Carlos Rottemberg: "En el teatro, los éxitos pagan todos los fracasos"
El productor Carlos Rottemberg nos visita en MDZ y cuenta cómo pasó del cine al teatro, su fórmula para elegir obras y el legado que hoy comparte con su hijo.

Carlos Rottemberg, productor teatral.
Analía Melnik / MDZEl productor teatral cumple 50 años de trayectoria. Carlos Rottemberg cuenta que, desde que a los 8 años vio La novicia rebelde en una sala de la calle Lavalle, supo que su vida estaría ligada al espectáculo. También habla de su vínculo con Mirtha Legrand y el legado que hoy comparte con su hijo.
Medio siglo después, es uno de los productores teatrales más influyentes de Argentina y asegura que el teatro sigue gozando de buena salud.
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- Carlos, cumplís 50 años como productor. ¿Recordás cómo empezó todo?
- Claramente. La fecha exacta es el 1° de julio de 1975, pero la historia empieza mucho antes, cuando tenía 8 años. Ese año, mi mamá nos llevó a mi hermana y a mí a ver La novicia rebelde en la calle Lavalle, que era la “meca” del cine en Buenos Aires. Recuerdo la primera escena, con Julie Andrews cantando en la pradera de Salzburgo; me largué a llorar, la señalé y le dije a mi mamá: “Yo quiero ser eso”. Nadie entendía si quería ser actor, director o novicia, pero yo sentía que ahí había algo que me iba a acompañar toda la vida. Al volver a casa, mi mamá le contó a mi papá y él preguntó, medio en broma, si yo quería ser monja. Con los años entendí que lo que me había conmovido no era solo la historia, sino la experiencia de estar en una sala, con una pantalla enorme y un público viviendo algo juntos. Empecé organizando ciclos de cineclub en la secundaria, animando cumpleaños con un proyector de 16 mm y, gracias a eso, conocí gente de distribuidoras. Un día, alguien me habló de una vieja sala en Paraguay y Suipacha que nadie quería alquilar. Ahí di mi primer paso serio. Aunque empecé con cine, pronto descubrí que el teatro me ofrecía una conexión más directa y humana con el público.
- ¿Qué fue lo que te hizo dejar el cine y dedicarte exclusivamente al teatro?
- Fue un momento muy simple, pero revelador. En 1992, mi hijo Tomás tenía seis años. Una noche, mientras lo acostaba, le dije: “El fin de semana vamos al cine”. Él me miró, señaló la videocasetera VHS que tenía a los pies de la cama y me dijo: “¿Para qué vamos a ir al cine, si tenemos esto?”. Esa frase me atravesó. Cuando se durmió, fui a la cocina y le dije a mi mujer: “Se terminó el cine como yo lo entiendo”. En ese instante comprendí que la forma de consumir películas había cambiado para siempre. El público podía verlas en casa, en el horario que quisiera, tantas veces como quisiera. El teatro, en cambio, no tiene reemplazo. Es un hecho vivo, único, que solo sucede ahí y en ese momento. Decidí enfocarme en eso, y nunca me arrepentí. El vivo tiene algo que ninguna tecnología puede dar: la sensación de que lo que estás viendo no se repetirá de la misma manera jamás.
- ¿Cómo se elige un espectáculo que funcione?
- No existe una receta ni un manual. No hay universidad que te enseñe a “oler” un éxito. Es un oficio que se aprende escuchando, observando y, sobre todo, equivocándose. Muchas veces, las pistas están en conversaciones casuales: si en una semana tres personas distintas me mencionan un mismo actor, una temática o una obra extranjera, sé que ahí hay algo para investigar. Aun así, hay que aceptar la realidad: no más del 30% de las obras que se estrenan funcionan bien en términos de público y recaudación. El resto son fracasos o títulos que pasan casi desapercibidos. Por eso digo siempre que los éxitos son los que pagan todos los fracasos. Un gran éxito puede sostener económicamente varias apuestas que no salieron como esperábamos. La clave es tener sensibilidad para percibir tendencias, pero también coraje para arriesgarte sabiendo que el golpe es posible.
"Mi hijo a sus 6 años me marcó por donde ir"
- ¿Y cómo se convive con los fracasos?
- Con mucha resiliencia y la cabeza fría. Desde que presidí la Cámara de Teatro y Música durante más de 20 años, repetía a los productores jóvenes: “No hay que excitarse demasiado con los éxitos para no deprimirse con los fracasos”. Los fracasos son inevitables y, en cierta forma, necesarios. Te enseñan. Hay obras que amás profundamente, en las que invertiste todo, pero no conectan con el público y duran semanas. Y otras que te sorprenden porque pensabas que iban a pasar sin pena ni gloria y explotan. La diferencia entre un productor que sobrevive y uno que se quema rápido es cómo enfrenta esas curvas. Yo aprendí a no vivir ni en la euforia del éxito ni en el pozo del fracaso: hay que seguir, siempre.
- Hoy compartís la profesión con tu hijo Tomás. ¿Cómo es esa relación laboral?
- Es un orgullo enorme. Tomás creció respirando teatro: su mamá es actriz, vivió entre escenarios y ensayos, pero nunca lo presionamos para que siguiera este camino. Se recibió de licenciado en Administración de Empresas y, por decisión propia, se sumó a la producción teatral. Trabajamos muy bien juntos. Tenemos una división divertida: yo me ocupo de los artistas de más de 65 años y él, de los más jóvenes. Incluso, este año, tres veces me presentaron como “el papá de Tomás” en reuniones del ambiente. Y me encantó, porque significa que lo que construí en cinco décadas hoy tiene continuidad con su impronta. Que la gente lo reconozca a él me da tranquilidad sobre el futuro de lo que tanto me costó levantar.
- ¿Cómo ves el presente del teatro en Argentina?
- Lo veo muy saludable, mejor de lo que muchos creen. Más de seis millones de personas al año consumen espectáculos en vivo en el país. Eso es un número altísimo, incluso en comparación con países más desarrollados. En Buenos Aires, Mar del Plata, Mendoza o Córdoba, el teatro está vivo. Y en pueblos pequeños, el teatro independiente es vital. He visto funciones en cuarteles de bomberos o salones improvisados, donde el escenario se armaba con mesas. Y la magia sucedía igual. El público argentino es fiel y curioso: no importa si es una gran producción en la calle Corrientes o una obra en una sala de barrio, la conexión que se genera es la misma.
- El teatro resistió crisis, incluso la pandemia. ¿Cuál es su secreto?
- El secreto es el vínculo humano. El teatro no se puede “grabar” para luego corregir. No tiene red: si un actor no está bien, el público lo percibe en cinco minutos. Pero si está bien, la gente se va conmovida y feliz. Durante la pandemia, fue uno de los sectores más golpeados: el teatro requiere que la gente esté junta, compartiendo el mismo aire. Sin eso, no existe. Cuando volvieron las funciones, la respuesta fue inmediata. La gente necesitaba esa experiencia. Podés ver una película en tu casa, pero no podés reemplazar la sensación de estar ahí, sintiendo las mismas cosas al mismo tiempo que todos los que te rodean. Eso es insustituible.
"Qué país le vamos a dejar a Mirtha"
- Tenés una relación cercana con Mirtha Legrand. ¿Te sigue sorprendiendo?
- Siempre. Vamos seguido al teatro y después salimos a comer. Ella mantiene una curiosidad y una energía que son admirables. Hace años dije una frase que se volvió famosa: “Los argentinos tenemos que plantearnos qué país le vamos a dejar a Mirtha Legrand”. Ella se ríe cada vez que se la repito, pero creo que refleja perfectamente su vigencia. Mirtha es parte de la historia viva del espectáculo argentino. Su disciplina, su puntualidad, su amor por el trabajo son un ejemplo. Acompañarla y compartir funciones con ella es un privilegio que valoro muchísimo.