Opinión

El peor déficit de la historia

Especialistas en salud mental advierten sobre los efectos negativos de pasar demasiado tiempo frente a pantallas, como el aislamiento social y la superficialidad en la comprensión.

Trini Ried Goycoolea lunes, 28 de abril de 2025 · 04:35 hs
El peor déficit de la historia
Lo que necesitamos no es más wifi. Es más presencia, más abrazos, más conversaciones sin filtros ni emojis. Foto: Archivo MDZ

No se equivoquen. No estoy hablando de las bolsas mundiales, ni del agujero fiscal de nuestros países. El mayor déficit de nuestra época es mucho más profundo: es un déficit de vida real.

Estamos perdiendo la capacidad de estar presentes, de vincularnos, de experimentar con el cuerpo y los sentidos. Y esto no es una exageración nostálgica: hay evidencias científicas y sociales suficientes que muestran cómo el exceso de tecnología está deteriorando nuestro desarrollo humano y espiritual.

El costo invisible de las pantallas

Nunca antes una generación pasó tantas horas frente a una pantalla. Según la organización Common Sense Media, los adolescentes en Estados Unidos pasan en promedio 9 horas diarias conectados a sus dispositivos. Y ese tiempo no se invierte precisamente en actividades educativas o creativas.

Nunca antes una generación pasó tantas horas frente a una pantalla. Foto: Archivo.

Esto está afectando seriamente el neurodesarrollo, la salud mental y la capacidad de concentración. Cada uno de nosotros, si somos honestos, puede reconocer hasta qué punto se ha vuelto dependiente de lo virtual. Pero lo que cuesta más dimensionar es cuánto está dañando nuestra calidad de vida, nuestra autorregulación emocional, nuestros vínculos, y hasta nuestra espiritualidad.

Las consecuencias del déficit

Este déficit de humanidad es multifactorial, sí. Pero la sobreexposición a las pantallas es hoy uno de los factores más decisivos. ¿Cuáles son sus secuelas?

  • Aumento de la ansiedad, la depresión y la irritabilidad.
  • Reducción de la empatía y de la capacidad de leer los gestos y emociones de los demás.
  • Trastornos del sueño y de la alimentación.
  • Alteraciones músculo-esqueléticas y visuales.
  • Distorsión de la imagen corporal y aumento de la comparación social.
  • Disminución del deseo de aprender, de crear, de esforzarse a largo plazo.
  • Mayor exposición a la violencia, la pornografía y las adicciones.

Todo esto nos vuelve más impulsivos, más frágiles, y menos resilientes. No es casual que se hable de la "generación cristal": jóvenes que se quiebran ante la primera dificultad, no porque sean débiles, sino porque no están entrenados para la vida real.

La sobreexposición a las pantallas es hoy uno de los factores más decisivos. Foto: Archivo.

Una historia que ilustra

Hace poco, una mamá me contó que su hijo de 7 años lloró desconsolado porque se le cayó el wifi justo cuando estaba por ganar en un videojuego. Cuando ella le propuso salir al parque, él respondió: “¿Y eso qué tiene de divertido?”. Este tipo de escenas se repite cada día, en miles de familias. Y debería preocuparnos profundamente.

La advertencia que no escuchamos

Hace más de 25 años, la prestigiosa neuropsiquiatra chilena Amanda Céspedes advertía que el juego infantil debía parecerse al de los primates: trepar árboles, ensuciarse, explorar, cachorrear con otros. Esas experiencias físicas, sensoriales y sociales son claves para desarrollar el lenguaje, la creatividad, la empatía y la conciencia corporal.

Hoy, esas vivencias están siendo reemplazadas por estímulos digitales que ofrecen dopamina fácil, pero no construyen nada sólido. Alimentan una mente pasiva y dispersa. Y lo más grave: nos desconectan del cuerpo, de los otros y del sentido profundo de existir.

No es lo mismo

Claramente no es lo mismo jugar fútbol en una pantalla que levantarse temprano dos o tres veces a la semana y entrenar. En la segunda opción tenemos la oportunidad de organizarnos, ponernos de acuerdo con otros, ejercitar, hacer goles con los propio pies y sentir el cuerpo cansado de correr. Podemos experimentar el gozo del triunfo o la solidaridad del equipo frente a una derrota y mil aprendizajes y vivencias que se transforman en “capital humano”. No es lo mismo mandar un emoticón para saludar a un amigo que ir a verlo y saber realmente cómo está. Solo en la segunda versión podemos ahondar en la relación, captar su mensaje corporal y cultivar una amistad incondicional. No es igual un abrazo dado y recibido que un WhatsApp. No es parecido ver un viaje en Instagram que realmente vivir todas las peripecias de un periplo a un lugar nuevo y sentir y gustar a la gente, sus comidas, sus paisajes y formas de pensar. Lamentablemente  tampoco es igual matar a cientos de enemigos en una app virtual que ver morir a alguien en el mundo real… 

Una mamá me contó que su hijo de 7 años lloró desconsolado porque se le cayó el wifi.
Foto: Archivo.

El cuerpo, la mente y el alma piden volver

La tecnología no es el enemigo. Pero cuando ocupa todo nuestro tiempo y espacio mental, se convierte en una prisión brillante. El cerebro se ralentiza y deja de desarrollar la corteza prefrontal porque no tiene “nada que masticar” con pura “comida procesada”. Se pierde la conciencia crítica y nos hacemos vulnerables a la manipulación y a la enfermedad psíquica y física. Sin embargo, el más dañado es el músculo espiritual cuya conexión queda cortada, replegándolo a su mínima expresión. Perdemos conexión con lo trascendente, con lo que da sentido, con lo que nos eleva. El déficit real no es de tiempo, es de propósito.

¿Qué podemos hacer?

La salida no es simple, pero sí posible. Empieza con un proceso honesto de détox digital. Los expertos dicen que una hora diaria en redes sociales debería ser más que suficiente. El resto del tiempo es para vivir:

  • Reencontrarnos con la familia.
  • Dormir bien.
  • Hacer ejercicio.
  • Estar en comunidad.
  • Cultivar la dimensión espiritual.
  • Leer ya sea en papel o en Ereaders.
  • Jugar, crear, aburrirnos y maravillarnos con lo simple.

Y sobre todo, acompañar a los más jóvenes. Retrasar lo más posible la exposición a pantallas (idealmente después de los 14 años), dialogar sobre sus riesgos, ofrecer vínculos reales. Pero, más que todo, dar el ejemplo. Somos seres de imitación. No podemos pedirles a nuestros hijos que desconecten si nosotros vivimos hipnotizados por el teléfono.

La gran inversión de esta era

Lo que necesitamos no es más wifi. Es más presencia, más abrazos, más conversaciones sin filtros ni emojis. Si queremos salir del peor déficit de la historia, la única forma es invertir en vínculos sanos, nutritivos y verdaderos.

Porque no es lo mismo vivir en la Matrix… que encarnarnos plenamente en esta aventura humana, con todo su dolor, complejidad  y toda su belleza.

 Trini Ried Goycoolea.

Trini Ried Goycoolea. Periodista y escritora, especialista en vínculos.

 

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