Temblores, zondas, y avisos continuos de la Pachamama menduca
El viento seco y los movimientos de tierra hacen de nuestra provincia un lugar especial, en el cual la naturaleza nos recuerda a quienes la habitamos constantemente de su presencia. Pablo Gómez dice presente como cada fin de semana con su Rincón Literario en MDZ.
Me parece que está temblando… ¿Es un temblor, o fue un micro que pasó? A veces el piso se me mueve cuando un colectivo intempestivamente cruza por la calle a mis espaldas, pero si bien inicialmente se puede confundir la vibración, si le presto un poco de atención, el traqueteo que genera el medio de transporte es intenso y cortito; en cambio ahora… sí, se sigue moviendo todo,
levemente, pero se mueve. Está temblando.
El vidrio de la ventana se sacude también por el zonda, voluptuoso viento que desde el oeste nos trae su sequedad, mientras azota a nuestras humanidades sistemáticamente desde hace ya más de media hora; al parecer la Pachamama, aprovechando la conmemoración que por estos días le brindaron sus adeptos, nos recuerda a quienes vivimos en esta maravillosa tierra menduca que solo somos circunstanciales habitantes, quizá un poco más locales que quienes andan de turistas por la zona, o de compras en los hipermercados aprovechando los tristes defectos de nuestra macroeconomía.
Mendoza es hermosa, pero rústica también en la gran mayoría de su territorio desértico. Y la cercanía al Aconcagua, la montaña más alta del planeta fuera del complejo cordillerano de los Himalayas, no podía ser gratis: el viento que viene desde el Océano Pacífico y deja su humedad del lado chileno de los Andes, junto a los movimientos de la tierra que alguna vez generaron a esa
mismísima cordillera, nos acompaña en nuestra cotidianeidad, dejando perplejos a los visitantes cada vez que ignoramos situaciones como estas, en las que las viviendas se mueven o las gargantas se cierran..
Y ya los antiguos habitantes de la zona andina hacían reverencias a la tierra, atento a que era en agosto, supuestamente el mes más frío en el hemisferio sur, cuando mayor cantidad de muertes había entre la población. Los tiempos han cambiado, los antibióticos y las bufandas disminuyen quizá la cantidad de fallecimientos, pero además de la predisposición de la humanidad para partir hacia el más allá en consonancia con el frío, acá, en nuestra Mendoza, el viento y los temblores hacen también su parte. Salvo tristes excepciones, el zonda no es de andar matando gentes; y los temblores, por obra y gracia de la ingeniería y sus construcciones antisísmicas, ya no vienen como antes. Pero de todos modos los avisos de la naturaleza están, y nos alertan con su presencia continua que no debemos andar del todo confiados: allí, a la vuelta de la esquina, nos esperan con sus sucundunes.
Tal vez sea un problema de memoria, o de cambio climático, pero no recuerdo que en mis épocas de escuela primaria se suspendieran las clases por viento zonda: capaz que el problema era que de todos modos los servicios meteorológicos no tenían la capacidad de brindar sus avisos con el tiempo previo suficiente. Sea como fuere, que yo recuerde, si había zonda se cerraba la ventana del aula y continuaban las clases como si nada. No es queja de la situación actual, no creo que sea necesario andar arriesgando a nuestra descendencia si se la puede preservar; quizá con los años tengan una mejor (y mayor) sobrevida que la que actualmente gozamos quienes ya llevamos varias décadas soportando a las sequedades menducas, cómo saberlo. Pero como bien decía la abuela, más vale prevenir que curar.
El temblor ya pasó. El viento zonda, por su parte, está siendo reemplazado por el famoso “frente frío” que lo sigue de cerca (aunque nunca lo alcanza). La gente vuelve a salir a la calle, como si nada, a seguir viviendo su vida; resurgen los abrigos, los cuellos subidos y los gorritos, para volver a ocultar a la madre naturaleza entre semáforos, colectivos, tristezas y alegrías. El show debe continuar. La ciudad se disfraza de “una más”, y así continuará hasta que la tierra vuelva a avisarnos, con su intempestiva dulzura materna, que nos cuidemos, que la cuidemos: que madre hay una sola.