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Efímera y sangrienta revolución a la mendocina

El presente texto es una pequeña parte de la novela “Los Herederos del Nuevo Siglo”, convertido en cuento breve para facilitar su lectura. En este capitulo de domingo, de Rincón Literario, Pablo Gómez, nos deja en MDZ esta buena historia.
Gaetano y Nicéforo, avanzaban a paso rápido hacia la plaza San Martín. Foto: ALF PONCE MERCADO / MDZ
Gaetano y Nicéforo, avanzaban a paso rápido hacia la plaza San Martín. Foto: ALF PONCE MERCADO / MDZ

Los calores del verano se desparramaban sobre la desértica Mendoza; y en los escasos oasis que se creaban en las márgenes de los ríos de montaña que regaban la zona, los trabajadores sembraban algunas vides y otros cultivos también, aunque era la uva la reina de los frutales de la zona. El vino producido por esas vides ayudaba a liberar las pasiones, para bien de los escritores y los enamorados, y para suplicio de quienes tuvieran que convivir con una persona agresiva.

Pero aparte de haber empezado con la vendimia, febrero trajo la fecha que los revolucionarios habían estado esperando; la revuelta para pedir elecciones libres y secretas se realizaría dentro de tan solo algunas jornadas, en forma simultánea en varias ciudades del país, y los preparativos estaban a la orden del día. Finalmente, se difundió entre los rebeldes la fecha; se reunirían en la noche del tres de febrero, cada grupo en las zonas preestablecidas para lograr el control de los puntos clave de la ciudad. El éxito de cada escaramuza debía lograrse preferentemente antes de la madrugada del día siguiente, que era el momento de la jornada en que
menos transeúntes podían quedar involucrados inocentemente en las balaceras, además de ser el horario en que menos guardias había en los distintos organismos de gobierno que pretendían ocupar.

Gaetano Di Paolo y Nicéforo Martínez estaban en el grupo que había sido destinado a tomar el cuartel de Infantería que se encontraba al noreste de la plaza San Martín. La plaza tenía ese nombre desde hacía algunos meses, cuando se inauguró en su centro una estatua ecuestre homenajeando al Libertador de medio continente americano. Y sin aún haber festejado el primer cumpleaños con su nueva denominación, ya estaba por ser escenario de uno de los combates más virulentos de la revolución, pues los rebeldes pretendían reducir a los infantes que plácidamente dormían frente al espacio verde, probablemente sin saber que su sueño iba a ser prontamente interrumpido. Los otros puntos que pretendían ser ocupados en esa veraniega noche mendocina eran el cuartel de Policía y la Casa de Gobierno, ambos ubicados frente a la Plaza Independencia.

Gaetano y Nicéforo, saliendo desde esa plaza central de la ciudad, avanzaban a paso rápido hacia la plaza San Martín junto a un nutrido grupo de revolucionarios. Cada uno de ellos tenía en su cabeza una boina blanca, y sobre el pecho una escarapela con los colores que se habían institucionalizado desde la fallida revolución de fines del siglo pasado; una cinta rosada, otra blanca y una tercera de color verde identificaban a los hombres, además de la boina que cubría sus cabellos. Transcurrían ya las primeras horas del nuevo día. La oscuridad disimulaba el avance de los combatientes hacia la plaza, mientras la jornada atravesaba sus horas más frescas, o mejor dicho menos calurosas. Los pasos firmes de los revolucionarios por las calles mendocinas era lo único que cortaba el silencio.

–Paolito, no se me separe –increpó Nicéforo Martínez a su amigo –que no quiero que le pase nada en esta jornada, mire que me estoy acostumbrando a esos mates de porquería que ceba.

–Tranquilo, que ya dejé la pava al fuego, en un rato estamos tomando unos amargos.

Finalmente, Nicéforo y Gaetano junto a sus correligionarios, llegaron a la plaza San Martín y se ubicaron en las proximidades de la vereda norte, a no más de cincuenta metros del Cuartel de Infantería que se levantaba frente a ellos en la esquina siguiente.

Los trabajadores tomaron posiciones dando su espalda a la iglesia de San Francisco que se alzaba cruzando la calle.

Las balas comenzaron a surcar el aire, y los trabajadores tomaron posiciones dando su espalda a la iglesia de San Francisco que se alzaba cruzando la calle. Y sin que quedara del todo claro cómo fue que ingresaron algunos militares al templo religioso, lo cierto es que las balas empezaron a llegar también desde sus espaldas, más precisamente desde las torres de la iglesia. La primera andanada de disparos proveniente desde las torres del templo religioso, se cobró un par de vidas y dejó a varios combatientes
heridos.

–La misma mierda, Paolito –gritó Nicéforo a su amigo –¡vamos para el medio de la plaza que acá estamos entre dos fuegos!

Los hombres corrieron hasta las rocas que servían de base a la estatua de San Martín en el centro de la plaza y tras ellas se zambulleron. El Libertador de medio continente hacía menos de un siglo que había dejado para siempre las tierras argentinas, precisamente, para no ser parte de las luchas entre los distintos sectores que, una vez independizados de España, pretendían quedarse con el control del país, y aunque ya fallecido en la lejana Francia, era ahora su estatua la que recibía disparos de americanos luchando contra americanos. Las balas rozaban cada vez más cerca de las boinas blancas, y San Martín no era en esos momentos más que el parapeto tras el cual cubrirse para sobrevivir, aunque más no fuera, un rato más.

Transcurridas un par de horas de combate las posiciones de ambas partes parecían estancadas, pero los militares tendrían finalmente las de perder; varios oficiales del ejército se estaban sumando a la revuelta, y el cuartel de la esquina frente a la plaza terminó finalmente cayendo en manos de los rebeldes.

–¡Ganamos Nicéforo! –gritó con alegría Gaetano volviéndose hacia su amigo.

Recién en ese momento notó la mueca de dolor de su correligionario, y vio que la boina del talabartero ya estaba más teñida de rojo sangre que conservando su color original; una de las últimas balas había alcanzado a Nicéforo Martínez, quien con la mirada perdida intentaba mantenerse con serias dificultades en el mundo de los vivos. Gaetano no dejaba de maldecir:

–Vamos Nicéforo, la misma mierda, aguante que ya ganamos, vamos que ya ganamos, aguante que si quiere soy capaz hasta de echarle azúcar al mate…

Pero Nicéforo ya no contestaba. Su vida se le iba yendo con cada gota de sangre que surgía de su cabeza, esa sesera que ya nunca volvería a tocar una pelota de fútbol en un centro que le llegara pasado desde el córner, en busca de un gol más, otro gol más que lo llenara de gloria efímera por solo el domingo. Los buenos intentos de los voluntarios de la Cruz Roja nada pudieron hacer por evitar una nueva baja, en ese día que daba la victoria a los insurgentes, al menos en Mendoza. La revolución triunfaba en el oeste argentino, en esa mañana del cuatro de febrero de mil novecientos cinco, a costa de un alma más, otra más de las que derrapaban desde el blanco de la vida al negro de la muerte…