Rincon literario

El penal, el triunfo y la derrota futbolística, como metáforas de la vida

El presente texto es una pequeña parte de la novela “Los Herederos del Nuevo Siglo”, convertido en cuento breve para facilitar su lectura

Pablo Gómez domingo, 25 de junio de 2023 · 09:12 hs
El penal, el triunfo y la derrota futbolística, como metáforas de la vida
El penal fue decisivo. Foto: Youtube

El hombre estaba como agazapado, con el sol dándole de lleno en los ojos, y debía encontrar otra posición a la brevedad antes de que el pie del jugador del equipo rival llegara a la pelota. Si había sido penal o no, era ya una discusión del pasado. El arquero estaba solo contra el mundo, y nada podía cambiar esa situación. Desde su casi metro con noventa de altura, movió su cabeza un poco a la derecha y ahí sí, encontró un punto de visión desde el cual el sol de la tarde no le quemaba la vista; el tanque de agua de la bodega que se alzaba detrás de la cancha de fútbol le daba, a esta hora y por tan solo algunos minutos, la sombra necesaria para enfrentar ese momento trascendental del partido sin mayores penurias de las que ya de por sí poseía. Ahora sí, veía al rival acomodando la pelota, la que estaba siendo colocada con el tiento para abajo, intentando de este modo que quedara como cuña
contra el piso, y así evitar que la pelota se moviera del punto preestipulado por el jugador que debía ejecutar la pena máxima.

Me tiro a mi izquierda se dijo a sí mismo con determinación el arquero, atendiendo a que era el lugar en el que suponía que iba a ir a parar el balón una vez que abandonara su posición de reposo, a algo más de diez pasos de su propia alma casi siempre mi intuición acierta, así que definitivamente, me tiro a mi izquierda. La esfera usada, al igual que las que se utilizaban en la mayoría de los partidos de fútbol de esa época, tenían en su exterior un cordón de cuero al que se denominaba “tiento”, y que era el único objeto claramente irregular en la bola. Pero para el arquero, en esa caliente tarde veraniega, el tiento era solo ese sector del balón en el que estaba fija su mirada en los segundos previos al desenlace del partido.

Nicéforo Martínez dispuesto a patear el penal.

No voy a pensar, la pateo para donde me salga susurró Nicéforo, goleador del equipo rival, mientras volvía una vez más a acomodar la pelota, intentando evitar un tiro lógico y por consiguiente que el arquero, de quien el delantero presentía que no le quitaba la vista de encima, lo adivinara. En esta tarde de diciembre, y con tiempo cumplido, el penal era decisorio para definir cuál equipo se llevaba el premio mayor, que no era otra cosa que un lechón asado y adobado, aunque bastante manoseado, pero que de todos modos iba a ser la gloriosa cena de los triunfadores de la jornada.

¡Vamos que tengo hambre y el lechón espera! se escuchó gritar a alguien entre risas, sin que quedara del todo claro de cuál de los dos equipos era el reclamante. Gaetano Di Paolo, obrero de la bodega a cargo de la portería del equipo de los trabajadores de la
empresa, bajo los tres palos del arco estaba con la vista fija en la pelota que a pocos pasos de su humanidad se encontraba inmóvil, a la espera del patadón que le iba a dar vida. Frente a él, Nicéforo Martínez buscaba convertirse en el goleador del torneo con esa última pelota, acción que seguramente lo llevaría a la cabecera del mesón cuando a la nochecita se zamparan el cerdo que esperaba, a la orilla del campo de juego, por el equipo campeón. Pero aún había que hacer el gol…

Nicéforo corrió, con su sombra frente a él como marcándole el camino, y le asestó un patadón a la pelota que la hizo volar, elevándose a media altura y girando sobre sí misma, avanzando hacia el arco defendido por Gaetano. El arquero se tiró hacia su izquierda, como ya tenía predefinido, con los brazos extendidos buscando cubrir la mayor cantidad de espacio posible. Pero al salirse de su punto de reposo tras el protector tanque de agua, el sol lo cegó instantáneamente y ya nada más vio; de todos modos su sentido de la vista fue reemplazado inmediatamente por el del tacto, en el mismo momento en el que el tiento de la pelota golpeó su cara, más precisamente su ojo derecho, causándole un dolor intensísimo pero a la vez desviando al balón de su recorrido y logrando de este modo que saliera por sobre el travesaño, dejando para el golpeado jugador solo el dolor y la gloria eterna. O al menos así se sentía en ese momento.

El penal dio en su rostro.

El resto de los jugadores y hasta el dueño de la bodega que se había acercado para ver la final, se abalanzaron a abrazar al héroe de la jornada, que al humilde precio de un ojo moreteado había logrado conquistar el título de campeón para su equipo. ¡Muy buena Paolito! le gritó uno de sus compañeros mientras lo abrazaba ¡somos campeones! El obrero no se quejaba ya de que sus amigos reemplazaran su nombre de pila por parte de su apellido, usándolo como diminutivo, para demostrarle cariño; y con más razón en ese preciso momento, mientras recuperaba la vista después de la ceguera circunstancial que el sol le propinara, pero no tan rápido como debería haber sido si es que su cabeza no le retumbara en cada abrazo, por el tremendo pelotazo que acababa de recibir.

Terminados los abrazos de los compañeros, Nicéforo Martínez, delantero y goleador frustrado del torneo, se acercó a saludarlo:
Bien atajado, Gaetano dijo el hombre mientras estrechaba la mano de quien ya no era un rival, sino tan solo otro mendocino que usaba su tiempo libre jugando al fútbol aunque hubiera preferido no golpearte… si te hubieras tirado para el otro lado… Si me hubiera tirado para el otro lado tendría la cabeza entera, pero el lechón se lo comerían ustedes... Así es, otra vez será cerró Nicéforo, pateando piedritas, y alejándose cabizbajo mientras se lamentaba por haber elegido, como tantas veces en la vida, el lado incorrecto para dónde tirar –otra vez será…

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