Es cordobés, pinta con los dedos y conquista a los turistas en la playa más exclusiva de España
Es la Semana Grande de San Sebastián, siete días completos de fiesta que disfrutan tanto los turistas como los donostiarras. La playa, escala obligada para todos en un verano mucho sol y temperaturas medias cercanas a los 30°C, está repleta de gente. En realidad, en cada callecita de Donostia se ve gente caminando, disfrutando, celebrando. Hay atractivos para grandes y chicos en distintos lugares de la ciudad pero la nota la dan los fuegos artificiales, cuya fama trasciende los límites del País Vasco. "No hay pirotecnia como la que se ve en la Playa de la Concha", dicen.
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Puede que sea cierto. Cada noche miles de personas -desde el gobierno calculan que fueron unas 650.000 a lo largo de toda la Semana Grande- disfrutan del show de luces que empieza muy puntual y durante 30 minutos ilumina el cielo y el mar. Algunos se instalan en la playa y otros prefieren ver el espectáculo de luces desde algún lugar del Paseo Marítimo. Allí, muy cerca del tradicional Carrousel -al estilo de la Belle Époque- un puñado de gente mira con fascinación a Víctor Omar Torres. El mira de reojo a su público. Junto a él, su hija Jesica -"la única que va a seguir mis pasos", dice él- que está atenta a todo lo que ocurre.
Omar es cordobés, nació, creció y vivió -vive, en realidad- en Río Tercero. Pinta desde hace décadas, antes como hobby, ahora como medio de vida y también para dar lugar a nuevos sueños. Uno de ellos -el que está a punto de concretar- es abrir un sitio donde dar vuelo -literalmente- a otra sus sus pasiones: el parapente.
Sentado detrás del chiringuito en el que se intercalan pinturas de la Playa de la Concha con otras en las que se descubren las impresionantes esculturas del Peine del Viento, de Eduardo Chillida, repite una y otra vez el mismo recorrido con su mirada. Va del cuadro a su paleta y de ésta a la gente que mira -admirada- cómo el mosaico blanco se va llenando de colores cada vez que el artista lo acaricia con sus dedos. "Intenté hacer cuentas pero es mucho problema porque a veces vendo cuadros de días anteriores y otras el que estoy haciendo. La cuenta nunca cierra. Entonces, hago los cuadros, los vendo y me va bien", dice con una sonrisa.
Repite una y otra vez que ama lo que hace. Al pasar, sin interrumpir ese recorrido de su mirada -del azulejo blanco, al cajón de madera que funciona como paleta y de ahí al público, al que en realidad mira apenas de reojo unas pocas veces-, comenta que su familia es la razón por la que siempre vuelve a la Argentina. Pasa temporadas de tres meses -el verano, para ser más precisos- en San Sebastián, una ciudad a la que ama y en la que lo reconocen como artista, un título que no sabe si merece porque se considera "uno más del montón".

"Soy bien recibido, tengo un permiso especial y me reconocen como artista, eso es un halago", confiesa levantando la mirada. Y sigue: "Pinto la ciudad y es una forma de publicidad para San Sebastián. Son cuadros originales y no copias. Yo estoy agradecido a esta ciudad que me dejó crecer como artista. Siempre te toman como vendedor ambulante y aquí me reciben como artista, es un halago enorme. Pinto cuadros, si no lo hago con amor, no sale. En cada pintura dejo todo".
Antes de convertirse en el pintor que usa sus dedos como pincel y que pinta sus cuadros acariciando el lienzo, Omar fue electricista y, antes de eso, había trabajado durante 14 años en la Fábrica Militar Río Tercero. Lo despidieron en 1996 -un año después de la explosión- por un recorte de personal que dejó a más de 400 empleados en la calle. Entonces, se volcó al oficio de electricista y llegó trabajar al aeropuerto de Bariloche. Su hermano vivía en esa ciudad y fue el primero que impulsó su carrera como artista. "Ahí fue cuando mi hermano me incentivó a hacer esto. 'Dejá eso, dedicate a esto que pintás bien'", recuerda Omar.
Probó un fin de semana vendiendo en la feria y le fue bien. Repitió a la semana siguiente, y también estuvo bien. Al final, acabó cambiando los cables por los acrílicos y óleos. "Pasé cuatro años viajando cada día de Río Tercero a Córdoba capital para vender mis obras en la peatonal. Con eso ganaba para subsistir con mis hijos y con la madre de ellos", recuerda. Pintó en Villa General Belgrano, durante años vendió sus obras en Villa Gesell y hasta estuvo durante 7 u 8 años pintando paisajes en Viña del Mar.
Ya no quiere viajar tanto. Sólo para hacer temporada en San Sebastián, la primera ciudad que pisó en 2002, cuando motivado por sus hermanos comenzó a pintar y vender cuadros en Europa. "Mi hermano ya estaba acá. Hacíamos fiesta patronales: hacíamos Pamplona, Venecia, Roma, Pisa, Génova... Pero me cansé de esas fiestas. Y la primera vez que yo había venido había venido aquí y siempre dije que quería volver".
Tiene una mirada agradecida. Cuando ve hacia atrás, descubre que "mucha gente hizo que yo llegara hasta aquí. Pasé por momentos que no estaban buenos y muchos me ayudaron", reflexiona y revela cómo imagina el horizonte: "Mi futuro lo veo como pintar un par de cuadros y que me alcance para vivir. Estoy feliz de la vida porque esta ciudad, San Sebastián, es como mi segunda casa".
Por segunda vez logró que su hija -Jesica, la segunda de 4- lo acompañara para hacer temporada en Donostia. "Pinta", afirma con un orgullo proporcional a la admiración que ella le tiene. Y enseguida dice que espera poder transmitirle pronto la confianza para que pueda "pintar delante de la gente". Parece un detalle menor, pero padre e hija coinciden en que los ojos del público pesan a la hora de crear. "Para mi pintar adelante de la gente ya no es difícil, pero al principio sí porque en la punta de mi dedo están todas las miradas y se siente la presión de la gente de que no te tiene que salir mal", declara y acota: "Por suerte no me equivoco. En realidad, es porque estoy metido adentro del paisaje. Y eso es lo que intento transmitirle a mi hija".
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"Siempre me quedo en San Sebastián. Adoro esta ciudad", insiste Omar y cuenta que no es sólo por las playas y porque lo reconozcan cómo artista sino también porque con el tiempo descubrió que allí tiene la oportunidad de desplegar otra de sus pasiones. "Tengo un hobby -que es un sueño para muchos, quizá- que es volar. Vuelo en parapente y acá eso se practica mucho", dice. Mira al mar y agrega: "Vuelo por encima de la bahía, imaginate lo que es ver esto como un dron".
También vuela cuando va a Bariloche y ahora está armando un emprendimiento en las sierras de Córdoba cuyo eje central es una pista de despegue para realizar parapente. "Lo estoy haciendo en una hectárea que era de mi madre en La Cruz, por un camino de tierra que se abre y por el que pasan muchas motos", cuenta. Ese detalle no es menor: quiere que el sitio esté adecuado para recibir a los motociclistas, aparte de que sea un lugar donde volar en parapente.
Dice que es un proyecto personal que va avanzando poco a poco. "Este año vine por los paneles solares y creo que ya voy a largar el emprendimiento la próxima temporada", adelanta.