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Hikikomori: el fenómeno digital que es un veneno silencioso que mata los vínculos

Más de un millón de japoneses viven encerrados sin trabajar ni estudiar. El fenómeno del hikikomori ya no es solo asiático: el aislamiento se volvió global.

El aislamiento de los jóvenes es un fenómeno cada vez más comun.

El aislamiento de los jóvenes es un fenómeno cada vez más comun.

En Japón hay más de un millón de personas que hace años no salen de su habitación. No trabajan, no estudian, no ven a nadie. Viven encerradas frente a una pantalla. A más de 20.000 kilómetros de distancia, este fenómeno empieza a sentirse cada vez más cerca. Ya no se trata de un problema “japonés”, sino de un síntoma global.

¿Conocés personas que prefieren no salir, que se refugian en plataformas de streaming, videojuegos o redes sociales porque el afuera se volvió demasiado difícil? No hace falta mirar muy lejos para encontrar a alguien cercano con esas preferencias. En silencio, algo está cambiando: la soledad dejó de ser una elección y se convirtió en una trampa.

Qué es el hikikomori

La palabra japonesa hikikomori significa literalmente “apartarse” o “encerrarse”. Fue acuñada por el psiquiatra Tamaki Sait en los años 90 para describir a jóvenes que, sin padecer una enfermedad mental grave, elegían aislarse completamente del mundo exterior durante más de seis meses.

Hoy, según el Ministerio de Salud japonés, más de 1,46 millones de personas viven en esa situación. Se cree que este fenómeno surgió en familias de clase media aspiracional, en una sociedad donde la exigencia y la competencia son parte del ADN cultural. Padres absorbidos por el trabajo, con altas expectativas sobre sus hijos, los impulsaban a escuelas muy demandantes. La presión generaba en muchos jóvenes ansiedad, frustración y un profundo miedo al fracaso.

Primero empezaban a faltar a clases. Luego, se encerraban en sus habitaciones, perdiendo noción del tiempo y de las rutinas. Los padres, sin saber cómo actuar, terminaban dejándoles la comida en la puerta. El único contacto con el mundo exterior era una pantalla. Lo que comenzó como un síntoma cultural terminó convirtiéndose en un espejo de nuestro tiempo.

Del aislamiento japonés al aislamiento global

Lo que en los 90 preocupaba a las autoridades japonesas hoy se transformó en una problemática transversal a muchas sociedades. Un informe del NHK (2023) reveló que el 54% de los hikikomori ya tiene más de 40 años. Y aunque nació en Japón, el fenómeno se expandió a España, Italia, Francia y América Latina.

La pandemia fue un acelerador. El aislamiento se volvió política pública, el trabajo remoto se instaló, las pantallas ocuparon el espacio que antes tenía el contacto. Y cuando el encierro terminó, muchos no pudieron —o no quisieron— salir del todo.

Un estudio de la Universidad Francesa de Salud y Medicina (2023) identificó una nueva categoría: los hikikomori funcionales, personas que cumplen sus tareas laborales o académicas online, pero viven en aislamiento afectivo. Trabajan, estudian, pagan impuestos… pero no se vinculan.

Según datos globales, las personas pasan en promedio 6 horas y 38 minutos diarias frente a una pantalla. El teléfono ocupa la mayor parte del tiempo: 4 horas y 37 minutos por día. En adolescentes y preadolescentes, la cifra puede superar las 8 horas y media. Nunca estuvimos tan conectados, ni tan solos.

El aislamiento invisible

La paradoja de nuestro tiempo es brutal: estamos más comunicados que nunca, pero más solos que antes. No hace falta estar literalmente encerrados. Alcanza con encender un dispositivo. Los algoritmos saben lo que nos gusta, lo que nos calma, lo que nos enoja. Nos conocen mejor que nosotros mismos y nos retienen en loops infinitos de estímulos, validaciones y dopamina.

Pasamos horas frente a pantallas, anestesiados por series, videojuegos, reels o pornografía, mientras el contacto humano se vuelve más incómodo y escaso. Todos conocemos a alguien que evita reuniones presenciales, prefiere hablar por chat o siente incomodidad al mirar a otro a los ojos. Y aunque incomode, la pregunta es inevitable: ¿Qué nos pasa como sociedad que cada vez más personas prefieren no vincularse?

La raíz emocional del veneno

Desde la mirada clínica, este fenómeno va mucho más allá del uso de la tecnología. En Japón, existen programas y grupos de autoayuda dedicados exclusivamente a ayudar a los hikikomori a reinsertarse en la vida social. Pero detrás del aislamiento hay algo más profundo: miedo, agotamiento, a veces depresión, y una gran dificultad para sostener la frustración.

Las plataformas de streaming, los videojuegos interminables y la cultura del placer inmediato prometen control y disfrute sin exposición emocional. Todo lo contrario de lo que sucede en los vínculos reales, donde hay riesgo, límites, espera y el posible dolor de no ser suficiente.

La investigadora Sherry Turkle (MIT), autora de Alone Together, lo sintetiza así: “Estamos conectados digitalmente, pero emocionalmente más solos que nunca.” Y el periodista Johann Hari, en su libro Conectados, advierte que la desconexión social es una de las principales causas de depresión moderna. Ambos coinciden en algo esencial: el problema no es la tecnología, sino la soledad que la tecnología oculta.

El adulto desconectado

Durante años se pensó que el hikikomori era un fenómeno adolescente. Pero hoy el aislamiento también crece en adultos. Una investigación de Kyodo News (2024) indica que más del 40% de los nuevos casos de hikikomori son mayores de 40 años. No hace falta mirar estadísticas. Alcanza con observar la vida cotidiana: personas que caminan por la calle con auriculares y mirada baja; reuniones donde cada quien revisa su teléfono; parejas que comparten la cama, pero no una conversación; familias que conviven bajo el mismo techo, pero cada uno en su habitación, conectados solo por el Wi-Fi.

Lo más inquietante es que muchos ya no lo viven como un problema. El aislamiento dejó de percibirse como un síntoma y empezó a verse como una forma de bienestar: “mejor solo que estresado”, “no necesito a nadie”, “así estoy tranquilo”. Pero la calma no siempre es paz. A veces es anestesia. Nos estamos acostumbrando a vivir sin el otro. Y sin el otro, no hay espejo, no hay identidad, no hay vida compartida.

La trampa del confort emocional

Parte del problema radica en cómo cambiaron nuestros valores culturales. Vivimos en una sociedad que idealiza la eficiencia, el rendimiento y la autosuficiencia. Se premia la independencia y se castiga la vulnerabilidad. Sentir se volvió incómodo. Mostrar fragilidad, un riesgo. Pedir ayuda, una muestra de debilidad.

Así, mientras nos defendemos del dolor, también nos alejamos del placer real: el de compartir, tocar, reír, pertenecer. La cultura del “todo bajo control” nos protege de la angustia, pero también nos roba la experiencia de lo vivo. Porque vivir implica desorden, conflicto, roce, presencia. Y eso no se puede gestionar con un algoritmo.

El hikikomori interior

Quizás todos, en mayor o menor medida, llevamos un pequeño hikikomori dentro. Ese impulso de aislarse cuando el mundo duele. Esa tentación de refugiarse en pantallas donde nada ni nadie puede herirnos. Pero el encierro emocional tiene un precio alto: el de perder la capacidad de sentirnos parte.

En terapia, muchas personas describen algo similar: “No tengo ganas de salir”, “me agota ver gente”, “prefiero quedarme viendo algo solo”. No lo dicen desde la pereza, sino desde la saturación. El mundo les resulta demasiado exigente, y el refugio digital, demasiado fácil. El desafío no es demonizar ese refugio, sino reaprender a salir de él.

De la desconexión digital a la desconexión emocional

La pornografía reemplazando el erotismo. Las series sustituyendo las conversaciones. Los mensajes de voz reemplazando el contacto directo. La vida vivida más a través de una pantalla que de los sentidos. Nos estamos quedando sin cuerpo. Sin contacto. Sin piel.

En ese proceso, algo esencial se apaga: la empatía. Porque solo el encuentro real —con sus imperfecciones y silencios— nos permite ver al otro como alguien y no como un perfil. Cuando desaparece la mirada, desaparece también la capacidad de reconocernos.

Qué podemos hacer

Salir del aislamiento no siempre es fácil. Para algunos, incluso, implica un proceso terapéutico o acompañamiento especializado. Pero hay pequeños gestos cotidianos que pueden empezar a abrir una rendija en la puerta del encierro:

  • Apagar las notificaciones durante algunas horas al día.
  • Volver a compartir una comida sin pantallas.
  • Llamar a alguien en lugar de mandar un mensaje.
  • Caminar sin auriculares, mirando el entorno.
  • Proponerse una actividad grupal, aunque cueste.

Son actos simples, pero profundamente humanos. Y, como toda reconexión, requieren paciencia, tiempo y coraje.

Camino a la reconexión

La cultura de la eficiencia nos hizo creer que sentir es perder tiempo. Que mostrarse vulnerable es debilidad. Y que la soledad elegida es independencia, cuando muchas veces es solo una defensa.

El antídoto del hikikomori no es la productividad ni el éxito: es el vínculo. Volver al abrazo, al encuentro, al error, a la risa en vivo. Volver a sentirnos humanos. Porque al final, lo que nos salva no es el aislamiento, sino el encuentro.

*Mauricio Strugo, licenciado en Psicología (M.N.: 41.436) y sexólogo clínico. Instagram: @elpsicologoysexologo. Autor del Podcast HDP Hora de Pensar.