De sumas y saldos: un cuento para cortar la semana
Cada tanto es recomendable tomarse unos minutos, hacer un alto y leer un relato literario.
Fortunato Farina había nacido un 6 de junio de 1895 en la provincia de Caserta, en una zona agrícola e industrial ubicada a cuarenta kilómetros de Nápoles, la ciudad que hierve al calor del Vesubio.
Proveniente de una familia de agricultores, como no podía ser de otro modo, conocía la pobreza, el trabajo duro y la mesa vacía.
Los Farina, Vincenza y Fortunato, tuvieron tres hijos. El primero había nacido débil y enfermo. Un angelito tan frágil como etéreo que no sobrevivió ni a sus dolencias, ni a la miseria. Dos años tenía cuando partió al cielo, seguramente a una patria mejor que le había tocado en suerte.
Pasó el tiempo y Fortunato se enfermó de desesperación y tristeza. No había consuelo para ese pobre hombre que se reprochaba obsesivamente la muerte de su hijo. No desconocía la extrema debilidad con la que había nacido, pero también era consciente,
y bien que lo sabía, que otra hubiera sido esa historia si hubiese transcurrido en un hogar donde al menos un poco leche, pan y queso, nunca faltaran en la mesa.
Vincenza, su esposa, era una mujer portentosamente fuerte. Ante Fortunato se mostraba incólume, aunque el dolor de la pérdida la consumiera, y el hambre la retorciera.
Había escuchado en la iglesia a dos vecinas que hablaban de las bondades de la América. De la Argentina, un país joven y próspero, donde podrían trabajar y vivir dignamente.
Buenos Aires se convirtió entonces en la oportunidad de salir de la maldita pobreza que los oprimía, quizás el mismo Fortunato podría curar esa nostalgia que lo había convertido en un espectro, un muerto que vive, un hombre sin presente y sin mañana.

Vendieron los pocos animales que tenían, herramientas, casa, tierra y cuanto bien pudiese enajenarse para subir al buque que finalmente en 1918 arribó al puerto de Buenos Aires.
En sus rostros cansados de un viaje largo en inhumanas condiciones, temerosos como estaban, quedaba un espacio para la esperanza. Sabían que muchos paisanos vivían ya en la ciudad, que aprender así el idioma sería más sencillo. Que las costumbres no eran tan distintas. En definitiva, que esa tierra que los había expulsado, se mostraba aquí, a miles de kilómetros, más gentil y generosa.
Es preciso decir que Vincenza era diez años menor que su marido. Que al tiempo de haber llegado al Río de la Plata, la esperanza finalmente había renacido, y que se intuía un horizonte más luminoso. Llegaron entonces otros dos hijos, Domenico y luego
Emilio, ambos ya plenamente argentinos.
La familia se había asentado en un conventillo del barrio de La Boca, y trabajando día y noche Fortunato había aprendido el oficio de panadero.
Pasado algún tiempo, y resueltas algunas contingencias, las cosas empezaron a ser menos sencillas de lo que esperaban. Los salarios eran muy bajos, la vida se había hecho difícil y comenzaba a reinar en el ambiente un clima de tensión, de protesta, de
rebeldía.
En este contexto, conoció Fortunato los reclamos y actos del movimiento obrero. Una mezcla de oprimidos, con ideologizados. El socialismo y el anarquismo, dos opuestos, socios de ocasión.
Fortunato cultivó una simpatía casi natural con esta idea de un mundo sin Dios, ni patria, ni ley. Al fin y al cabo, uno, otro o todos juntos, le habían quitado a su primer hijo. ¿Qué había hecho Dios, la patria o la ley para evitar esa tragedia? El primero fue
implacable, la segunda fue cómplice, y la tercera fue injusta.
Propio de aquella época, Vincenza no conocía este aspecto de su marido. Difícilmente hubiera aceptado darle la espalda a Dios. Ella, que era piadosa, prendía velas a los santos e iba a misa los domingos. Aunque no comprendiese el latín, entendía cabalmente lo que en la celebración significaba.
Volviendo a Fortunato, estaba deslumbrado tanto con estas ideas que sentía ya propias, hechas a su medida; como con ese folklore, tan colorido, vital, secreto y a la vez expansivo que era propio del movimiento obrero, particularmente anarco socialista.
En este sentido, una cuestión particular, que tanto disfrutaba, una argucia casi risible del oficio de los panaderos, era el nombre con que habían bautizado a esos pasteles dulces que todavía hoy llamamos facturas. Habían logrado popularizar varias de ellas
como una burla a los estamentos del poder.
Hacia nació el vigilante, el cañoncito, el sacramento, los libritos y varios otros. Una burla destinada a la Policía, el Ejército, la Iglesia y le educación en cada caso.
Los bajos salarios, un horizonte poco claro, un estado de ebullición permanente, y la inocente simpatía con la aventura anarquista, acercaron a Farina a un mundo que no conocía. En algunas tertulias se hablaba de autores, nombres que se repetían y respetaban. Eran casi evangélicos, aunque lejos estaba Fortunato de esa expresión.
En concreto Bakunin, Proudhon y Malatesta eran tres nombres indiscutidos. En cada reunión todo giraba en torno a ellos. El panadero soñaba con leer a Bakunin, pero no hablaba ruso. Lo mismo con Proudhon, pero tampoco conocía el francés. Quedaba
Malatesta, el único italiano, pero el verdadero problema no eran las lenguas extranjeras, sino que Fortunato no sabía leer ni escribir.
Vale como última referencia, un episodio dramático, aunque en cierto modo, redentor. Pasado ya algún tiempo de su acercamiento al anarquismo, Fortunato tomó conocimiento del atentado que en 1909 había dado muerte a Ramón L. Falcón, por entonces Jefe de Policía de la Capital, y que gobernaba con mano de hierro según se conocía. Su verdugo había sido un tal Simón Radowizky. De todo esto se había enterado Fortunato en alguna reunión clandestina de las que eventualmente participaba.
Él era un hombre bueno, jamás habría sangre en sus manos, pero el odio se contagiaba en aquellas reuniones. Entonces, como una burla, casi con cierta inocencia mezclada con alguna ignorancia, y en el mismo espíritu de la picardía de las facturas, Fortunato apodó a Enrico, el mayor, Simón -por Radowisky-.
Vincenza no tardó en advertirlo, y así como llegó la gracia, se terminó súbitamente. No iba a permitir el odio ni la venganza en su casa, al fin y al cabo era una mujer de fe.
Domenico y Emilio concurrieron a la escuela desde muy pequeños. El primero abandonó en tercer grado; pero Emilio, ostensiblemente más capaz, terminó el secundario. Ya en aquel momento se vislumbraba en él, un joven de tanta inteligencia
como ambición.
El nombre de Emilio figuraba en el cuadro de honor, y llevaba la bandera argentina en los actos patrios.
Si sus padres habían trabajado toda su vida para darle a sus hijos lo mejor, más les tocaba ahora sostener a Emilio, para que si la Providencia lo permitía, llegara a ser un universitario. Por qué no, si al fin y al cabo era el primer Farina que completaba el
colegio, y más aun, ya ostentaba el título de perito mercantil.
Vincenza cosía día y noche, “para afuera”, como se decía en la época. Tanto trabajaba que sus dedos estaban literalmente doblados, amontonados unos sobre otros.
Las simpatías de Fortunato por las utopías se fueron disipando con el tiempo. Él mismo llegó a comprender que algo de venganza, otro poco de aventura y más aun el sentido de pertenencia, le había “dabo corte” entre sus compañeros y algunos vecinos. Era lo
único distinto que había en su vida fuera de la harina, los madrugones y el orgullo de Emilio.
Fortunato trabajaba cuantas horas extras pudiera para que el menor de sus hijos, el perito mercantil, vistiera a la manera de su condición. También para que participara de reuniones sociales, que por cierto eran de una necesidad imperiosa según su hijo le
había enseñado. Eran en cierto modo, y según su criterio, la mejor oportunidad para rodearse de ciertos contactos que lo favorecerían en el futuro.
Progresivamente se había despertado en Emilio un gesto de cierta soberbia. Ya no le gustaban sus vecinos, su casa, ni su barrio. Cierto es que no vivían en las mejores condiciones, pero no se trataba de una ambición de progreso, antes bien, se sentía
definitivamente superior al resto.
Vincenza, tan entregada y meticulosa en su trabajo, tenía esa don tan particular que sólo está reservado a las mujeres. Había sido capaz de salvar a Fortunato de una muerte de tristeza, rechazar con firmeza la cruel ironía de “Simón”, y alentar a sus hijos a estudiar. De todo un poco, en la justa medida, y para cada uno de ellos.
Con profundo dolor advirtió cierto menosprecio con que Emilio trataba a su padre. Claro, Fortunato era en definitiva un inmigrante analfabeto que sólo conocía la harina y el trabajo.
Domenico también comenzó a ser víctima de Emilio. Lo ignoraba, apenas le hablaba. En cierto modo no podía ocultar el desprecio y la vergüenza que le provocaba tener un hermano obrero, que trabajaba de sol a sol en una metalúrgica de San Vicente.
Sistemáticamente había evitado que sus colegas lo conocieran. Era otro mundo, y no precisamente del que Domenico se hubiera sentido parte.
Le tomó algún tiempo lograr lo que tanto buscaba. Había hecho amistad con un joven algo mayor que él. Lo conoció en una de esas reuniones sociales y “tan necesarias” a las que concurría frecuentemente; y con tanta habilidad como decoro, logró un puesto
en el mismo banco en el que trabajaba Roberto, su contacto.
En su trabajo Emilio no se esmeraba particularmente. Tampoco en aquello que llevara esfuerzo sin un premio instantáneo. De hecho nunca tuvo la intención de llegar a la universidad, entendía que las herramientas que tenía le resultaban suficientes. Era perito mercantil, se reconocía inteligente y sagaz. No pensaba malgastar sus dones en esfuerzos de largo alcance. El objetivo era acortar el camino. La ambición era su motor y su guía.
Tenía esa particular habilidad que sólo algunos la tienen, de destacarse sobre los otros, más por estar en el lugar correcto y en el momento correcto, que por su esmero y dedicación.
Roberto había advertido estas malas artes de Emilio, pero era tarde para volver atrás. Algún eventual reproche, más aun, un sólo comentario en ese sentido, lo haría ver como un envidioso, un mediocre preocupado por el vertiginoso andar de su amigo. Es
preciso aclarar que ya para ese tiempo, y meteóricamente, Emilio había superado a su amigo en jerarquía.
Hacía ya dos años que había dejado la casa de sus padres. Ahora alquilaba un departamento en el barrio de Monserrat. Este movimiento, necesario para avanzar en su carrera según le explicó a sus padres, naturalmente comprometía una parte de sus
ingresos.
Domenico seguía trabajando en la fábrica, su salario apenas alcanzaba para algún vicio, y para ayudar en la casa. Enterado de la urgente necesidad de su querido y admirado hermano, separaba sistemáticamente parte de sus magros fondos para ayudarlo. Al fin
y al cabo Emilio era el orgullo familiar.
El próspero bancario había desarrollado un interés particular por lo que él llamaba “el buen vestir”. En definitiva, no era un lujo que se permitiera, sino parte de su esmerada carrera en el Banco.
Hacía algún tiempo ya que Vincenza cosía para una buena casa de ropa de hombre que había sobre calle Florida. Seguramente podría sacar un traje “a pagar”, que le descontarían mensualmente de su salario.
Claro que era todo un sacrificio, pero Emilio lo necesitaba, y lo que era bueno para él, era bueno para toda la familia. ¿O acaso cada éxito de Emilio no era también el de Fortunato, Vincenza, Domenico y aquel hermanito que había quedado en el camino víctima también de la pobreza?
En otros dos años, la vertiginosa carrera de Emilio lo llevó al puesto de Tesorero. ¿Quién hubiera imaginado que el hijo de un inmigrante analfabeto, que quiso ser anarquista sólo para “ser alguien”, casado con una costurera, y con un hermano que
era sólo un obrero, podría llegar a ese lugar?
El ascenso llegó ya terminando el año, más precisamente en la última semana de diciembre, en un caluroso verano porteño. Un poco obligado, y otro tanto para aprovechar la oportunidad, aceptó Emilio compartir la comida del 31 con su familia. No lo había hecho en los últimos tres años.
Siempre recibía la invitación de algún colega, si era un superior, tanto mejor. Es que Emilio al ingresar al Banco, había entendido la necesidad de negar a su familia. Podía parecer maquiavélico, pero era lo mejor para todos, especialmente para él.
El caso es que aquel 31 de diciembre, en el patio del conventillo de La Boca, Fortunato, Vinceza, Domenico y los vecinos, escucharon orgullosos las palabras de Emilio al momento del brindis.
“Brindo por este maravilloso país que da oportunidades a los más capaces, a los que pueden salir de la ignorancia y la pobreza, a los que logran sus objetivos con mucho esfuerzo porque saben lo que quieren”. “Yo mismo soy un ejemplo de esto que afirmo”.
“Yo llegué adonde llegué porque me rompí el lomo, no le debo nada a nadie”.
Entonces, orgullosos y emocionados, con los ojos húmedos y el pecho hinchado, los Farina y sus vecinos, brindaron por ese hijo, por ese hombre, un señor que no le debía nada a nadie, porque todo lo había logrado con el sudor de su frente.
* Mariano D'Onofrio, docente. marianodonofrio@gmail.com

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