Soledad adulta: ¿elegimos vínculos o los necesitamos para no sentirnos afuera?
En una sociedad que impone pareja y pertenencia como sinónimos de éxito, la soledad aparece muchas veces más como amenaza que como elección.
En estas épocas del año, la soledad es un problema para muchas personas.
ShutterstockLas fiestas de fin de año suelen funcionar como un catalizador. No crean preguntas nuevas, pero intensifican las que ya estaban ahí. Lo que durante meses se sostuvo en silencio —una incomodidad, una falta, una sensación difusa— aparece con más fuerza entre balances, encuentros familiares y rituales sociales que parecen recordarnos, de manera explícita o implícita, cómo “debería” verse una vida lograda.
No se trata solo de brindar o no brindar acompañado, sino de lo que ese acompañamiento simboliza. Pareja estable, hijos, proyectos compartidos. Un orden que parece marcar pertenencia. Sin embargo, reducir la soledad a un fenómeno estacional sería un error. La soledad no empieza en diciembre ni termina cuando se apagan las luces del brindis.
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La soledad que aparece en el consultorio
Hace tiempo que, en el consultorio, aparecen con frecuencia relatos de personas adultas que no están en pareja. No siempre llegan diciendo “me siento solo”. Muchas veces el malestar aparece formulado de otro modo:
- “Me estoy quedando afuera”
- “Necesito una pareja”
- “No sé qué pasa, siempre termino con personas que me usan y después desaparecen”
Más allá de las historias particulares, estas frases suelen señalar un mismo punto: una soledad que no se elige y que se padece, porque está sostenida más en la necesidad que en el deseo de estar en pareja.
Aquí el vínculo deja de ser un espacio de encuentro para transformarse en un recurso defensivo. No se busca tanto al otro por quien es, sino por lo que puede tapar: la angustia, el miedo a quedar afuera, la sensación de no encajar en un modelo de vida que se presenta como el único válido.
Lo interesante es que muchas de estas personas no están aisladas. Tienen amigos, colegas, familia, incluso redes afectivas activas. Y aun así, la vivencia de soledad persiste. No como falta de contacto, sino como sensación de no estar inscripto en aquello que socialmente se presenta como lo deseable.
¿Estar solo o no sentirse parte?
La pregunta empieza a tomar forma: ¿la soledad que duele tiene que ver con estar solo o con no sentirse parte?
Desde una perspectiva evolutiva, el ser humano es una especie profundamente gregaria. Sobrevivimos gracias al grupo, a la cooperación, a la capacidad de construir lazos y relatos compartidos. Yuval Noah Harari señala que uno de los grandes saltos de nuestra especie no fue biológico, sino simbólico: la posibilidad de creer en ficciones compartidas que nos permitieron organizarnos más allá del pequeño grupo inmediato.
Pero que seamos gregarios no implica que estemos condenados a una única forma de vincularnos. Mucho menos a una única narrativa de éxito afectivo. Podemos estar rodeados de personas, conocer mucha gente, y sin embargo no contar con un solo lazo de intimidad, confianza o sostén. La soledad no siempre es ausencia de otros; a veces es ausencia de inscripción.
La pareja como mandato
La pareja, tal como hoy la concebimos, es una construcción relativamente reciente. Durante siglos fue más una institución económica, reproductiva y social que un espacio de realización personal. En la modernidad tardía se produjo un desplazamiento: la pareja pasó a ser, además, el lugar donde se espera encontrar sentido, felicidad, validación y pertenencia.
Cuando se le pide tanto a un solo vínculo, no es extraño que su ausencia se viva como una falla. Zygmunt Bauman hablaba de la fragilidad de los vínculos en la modernidad líquida: relaciones más flexibles, menos duraderas, más fácilmente descartables. Paradójicamente, nunca hubo tantas posibilidades de contacto y nunca fue tan extendida la sensación de soledad.
En el consultorio esto se traduce en tensiones conocidas: deseo de intimidad y miedo al compromiso; necesidad de vínculo y temor a depender; conflictos en torno al tiempo propio y el tiempo compartido, como si estar en pareja implicara necesariamente perderse a uno mismo. La soledad, en estos casos, no es solo ausencia del otro, sino también defensa frente al riesgo que implica el encuentro.
Dos soledades muy distintas
No toda soledad es igual. Existe una soledad que se vive como sufrimiento, abandono o rechazo. Es la soledad que no se elige, la que se impone desde afuera o desde un ideal internalizado. John Bowlby, desde la teoría del apego, mostró cómo la experiencia temprana de disponibilidad o indisponibilidad de las figuras de apego marca profundamente nuestra manera de vincularnos en la adultez.
Cuando el otro no estuvo —o estuvo de manera imprevisible— la soledad adulta suele reactivar viejas heridas. En estos casos, la urgencia por estar en pareja no siempre responde al deseo, sino a la necesidad de calmar una angustia más profunda.
Pero existe otra soledad, menos nombrada y muchas veces malinterpretada. Una soledad que no es carencia, sino elección.
Donald Winnicott hablaba de la capacidad de estar solo como un signo de madurez emocional. No se trata de aislamiento, sino de la posibilidad de estar con uno mismo sin sentirse vacío.
Estar solo puede ser un espacio fértil: para conocerse, para descubrir qué nos gusta, para elegir cómo queremos vivir y con quién compartir. No todo lo compartido necesita necesariamente de otro para tener valor.
Soledad, aislamiento y pensamiento
Hannah Arendt diferenciaba entre soledad y aislamiento. La soledad puede ser un espacio de pensamiento, creatividad y elaboración; el aislamiento, en cambio, implica ruptura del lazo social.
Confundir ambas cosas empobrece nuestra lectura de la experiencia humana. En una cultura que patologiza rápidamente el estar solo, se pierde la posibilidad de pensar la soledad como un territorio legítimo.
Sin embargo, vivimos en una sociedad que no suele tolerar esa distinción. Estar solo se asocia rápidamente a fracaso, rareza o déficit. La pregunta no es solo cómo vivimos la soledad, sino cómo la juzgamos.
Pantallas, virtualidad y refugio
A este escenario se suma un elemento central de nuestra época: la tecnología. Pantallas, redes sociales, aplicaciones de citas, teletrabajo. Nunca fue tan fácil “estar conectados” y nunca fue tan difícil sostener encuentros reales.
Muchos adultos solos describen rutinas marcadas por la virtualidad: trabajar desde casa, comunicarse por mensajes, entretenerse frente a pantallas. El cuerpo del otro, la mirada, el silencio compartido, el encuentro no mediado se vuelven cada vez más excepcionales.
¿No nos pasa de ir a encuentros con amigos y que, sin darnos cuenta, todos terminemos mirando el teléfono? ¿Cuánto del encuentro se pierde en esa distracción constante?
Las pantallas funcionan muchas veces como refugio. Protegen del rechazo, del silencio incómodo, del esfuerzo que implica vincularse. Pero también refuerzan el aislamiento.
Byung-Chul Han sostiene que vivimos en una sociedad del rendimiento y de la autoexplotación, donde el otro aparece más como competencia que como semejante. En ese contexto, el vínculo se vuelve exigente, demandante, y la virtualidad ofrece una ilusión de control frente a la imprevisibilidad del encuentro real.
¿Puede el ser humano vivir solo?
Entonces, ¿puede el ser humano vivir solo? La respuesta no es simple ni única. Podemos vivir sin pareja, pero difícilmente sin lazos.
A diferencia de muchas otras especies, el ser humano nace en un estado de dependencia extrema. Sin la presencia de un otro que cuide, alimente y sostenga, la supervivencia es directamente imposible. Diversos estudios y observaciones clínicas —algunos tristemente célebres— han mostrado que un niño puede tener sus necesidades básicas cubiertas y aun así no sobrevivir si no cuenta con un vínculo afectivo mínimo.
No alcanza con alimento y abrigo: se necesita contacto, mirada, voz, presencia. Allí donde ese otro falta, el cuerpo mismo se resiente. El lazo no es un agregado posterior: es condición de posibilidad de la vida.
Por eso, cuando hablamos de soledad en la adultez, no estamos hablando de algo superficial. Tocamos una fibra profunda, ligada a la historia temprana, al apego y a la manera en que cada uno aprendió —o no— que podía contar con un otro.
Un cierre posible
Tal vez el sufrimiento no esté en la soledad, sino en el modo en que la leemos y la juzgamos. Viktor Frankl decía que el ser humano no está impulsado solo por la búsqueda de placer o poder, sino por la búsqueda de sentido. Desde esta perspectiva, el desafío no sería escapar de la soledad a cualquier precio, sino preguntarnos qué lugar ocupa en nuestra vida y desde dónde buscamos al otro.
¿Desde el deseo de compartir o desde el miedo a no pertenecer? Porque cuando el vínculo nace del miedo, se vuelve demanda. Y cuando nace del deseo, se vuelve encuentro.
Tal vez ahí esté la diferencia más importante: no en cuántos vínculos tenemos, ni en cumplir con un modelo esperado, sino en poder elegir —con libertad y responsabilidad— cuándo estar solos, cuándo estar con otros y desde qué lugar lo hacemos. No para no quedarnos afuera, sino para poder estar verdaderamente adentro de nuestra propia vida.
Mauricio J. Strugo. Lic. en Psicología (MN 41436). Sexólogo Clínico. Autor del podcast HDP: Hora de Pensar. Instagram: @elpsicologoysexologo

