Milagro de los Andes: la historia desconocida del arriero chileno que los encontró
La historia de Catalán, el arriero chileno que halló a dos de los sobrevivientes del milagro de los Andes. Un hombre sencillo que fue parte de uno de los acontecimientos humanos más relevantes.
“En las arenas bailan los remolinos /El sol juega en el brillo del pedregal /Y prendido a la magia de los caminos /El arriero va, el arriero va”. Un clásico que todavía emociona. El arriero va (1944). Es Yupanqui y su inconfundible sonoridad criolla retumbando en las radios de los pueblos del mundo. Mientras tanto allá arriba de aquellos cerros andinos hay un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya que se ha caído hace semanas. Entre los pasajeros hay jugadores de rugby del Old Christians Club de Montevideo.
Por ese tiempo en paralelo, allá abajo en el tranquilo valle transcurre otra mañana como tantas. Igual a las de su padre y muy parecidas a lo que seguramente desarrollarán la vida de sus nueve hijos, entre ellos “el Juan Cruz”. Y otra vez bien temprano cuando el sol juega en el brillo del pedregal como nos decía Don Ata hay que comenzar la jornada. El arriero va. Es Sergio Hilario Catalán, oriundo de Puente Negro, el pueblito de la comuna de San Fernando en la provincia de Colchagua, zona límite entre los cerros petisos y los colosos de 5.000 metros.
El arriero Catalán, “el negro”, “el papá Sergio”; el que a veces escucha en la radio los partidos de fútbol de su “indio” Colo Colo cuando la frecuencia no se pierde por los montes. Es además uno de los pocos habitantes de ese vallecito del Puente Negro que lo vio nacer y lo verá morir. El mismo Puente Negro, cerquita de las Termas del Flaco que en tiempos de los deshielos se nutre de cientos de arroyitos y se llena de conejos, perdices, tórtolas y codornices.
“¡Arre vaca!”, es el grito de guerra de Catalán desde hace casi 40 años. Lo aprendió de sus padres y lo trasmitirá a sus hijos. Un chistido y un silbidito completan la arenga para mover el ganado. Como todas las albas “la madrina” desanda el camino hasta los yuyos más tiernos y hacia las aguas del Río Barroso nacido en los glaciares del cerro Paredones y La Paloma. Aunque parezca rutinario en estos tiempos “del engorde” que trae el verano, Catalán siempre se hace un hueco para pescar una trucha o un salmón. He ahí una buena forma de ayudar a “parar la olla” y contribuir a la doméstica economía rural en el árido desierto precordillerano. Pero hay que apurarse no solo porque las vacas “se pillan” perdiéndose en las quebradas, sino porque son más de 200 los arrieros que hacen lo mismo en la zona antes que el Barroso se confluya con el curso del río Cruz de Piedra y ambos lleguen al Maipo. Además, pensando no solo en este cálido estío sino también porque hay que empezar a guardar los frutos de la caza y la pesca para el próximo invierno: escabeches, charquis, embutidos siguen siendo parte de ese centenario acervo rutinario de los arrieros.
Pero hubo una mañana que ese constante regular curso de las cosas se rompió como si fuera un milagro de la fertilidad de ese venerado solsticio indio que había arrancado precisamente la noche anterior. Era el 22 de diciembre de 1972 cuando un grito rompió el silencio. Si hasta las vacas levantaron la mirada. “¡Aquí… aquí… aquí!”, venía del otro lado del río. Eran los gritos de los moribundos Roberto Canessa y Fernando Carrado que habían caminado casi 40 kilómetros en 10 días desde el glaciar de Las Lágrimas donde el fuselaje de Fairchild Hiller FH-227 había frenado tras chocar con la montaña quedando enterrado entre las nieves a 3. 570 metros de altura.
Los tres arrieros se acercaron en sus caballos hasta la orilla de río. Catalán, su hijo “el Juan Cruz” y un peón apodado con el trillado apelativo lugareño de “Condorito”. Ya llegaba la noche. El asombro se llenó de dudas. Sin miedos, pero con mucha sorpresa. Catalán era de esos “huasos” que no lo asustaban las noches ni los fantasmas. Nunca había vivido con luz eléctrica y se había criado a oscuras, mira si lo iban a asustar dos mocosos flacos esqueléticos que no podían sostenerse de pie. “Mañana”, gritó Catalán. “Mañana volvemos”; ya era casi de noche.
“Amalaya la noche traiga un recuerdo / Que haga menos peso mi soledad / Como sombra en la sombra por esos cerros /El arriero va, el arriero va”. Catalán meneaba la cabeza y no paraba de pensar. “La Virginia” Toro, su esposa había preparado trucha apanada. Eran los restos de lo que pescaron ayer. Fue ahí cuando “el Juan Cruz” golpeando la mesa, reiteró otra vez: “¿Me cachai?, no serán estos cabros los que hablaba aquel viejo loco que ofreció hasta plata en el pueblo para que lo ayudarán a buscar a su hijo que se cayó en un avión cerca del volcán Tinguiririca”. Catalán asistió.
Efectivamente finalizando octubre el conocido artista plástico uruguayo Carlos Páez Vilaró, creador de Casapueblo, recorrió toda la zona de Curicó y Maitenes pidiendo ayuda en tabernas, clubes e iglesias para encontrar a su hijo. Amalaya la noche que trajo un recuerdo. Como lo había cantado Yupanqui.
El mensaje que leyó el mundo
“Vengo de un avión que cayó en las montañas. Soy uruguayo. Hace 10 días que estamos caminando. Tengo un amigo herido arriba. En el avión quedan 14 personas. Tenemos que salir rápido de aquí y no sabemos cómo. No tenemos comida. Estamos débiles. ¿Cuándo nos van a buscar arriba? Por favor, no podemos ni caminar. ¿Dónde estamos?”. Respondió Fernando Parrado que por ese entonces tenía 20 años. Como el ruido del agua era ensordecedor Catalán les había tirado una la botella desde el otro lado del rio con un lápiz y papel para continuar la comunicación en forma escrita. Esa fue la respuesta de Parrado que no se hizo esperar. Dos panes amasados por “la Virginia” tirados de extremo a extremo cerraron la primera comunicación antes del esperanzador “volvemos mañana”. Y Catalán cumplió.
Atrás había quedado el último apoteótico trance del recorrido del avión derribado hasta el encuentro con el arriero. “No fue una caminata. Hay que subir casi 6.000 mil metros de altura sin guantes, ni zapatos, pantalones, gorros, lentes; sin nada. Es imposible, inhumano. Casi no hay aire, tienes que respirar cinco veces para dar un paso. Cuando llegas a la cima y ves lo que queda, realmente te das cuenta que estás muerto. Y ese es otro de los momentos clave, porque ahí tomé la decisión más difícil de mi vida: decidí cómo iba a morirme: luchando” (F. Parrado).
El que habla ahora es “el Juan Cruz”: “A las seis de la mañana ya estábamos ahí. Después mi papá se fue a caballo hasta el retén de carabineros en Puente Negro, a unos 80 kilómetros de donde estábamos para que vinieran a ayudarlos. No le creyeron, decían que estaba borracho. Lo salvó el mensaje de los uruguayos que llevaba” (Juan Cruz Catalán. El País. España. 1998).
Y así fue. Recorrió horas a caballo hasta que un camión lo llevó con los carabineros de Puente Negro. Una inmediata comunicación con Santiago de Chile y el operativo de rescate que se activó en horas. “El milagro de Los Andes” o “Un milagro de Navidad”. Lo cierto es que viven.
La historia nunca termina de contarnos algo más
El resto es medianamente conocido por todos. Tras 72 días de penurias sobrevivieron como pudieron. Luchando contra la angustia del golpe y sobreponiéndose al dolor de perder amigos y parientes que morían por la gangrena o los traumatismos de la caída. Sorteando aludes que también se cobrarán vidas, temperaturas bajo cero, miedo y hambre que los llevó incluso a practicar antropofagia. Habían despegado 45 personas desde Mendoza, sobrevivieron 16.
Carlos Páez fue uno de los sobrevivientes y cuenta que su madre Madelón Rodríguez tenía fascinación por la luna y siempre los entretenía desde chiquitos relatando cuentos deslumbrantes sobre el satélite. A lo largo de los tiempos la luna había actuado como una referencia de comunicación entre todos los seres vivos de la tierra. Una especie de gran espejo que todo reflejaba. En sus cuentos infantiles decía que cuando se perdieran no debían temer pues con solo mirar ese espejo (la luna) se volverían a encontrar pues ella los estaría mirando. Es lo que Carlos con 18 años en ese entonces hizo todas las noches en la gélida montaña. De ahí el título del libro escrito por su padre: “Entre mi hijo y yo, la luna” (1982).
En tanto, allá en el valle hay un arriero al que le dicen “papá Sergio”. Es Catalán (1929 – 2020). El mismo arriero que hasta que murió a los 91 años escuchaba Radio Codell AM cuyo alcance abarcaba todo Curicó. Ese 1972 Colo Colo se consagró campeón con el gran equipo del “Pollo” Veliz, “Chino” Caszely, “Chamaco” Valdez y “Negro” Ahumada. El último partido definitorio lo jugó en el Estadio Nacional ganado 3 a 1 a La Calera. Fue el 21 de diciembre, la noche de la fertilidad que trae el nuevo solsticio. Ese día Radio Condell se escuchó como nunca a tal punto que terminado el partido que ungió al popular “cacique albo” se quedó disfrutando el segmento de música latinoamericana. “El arriero va” de Yupanqui fue el último tema antes que la señal radial se desdibujara del éter. Catalán se acostó contento, tarareando su himno: “el arriero”, aunque creyendo que al otro día le esperaba la misma rutina que por décadas había marcado la historia de su familia.