El cine nació muerto: por qué seguimos adorando un arte que ya no respira

Es la primera pijamada de Marko y sus compañeros de grado. Vestidos con los uniformes de soldados del único ejército capaz de pelear batalla contra el sueño, se ponen en fila en la cocina para recibir, cada uno, un tazón de pochoclos. Corren al living, donde los espera la carpa improvisada más grande que han visto en sus cortas vidas. Entran y bajan la manta que los deja en total oscuridad. Los gritos de entusiasmo se elevan cuando la enorme tableta del padre de Marko se prende, y una plataforma les muestra la ventana a un mundo infinito de opciones.
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Algunos lo están pensando: las plataformas condicionan la mirada, formatean al público, se realimentan en una endogamia de productos similares. Pero cuando un grupo de niños se encierra en una carpa improvisada o se cubre con una manta, queda a oscuras y prende la tableta o el celular, se completa el ritual y el dios del cine es alimentado.
La transformación del espacio oscuro, la expectativa ante las imágenes y sonidos, el olor del pochoclo o golosinas, la sensación de tener otros humanos alrededor y dejarse fascinar por la luz, nos lleva a la memoria de nuestra conciencia colectiva más antigua, donde algo brillante, amarillo, pero muy rojo —el mismo color con el que vestimos al diablo de los últimos dos mil años— nos protegía y acompañaba en las noches de historias verbales y actuadas.
Frente al cine somos esos primeros hombres en 2001: A Space Odyssey, antes de que el intelecto, la lectura y la filosofía nos llevaran a otras dimensiones del pensamiento. Sí. El dios del cine es primo del dios del fuego, ese que acompañaba en las cuevas a los hombres que lo descubrieron, ese dios que era tanto fuego como sombras en las paredes.
Pero las sombras tienen vida. Son espejo de nuestro movimiento y, en cada aparición, bailan diferente. El cine no: sus sombras están condenadas a moverse siempre igual. Son esclavas de sus autores. Siempre los mismos pasos, las mismas voces, los mismos llantos. El trineo de Charles Foster Kane se quema una y otra vez en la misma posición y cada final girl grita con la misma intensidad cuando el asesino de turno la persigue.
No importa si la soledad de pensar cosas que tu entorno no comprende fue mitigada por Deleuze, Usai, Morin o Godard, entre tantos —les recomiendo que los lean—, años o décadas atrás. Uno vuelve a sentirse solo. Maldito y solo. Hasta que un posteo, una joven directora, bailarina y coreógrafa —Charo Coliqueo—, en los primeros pasos de su vida profesional, cometió el acto de preguntarse sobre la imagen y el movimiento, me hizo sacar el polvo a esas ideas que quiero mantener enterradas, pero que sacan los brazos de la tumba como Carrie y resucitan.
Siempre quise hacer cine, pero me gusta escribir
Mi madre, a la que siempre le costó concentrarse para leer, disfrutaba del cine. Yo, hijo único y con padre presente-ausente, sentí la obligación de poder compartir mi arte con ella. Fundé el estudio que postprodujo la primera película en HD en Latinoamérica, y uno de los primeros en el mundo en digitalizar una película completa en 35 mm para hacer un intermedio digital. Y rescaté cientos de películas argentinas, y mi fundación conserva el acervo digital más importante del país. Pero jamás pude hacer cine. Jamás pude compartir mi arte con mi madre. Porque el cine siempre me pareció un arte muerto.
Las palabras, la música, las voces, los cuerpos en movimiento te dejan imaginar. El cine es un monstruo que se apodera de todos los sentidos. Mirando M. Butterfly, de Cronenberg, me destruí las cutículas y el tacto se humedeció con la sangre durante toda la película. Sabía que mis dedos estaban tan rojos como los puntos fuertes de color en la imagen. El cine quiso ser eterno. Desde su nacimiento, intentó conservar lo efímero, fijar la mirada, embalsamar el gesto. Como si filmar fuera una forma de escaparle a la muerte. Pero en ese intento —en ese encuadre, en ese montaje, en ese relato que se congela— algo ya se pierde. Porque el cine, aunque se mueva, no vive. No respira. No se equivoca en tiempo real. No transpira.
Voy a hablarles a esos artistas jóvenes que reflexionan como Charo.
Si escribís, bailás, cantás, no siempre atrapes esos dones en imágenes. No está mal que, en este mundo, haya cosas efímeras, que no tengan registros. Que no se puedan atrapar para entrenar un modelo de Inteligencia Artificial (te lo dice alguien que entrena IA). Experimentá. Usá la transmisión en vivo que hoy es tan fácil de generar. Que una parte de tu arte no pueda atraparse.
Ese arte performático, que luego mutó en teatro, en música, en cuerpo hablante, nace de otra matriz: de la urgencia de contar. De dejar una marca que no se repita, sino que se reinterprete. Se transforma con cada boca, con cada cuerpo. De ahí viene: de la ceremonia, del mito compartido en un círculo humano que respiraba al mismo ritmo. De la llama real, no del fotograma. De lo que se borra, pero deja rastro en los cuerpos.
No es casual que muchos pueblos originarios —como los navajos en Norteamérica, los mapuches en el sur del mundo o ciertas tribus africanas— rehusaran ser fotografiados. No por temor mágico, sino por sabiduría antigua. "La imagen fija roba el alma", decían. Y tal vez no estaban tan errados. Porque el alma es eso que no se deja atrapar, que vive solo cuando no se congela. El arte vivo no siempre necesita ser registrado. Porque no es para siempre: es para ahora. Estamos en un presente que necesita cosas diferentes. Necesita explosiones de vida. Ahí siguen Marko y sus amigos, atrapados por un bombardeo de imágenes y sonidos. En una carpa improvisada, rinden con sus emociones tributo al dios del cine.
El cine es otro de nuestros dioses
Se transformará de formas impensadas. Pero jamás morirá. Es imposible que muera algo que siempre estuvo muerto.
* Sergio Rentero, fundador de Gotika