Sin chips ni inteligencia artificial: el suicidio industrial de una Rusia militarizada
Sin acceso a chips, inteligencia artificial ni innovación, el modelo bélico de Rusia se apoya en el pasado y pierde relevancia en la guerra moderna.
La economía de Rusia se reconfiguró para sostener la guerra, dejando las tecnologías y la inteligencia artificial de lado.
Rusia transformó su economía en una máquina de guerra. Reorientó sus fábricas, su presupuesto estatal, su retórica y su diplomacia hacia un único objetivo: sostener el esfuerzo bélico de forma indefinida. No se trata ya de ganar, ni siquiera de avanzar; sólo se trata de resistir. La estrategia no busca una victoria convencional sino la creación de un ecosistema militarizado donde el armamento sea la principal unidad de medida del producto bruto interno. El Estado se vuelve fábrica, el obrero se convierte en soldado civil y el tanque desplaza al tractor.
Esta mutación, sin embargo, no conduce a ningún lugar. La decisión de replegarse hacia una lógica de Segunda Guerra Mundial choca con las condiciones materiales del presente. No estamos en 1942, y el enemigo tampoco es el mismo. Las batallas ya no se libran por oleadas de soldados sino por enjambres de drones. La superioridad ya no se define por kilómetros de avance, sino por milisegundos de procesamiento. La inteligencia artificial es el arma definitiva, y ahí es donde Rusia perdió antes de empezar. Sin acceso a chips avanzados, sin capacidad de producción propia y sin ecosistema de innovación tecnológica, cualquier rearme es apenas un espejismo de potencia. Lo que Rusia puede fabricar es ruido, no disuasión real.
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Al insistir en un modelo industrial de producción bélica masiva, el Kremlin se condena a un pasado imposible de reconstituir. Ni el heroísmo de los obreros de Stalingrado, ni el sacrificio de los millones de soldados traídos del Lejano Oriente podrán repetirse en un teatro donde lo crucial ya no es el número de fusiles sino la calidad del sensor. Y aunque movilice cientos de miles de reservistas, lo que enfrentará del otro lado serán ejércitos automatizados, coordinados en red, con inteligencia generativa y armamento guiado por visión computarizada. Rusia quiere repetir un libreto de acero, fuego y barro, pero la obra ya es otra.
En este escenario, la alianza con China no representa una tabla de salvación sino un peso más que arrastra hacia el fondo. China no está en condiciones de proveer lo que Rusia necesita. No posee chips de última generación, ni software militar, ni independencia logística plena. Lo que ofrece es tiempo, pero un tiempo vacío, sin infraestructura tecnológica ni proyección estratégica. Rusia se aferra a esa piedra como un buceador sin aire, y ambos se hunden juntos. El uno porque no tiene lo que le falta, el otro porque no puede entregar lo que promete.
Lo que vemos no es una estrategia de guerra, sino una estrategia de ahogo lento. Rusia decidió sobrevivir como potencia atrincherada, no como jugador relevante. Pero incluso la resistencia tiene un límite. La economía no puede ser eternamente un campo de batalla, ni la población una reserva inagotable de carne y silencio. El culto a la resistencia, cuando se vuelve identidad, pierde toda dirección. Rusia eligió el pasado, pero lo hizo en un mundo que ya no tiene retorno. Y allí está su fracaso más profundo: no en la derrota militar, sino en el extravío de su lugar en el siglo XXI.

