Cómo elegir correctamente en el supermercado

Hace unos días, caminando por el centro y quizá potenciado por el olor a tortitas que salía de una panadería, un recuerdo de la infancia me bloqueó los pensamientos: me acordé del señor que iba con su bicicleta, casa por casa, vendiendo yogurts y
postrecitos. Puede resultar raro que el olor a tortitas recuerde al señor que vendía yogurts, pero en fin, así es la mente, y así era la infancia en el milenio pasado: una cotidiana mezcla de las ahora bien denominadas “comidas saludables”, con otras que
claramente tenían excesos de grasas, en una época en la cual los octógonos negros aún no nacían, y era mucho más fácil saber cuál era la Coca más rica, porque había una sola. Aunque hay que admitir que, en los últimos años, gracias a los octógonos y a los
rectángulos negros, se ha simplificado un poco la cosa con la popular gaseosa; después de un par de décadas de dudas constantes frente a una heladera de supermercado, he vuelto a saber cuál es la Coca más rica: esa es (lamentablemente) la que más octógonos tiene, incluidos además dos rectángulos que avisan que es una bebida perjudicial para los niños.
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Pero volviendo al vendedor de yogurts que llegaba cotidianamente con su bici a tocar el timbre de mi casa, estoy intentando buscar en mi mente el nombre del oficio de ese repartidor, que no era el lechero, ya que creo recordar que leche no llevaba, sino
solamente yogurts y postrecitos. De todos modos, y más allá del (digámosle) yogurtero, en este siglo XXI que nos acompaña, y de tanto pensar en la cosa, me dieron ganas de comerme un yogurt; por lo que, a falta de repartidor, me dirigí al super más cercano para satisfacer esa necesidad imperiosa aterrizada desde la lejana niñez. Ya en la puerta del local, y habiendo adquirido (a fuerza de años y retos convenientes) las reglas sociales correspondientes, agregué a la lista de compras un dentífrico, para solucionar los inconvenientes bucales que me generarían la ingesta láctea que pensaba realizar.
Así fue como ingresé al super y me dirigí a la heladera de los derivados de la leche, para descubrir algo tremendo: había decenas y decenas de yogures diferentes… ¡Qué fácil que era cuando el yogurtero llevaba solo de frutilla y de vainilla! En fin, superado
el enojo de tener que decidir y oponiéndome mentalmente a realizar esa tarea, estiré la mano para tomar el más cercano. Ahí descubrí que no era un yogurt común, sino uno que decía “Bio Transit”.
-¿Y qué es esto del Bio Transit? -pensé en voz alta, lo que generó la respuesta de una viejita que iba pasando, mientras se agarraba la cabeza por el precio de la comida para gatos:
-“El yogurt de Bio Transit es para cuando no puede ir de vientre, mhijito” -me dijo la señora, anticipándome que no era ese el que yo buscaba.
Pasé al de al lado: “Con vitaminas de la A a la Z”, decía, y yo que creo andar bien (en sentido vitamínico al menos), lo dejé para optar por el tercero de la fila. Cuando leí que ese estaba reforzado en calcio, me asusté… ¿Estaré en la heladera de lácteos o en la
farmacia? Me alejé para corroborar que era el sitio correcto, y seguí leyendo en los envases que completaban la fila: el siguiente tenía el valor calórico reducido, el otro ayudaba a reforzar las defensas naturales del organismo… ¡Yo solo quería comer un
yogurt! ¿Me pedirían la prescripción médica al pagarlo? ¿Lo cubrirá la obra social? Me dirigí desesperado hasta los dentífricos, para descubrir horrorizado que la cosa no se circunscribía solo a los lácteos: aún dentro de la misma marca, estaba el que prevenía contra placa, contra gingivitis, el de aliento fresco, el de blanqueamiento dental, el antisensibilidad, antimanchas, antisarro, esmalte débil y finalmente uno que conocía: dentífrico anticaries… ¿Pero no eran todos anticaries? ¿Todo eso tengo en la boca?
lluvia de papas, pero sí con mayonesa, kétchup, mostaza y salsa picante. Foto: Freepick.
Finalmente, y con las manos vacías, salí a la vereda. Angustiado por la cantidad de enfermedades que era posible que padeciera, terminé whatsapeando urgentemente al médico para que me mandara una importante tanda de análisis, y así poder saber qué
es lo que tengo (si es que algo tengo). Luego de eso y con la necesidad profunda de calmar la ansiedad que la visita al super me había generado, crucé la calle y me adentré en el maravilloso y pequeño local de la esquina: ahí me compré un pancho, sin
lluvia de papas, pero sí con mayonesa, kétchup, mostaza y salsa picante que, al menos, me garantizaban una enfermedad a la vieja usanza...