Todo se viene abajo, pero Zulema Olivares y los suyos permanecen de pie

Zulema Olivares deja todo cada agosto: es como Messi contra Francia o Ringo contra Cassius Clay. Entonces, se llena de esperanza y de angustia y motiva a su numerosa familia y a muchas familias vecinas, a que organicen una fiesta por el Día de la Niñez. No tiene nada y, cuando se reúne con los vecinos, nadie tiene nada más que necesidades básicas insatisfechas. Sin embargo, terminaremos creyendo que los milagros existen.
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Semanas después, el día del festejo, siempre pasa lo mismo: la calle se corta y varios cientos de personas pasan un día hermoso: hay chocolatada para que los niños tomen y se repitan cuatro veces, facturas y tortitas, bolsas con golosinas, pizetas con queso y todo y un par de ollas gigantes con guiso de lenteja para los más viejos y hasta los chocos comen los restos y mueven la cola al ritmo de las cumbias que suenan por los parlantes.
Esta vez, volvió a suceder: a pesar de la crisis, los vecinos lo hicieron otra vez, Zulema lo hizo otra vez. Fue y vino mil veces, se olvidó de la hinchazón de su pie quebrado, no durmió bien en los últimos tres días, hizo con sus manos cientos de pizetas caseras y varias tortas de cumpleaños; consiguió leche en polvo y cacao, artistas, sonido, metegoles y juguetes, cientos de juguetes que fueron repartidos, bajo el mandato de rigurosos sorteos.
Ninguno, bueno, casi ninguno se fue con las manos vacías. Bueno, varios se fueron con las manos vacías, pero el corazón y el abdomen, contentos. No es poco. Así es como Zulema multiplica los panes y los peces y da gusto darle una mano e ir construyendo un vínculo que ya suma una década.
Es domingo y estamos en el barrio, festejando el Día de la Niñez. Los vecinos de estas humildes barriadas y de los puestos del piedemonte, que sólo son carne de agenda periodística cuando pasa algo feo, se ríen, bailan, mastican y beben, van y vienen y vuelven a ir. Algunos toman mates, algunos una cervecita, otros juegan con pelotas, las madres mojan los labios de los bebés con chocolatada y los chicos del club de fútbol "Afi" se han puesto las camisetas, aunque no haya partido, porque las camisetas hablan quiénes son y de adónde pertenecen.
Igual sucede con sus padres, los que se volvieron entrenadores y ganaron el honor de que les digan ‘profes’: tienen puestos los buzos que los distinguen y hacen que se sientan importantes, distintos, útiles. Además, colgaron los trapos de la hinchada en el escenario y no hacen más que ayudar en lo que se pueda, porque ayudar es lo que mejor les sale.
Raúl, el marido de Zulema, es otro incansable. Cuando se vinieron huyendo de la pobreza de San Juan para cobijarse en la pobreza mendocina, Raúl hizo de todo para que sobreviviera la familia, cada vez más grande. Raúl y Zulema hicieron y hacen de todo. Y la familia crece, como los panes y los peces, se multiplica, porque mientas más grande la familia, se repecha mejor la malaria. Por eso, ya son trece los nietos, aunque Zulema y Raúl tienen poco más de 50 años: Giovanni nació hace un par de semanas y goza de excelente salud: uno más para empujar el carro de los días.
Ellos saben que es más fácil alimentar una familia de veinte, que una de cinco. Raúl, además de albañil, se volvió fundador de un club barrial de fútbol, por el que pasaron ya cientos de niños. En su casa, se exhiben los trofeos como cabezas de leones, tiburones o tigres de bengala, porque hubo que pelear para conseguirlos, esquivar piernas enemigas hacia el gol, esquivar piedras y vidrios en el piso, pastones de mezcla, con zapatillas con suelas gruyere, con medias con bocas abiertas pidiendo auxilio y huesos flacos como chañares. Y han ganado y perdido, como todos por aquí, de eso se trata: así se esculpe la identidad, así es el tatuaje de la pertenencia.
Quiere que vea: Zulema me lleva a la cocina y al patio, para que vea todo lo que hicieron. Y lo hicieron sin agua, porque los cabrones de Aysam hace una semana cortaron el agua del barrio, algo que, de haber sucedido en tu barrio, amigo lector, como mucho, duraba diez horas, porque ponías el grito en el cielo, en los medios y en las redes sociales, pero aquí no hay cielo, en La Favorita, al oeste del oeste hostil. Zulema abre la canilla y de ella brota un silencio, en medio de la fiesta, y, de ella, brota otro silencio. No es justo.
Vamos a la calle, porque en la calle están todos y el sol es pleno y los adolescentes han organizado juegos para los niños y hay mesones con juguetes para regalar: sirenas con aletas imposibles y cinturas hegemónicas, camiones y camionetas para todos los terrenos, pistolas de agua, aunque no haya agua, máscaras de superhéroes gringos, kits de instrumentos médicos para que, por ejemplo, una niña sueñe que será ser doctora, aunque bien sabemos que, muy pronto, la memoria será dulce y selectiva y olvidará tal disparate y soñará cosas más a mano, como convertirse en manicura o peluquera y que gane la Lepra o el Tomba o que llegue de la otra cuadra el amor de su vida.
Bueno, sí, digámoslo: estamos mal, pero no estamos tan mal. A ver, estamos mal, pero estamos bien, muy bien estamos, cuando nos animamos a saltar el cerco y, entonces, el que en apariencia es distinto, resulta que no es tan distinto; cuando apreciamos que el mundo es más grande que nuestro hermético barrio y el paro de aeropuertos, la bodega vintage y sus esmerados vinos, el precio de la palta y los beneficios del Previaje, la relevancia de ser bilingüe y sostener la prepaga y el compromiso, a fin de cuentas, de velar por la construcción de seguridad y de prosperidad solo para los sectores aposentados. Sin embargo, no vinimos a hablar de esto y corresponde pedir perdón por dedicar un párrafo a la estratificación social y a los dueños de los discursos.
Volvamos a Zulema.
Todo está carísimo, tan caro que las cosas más importantes, pierden su valor y resultan cada vez más baratas, más a mano, más posibles. En La Favorita, el festejo de este año costó, más que nunca y hubo que hacer fuerza para levantar la fiesta, pero Zulema Olivares, los suyos y muchos ajenos lo lograron, como si de una estatua de cien metros de cemento se tratara. Una vez el coloso de pie, en medio del baldío, todos bailaron alrededor como si no hubiera mañana.
Imaginen ahora el humo del guiso de lentejas perfumando las caras de los obreros o imaginen a una niña peinando la cabellera de una muñeca groseramente hermosa o un niño pateando una pelota hacia su padre, que no es de hablar mucho, pero es de bajar a diario a la ciudad y siempre vuelve con algo, como su madre, la jefa del nido, que para la olla y acalla los delirios.
Ya vámonos. Zulema y Raúl y los suyos han de haber iniciado la semana partidos por el cansancio. Unos, ahora, haciendo mezcla y levantando paredes ajenas; otras, ahora, limpiando baños de casas bonitas, deben sentir que les duelen las cinturas, pero les importa un carajo. Hubo fiesta en el barrio y pudieron demostrarle a sus hijas y sus hijos que no se han dado por vencidos.
Ulises Naranjo (texto y fotos)
Posdata: Zulema agradece y pide disculpas por los olvidos en medio de tanto trajín: “Mire, ponga en la nota que estamos muy agradecidos con Anja Fodtke, Gabriela Abdala, grupos de música 24/7, HP y Cande, la bailarina árabe Alma Aguilera, la comuna de Capital, Alejandro Herrera, Liliana Berger, María Junco, panadería La Primavera, Diego y Nicolás, Afip, YPF de San Martín y Brown, Marcio Fanini, Alicia Casares, Marcela Bravo, Graciela Castro, Santiago Lúquez, Laura Burky, Celeste Profitti y Priscila Del Río. Perdón por todos los que me estoy olvidando”.