de Merhan Karimi Nasseri.

Podrá argumentarse – y seguro muchos a esta altura ya lo pensaron – que todas esas restricciones se justifican en salvaguardar un valor más importante, representado por aquel derecho que funciona como presupuesto existencial de los demás derechos: el derecho a la vida. Tan importante que los redactores de la Constitución Nacional de 1853 consideraron innecesario consagrarlo en forma expresa, ya que encuentra su fundamento en leyes naturales de orden biológico. Después vinieron las grandes guerras mundiales, con ellas el genocidio y demás crímenes contra la humanidad – términos inexistentes hasta ese momento –, y entonces la comunidad internacional consideró, en vista de los acontecimientos, que era necesario plasmar en un documento llamado “Declaración Universal de los Derechos Humanos” que toda persona tiene derecho a la vida. En el año 1994 ese documento, junto con otros tantos similares, pasó a formar parte de nuestra Constitución.

Volviendo al tema en cuestión: está mal, pero no tan mal, diría Guido Kaczka. Está mal porque se nos vulneran derechos por decenas, pero no tan mal porque es para proteger un derecho superior sin el cual los demás no tendrían sentido alguno (superior pero no absoluto, pero esa, también es otra cuestión). Toda decisión es una discriminación, es elegir una cosa sobre otra cosa – a la cual discrimino –, pero no toda discriminación es per se negativa. La situación de emergencia actual impone adoptar enfoques radicales que en otro contexto serían impensables. Las circunstancias los hacen tolerables y los justifican. Algunos más radicales que otros.

A modo de ejemplo, para contener al coronavirus el gobierno chino obligó a residentes de algunas ciudades a descargar determinadas aplicaciones en sus teléfonos celulares. Estas aplicaciones utilizan geolocalización móvil y reconocimiento facial, que combinados con big data y algoritmos de aprendizaje automático, permiten al gobierno chino monitorear a cada uno de sus ciudadanos, reconocer posibles focos de contagios y aislar a aquellos que hayan tenido contacto estrecho (por ej., por haber viajado en el mismo vagón de subte) con una persona que posiblemente se encuentre infectada. Con toda esa información procesada en tiempo real, se creó un criterio de clasificación de las personas en base a tres códigos identificados con los colores del semáforo: verde, amarillo o rojo. Cada día millones de chinos tienen que escanear un código QR con la cámara de fotos de su teléfono celular y el resultado determina su vida por las próximas dos semanas.  

 

Código verde significa que no están infectadas; amarillo que posiblemente lo estén, en ese caso deben hacer cuarentena por una semana; rojo que seguramente sean portadores del COVID-19, entonces tienen que hacer cuarentena obligatoria por dos semanas. A ninguno se le hace una prueba médica en sentido estricto, sino que es cuestión de probabilidad y cálculo estadístico. Si el resultado es amarillo o rojo, el ciudadano debe concurrir a su domicilio y el sistema automáticamente le avisa al gobierno si la persona se aleja de este durante los próximos 7 o 14 días. La aplicación investiga, juzga y ejecuta, sin derecho a recurso alguno.

Pareciera que este arquetipo de panóptico foucaultiano de la cuarta revolución industrial sólo es realmente adoptable en naciones con idiosincrasias colectivistas y poco respeto por las libertades individuales, nunca en democracias republicanas occidentales. Esta cuestión es abordada por el pensador surcoreano ByungChul Han en un artículo publicado en el diario El País hace algunas semanas. Pues bien, la semana pasada el gobierno español dictó normativa que le permite implementar en forma indiscriminada mecanismos obligatorios de geolocalización mediante aplicaciones móviles. Sin ir más lejos, el presidente Alberto Fernández manifestó en su conferencia de prensa del viernes pasado que le “pidieron” (amablemente, supongo) a cada argentino que retornaba del extranjero que bajara una aplicación en su teléfono que le permitía al gobierno geolocalizarlo, así podían controlar que estaba cumpliendo la cuarentena obligatoria. Como esas pulseras electrónicas que les ponen a los presos domiciliarios, pero más baratas. Y sin orden de juez competente. ¿Quién nos asegura que si la situación empeora no terminemos todos con una aplicación igual en nuestro teléfono?

La protección de la vida y la salud pueden parecer nobles razones para perder en forma momentánea algo de libertad y privacidad. Hago especial énfasis en las palabras “momentánea” y “algo”. Pero la historia nos ha dejado algunas enseñanzas. Una de ellas es que cuando los gobiernos tienen buenos motivos circunstanciales para tomar medidas que los empodera frente a los ciudadanos y que en otro contexto serían altamente resistidas, cuando no ilegales, suelen no dar marcha atrás, aunque desaparezcan los motivos que justificaban la adopción de esas medidas. Esto puede suceder porque aparecen (se inventan) motivos excepcionales alternativos o, simplemente, por la sumatoria del acostumbramiento de la población y el efecto de los sesgos cognitivos que nos llevan a realizar extrapolaciones erróneas: “si estas medidas tuvieron buenos resultados en una época de emergencia, porque no habrían de tenerlos ahora, que todo es más simple”. O por una mezcla de todo eso: perpetuación de la emergencia y “emergentización” de la normalidad.

Dependerá de nosotros ejercer un control respecto de las medidas de excepción que se tomen para controlar la pandemia. Debemos discutir y encontrar el punto de equilibrio entre los valores en pugna, sin caer en falsos dilemas maniqueos: protección de la salud o libertades individuales. Partiendo del hecho de que estamos dispuestos a resignar libertad, pero no toda y no para siempre, las preguntas son: ¿cuánta y hasta cuando? En una democracia para interrogantes colectivos de tamaña importancia no hay – o no debería haber, para no caer en falacias normativistas – respuestas unipersonales. No podemos seguir respondiendo estas preguntas a fuerza de DNUs.

Necesitamos a los poderes legislativo y judicial abiertos, ejerciendo sus funciones y operando el mecanismo de contrapesos del sistema republicano. Luego, una vez fijado el límite de tolerancia a la restricción de nuestros derechos en la medida de lo estrictamente necesario para superar la pandemia, debemos estar atentos para conjurar un peligro venidero.

Desaparecidas las circunstancias históricas aleatorias que dieron lugar a las medidas de excepción, el riesgo de que los gobernantes encuentren los mitos que las extiendan indefinidamente es ciertamente considerable. Siempre son mitos que se visten de un manto sacro: lucha contra el crimen organizado (desde el Estado), auscultar el humor social, prevención de potenciales pandemias que suceden una vez cada 100 años, etc. La lista es casi infinita y se encuentra únicamente limitada por la imaginación de los administradores de turno para explotar hábilmente los miedos e incertidumbres coyunturales. En otras palabras, encontrar el nuevo fin que justifique ya no la adopción de los medios, sino su continuación. No es sólo semántica la diferencia, es mucho más fácil justificar el mantenimiento del statu quo que su modificación. Y una vez encontrados esos mitos, en ese punto, tendremos una única certeza: la cuarentena se va a terminar, pero va a llevarse consigo grandes cuotas de libertad.

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