Novela

La hormiga y el tigre, capítulo V: pena sin gloria

El capítulo V de la novela "La hurmiga y el Tigre", de Pablo R. Gómez. Pena sin gloria.

Pablo R. Gómez domingo, 19 de marzo de 2023 · 08:58 hs
La hormiga y el tigre, capítulo V: pena sin gloria

Por Pablo R. Gómez

Capítulo V: Pena sin gloria

Los barcos a vapor encargados de la repatriación final de las decenas de miles de soldados españoles que acababan de ser derrotados en la guerra, recargaban carbón y esperaban en el puerto de La Habana. Iban a dejar atrás, quizá por última vez, al mar caribe con sus aguas cálidas y sus maravillosas playas de finas arenas blancas, uno de los sitios que en tiempos de paz ha sido comparado, y con razón, con el mismísimo paraíso; aunque de todos modos en este triste día, para quienes partían, no era más que un lugar que esperaban abandonar a la brevedad. Por suerte para ellos, a buena parte de los soldados a repatriar no les fue necesario disparar ni un solo tiro contra las vencedoras fuerzas estadounidenses, ya que quienes estaban asentados en la parte occidental de Cuba directamente se rindieron sin dar batalla, en una de las pocas decisiones sabias que tomó la comandancia del ejército español; a la vista de la calidad y cantidad de tropas estadounidenses y del estado calamitoso de los soldados ibéricos, cualquier resistencia no habría sido más que una masacre.

José Sordo estaba en condiciones mucho más deplorables que Rafael Marín, quien casi arrastraba a su amigo para poder embarcarlo en el vapor que al parecer iba a llevarlos hasta el puerto de Málaga, desde donde en menos de un día de marcha podrían finalmente regresar a su pueblo natal. Igual los cálculos eran teóricos, porque en las condiciones físicas que arrastraba sobre todo José, caminar durante un día completo no solo era imposible, sino que habría sido mortal para el muchacho; pero ese era un problema del que aún no era necesario preocuparse, teniendo en cuenta que ni siquiera estaban embarcados para salir de Cuba.

–Vamos Pepillo –reclamó Rafael a su amigo –no me afloje ahora que ya estamos casi de regreso.

–No es que yo quiera aflojar, compañero –retrucó el enfermo –pero las piernas ya no me dan para más…

El regreso hasta La Habana no había sido en mejores condiciones que las que habitualmente sufrían en la trocha. La comida era escasa, y a eso había que sumarle el desgano natural que asolaba a José por la pérdida de su amada mulata, hacía tan solo unos meses atrás. Pero finalmente, y después de algunos controles menores, los muchachos lograron subir al vapor y acomodarse en la cubierta del atestado barco que iba a llevarlos hasta el Mediterráneo. La orden era que cada grupo fuera evacuado hasta el puerto de España más próximo al destino final de los regresados de ultramar, y este fue por suerte el caso de los amigos, que acertaron a embarcar en un buque que no iba a dejarlos más lejos de lo estrictamente necesario, para poder así emprender finalmente el viaje por tierra hacia su intento por recuperar su vida de antes, en las afueras de su villa de origen.

La travesía por el océano Atlántico se estimaba que duraría un par de semanas y en ese lapso llevaría a las tropas desde el cálido invierno tropical hacia el frío tradicional de los eneros del sur europeo; más de veinte grados bajaría la temperatura en ese viaje, sin contar el hecho de que los ex combatientes ya estaban acostumbrándose a la falta de fríos del trópico. Pero en esos primeros días en el barco, todo transcurría con calma para Rafael y José, aunque este último no terminaba de repuntar a pesar de que su compañero le cedía cotidianamente parte de la comida para intentar hacer remontar la alicaída salud del amigo enfermo.

Para despistar a las penas, Rafael Marín intentó entablar un diálogo esperanzador con su compadre mientras, una vez más, sus miradas se perdían en las estrellas que cubrían el océano.

–Cuando lleguemos, Pepillo, nos van a recibir con honores –vaticinaba el muchacho –y yo ya tengo a mi Eloísa, pero usted, va a tener mocitas para elegir, todas van a querer conocer las historias del soldado que viene de la guerra; va a tener que ir dando turnos.

José, con una mueca en lugar de sonrisa, simplemente respondió:

–Yo solo quiero estar con mi Mercedes.

 –Bueno… algún día quizá se la encuentre en otra vida, compañero –trató de relativizar Rafael –pero hasta tanto, quien le dice, tal vez se encuentra un amor que, aunque no sea como su cubana, al menos lo acompañe a pasar los días.

–Si no está mi Mercedes… –respondió terminante José Sordo –quiero a mi buena madre; y a nadie más.

–Pero será posible Josecillo –le sonrió amargamente el compañero de desventuras –claro que va a estar con su madre la Agustina, que lo va a acompañar, seguramente; pero también lo va a acompañar la gloria y va a poder mentir todo lo que quiera sobre batallas ganadas, usted solo me mira y yo le refuerzo la historia.

Lejos estaban los labriegos de saber que no habría ninguna gloria en su regreso. El país, herido en su orgullo por la derrota, simplemente intentaría ocultar lo ocurrido y olvidar también que estaba produciéndose la desaparición del otrora grandioso imperio español. A la pérdida de Cuba había que sumarles las de Puerto Rico en ese mismo mar Caribe desde el que Rafael y José estaban regresando, y la de las islas Filipinas en el lejano Pacífico sur, desmoronando con esas derrotas los sueños de grandeza de las futuras generaciones de españoles.

Para ocultar el deshonor nacional, el primer paso, aunque no organizado en forma sistemática pero sí ejecutado en la práctica por los distintos estamentos del gobierno, consistiría en olvidar a los soldados repatriados. Y aunque los combatientes ya habían sufrido el abandono de sus superiores aun cuando eran necesarios en el frente de batalla, esa merma en la atención que recibían en el viaje de regreso no era más que el preludio a la desaparición lisa y llana de cualquier tipo de beneficio una vez que abandonaran la órbita militar al pisar suelo español.

Pero Rafael y José aún estaban regresando a su país en la cubierta de un barco, y sus mentes eran ajenas a estas elucubraciones. Varias estrellas fugaces cruzaban el cielo del océano Atlántico en esa noche de principios de enero del último año del siglo XIX; y aunque los muchachos observaban en realidad meteoritos que se incendiaban al ingresar a la atmósfera, la sola suposición de ver estrellas cayendo los posicionaba, como tantas veces ya en el pasado lo habían disfrutado tanto ellos como sus propios padres, en presencia de un espectáculo aún más conmovedor del que estaba realmente astronómicamente sucediendo. La mismísima oscuridad del entorno los ponía ante una vista más maravillosa aún que la que podrían haber observado en otras ocasiones en tierra firme, donde muchas veces había alguna luz que minimizaba la visión, por lo que esa noche, cada estrella fugaz que pasaba, era una estrella fugaz que se observaba desde la cubierta del vapor.

–Se vacía el cielo que compartí por años con mi Mercedes, estimado Rafa –vaticinó José Sordo como en trance –si no está mi mulata, las estrellas no son necesarias, hasta dios lo sabe, por eso las está tirando a la mismísima mierda.

–Pero cómo se le ocurren semejantes barbaridades –respondió Rafael casi entre carcajadas por la ocurrencia de su amigo –yo veo más estrellas que nunca, no vaya a ser que, en vez de caer, sean estrellas nuevas que se están fijando ahí arriba y que vamos a poder compartir la próxima vez que miremos el cielo desde las sierras del pueblo.

José Sordo, entre toses y casi sonrisas, le respondió a su vecino y compañero de desventuras:

–Usted es más bruto de lo que yo recordaba. Todo el mundo sabe que las estrellas que caen, caen; no sé a dónde, pero caen. Ya sé que no es en Cuba ni en nuestro pueblo, desconozco donde sí caen, aunque hayamos conocido lugares en donde no. Así estaría siendo nuestra vida, Rafa, no tenemos ni un miserable sí, y de seguir en este camino se nos van a acabar los lugares en donde continuar con la perra vida que nos ha tocado, y ahí sí que no sé qué mierdas vamos a hacer.

Rafael Marín, aturdido por semejante respuesta, simplemente dio media vuelta y se dispuso a dormir. Tampoco es que estaba para andar aguantando cualquier estupidez; una cosa era acompañar al amigo en las penas, y otra muy distinta era pasar a ser objeto de sus malos tratos.

–Con bestias como usted no se puede discutir –cerró Rafael la charla –siga nomás mirando si las estrellas caen o suben; yo me voy a dormir hasta que el enojo que me ha generado con sus brutalidades se esconda detrás de mis ronquidos.

La referencia a los ronquidos no era casual; Rafael roncaba con una fuerza estrepitosa, aún superior a la que había sufrido de niño oyendo roncar a su propio padre Telésforo, aunque probablemente no tan fuerte como la potencia para roncar que portaría su descendencia, si es que la tenía. Porque al parecer eso de roncar era de irse incrementando en la familia de los Marín, de generación en generación. Ya de niño, Rafael se despertó angustiado más de una vez al escuchar entre sueños los ronquidos de su padre que, agotado de trabajar de sol a sol, reparaba fuerzas largando aires ruidosos por distintos orificios de su cuerpo. El pequeño Rafael mezclaba los ronquidos reales de Telésforo con sus propios sueños, y esa conjugación terminaba corporizándose en un monstruo que el niño creía que venía hasta su cama a devorárselo; la bestia con la que soñaba se comía primero a su padre Tele, que cansado no podía resistirse, después a su buena madre Crisanta, y finalmente venía por él. Cuando el monstruo se lo estaba por deglutir, Rafael despertaba de un grito y su progenitora, que por suerte seguía allí y de cuerpo entero, a pesar de las pesadillas del niño, lo rescataba del llanto con tan solo un abrazo eterno, que era lo único de todos modos que tenía para darle.

Esos simples recuerdos dibujaron una sonrisa en el rostro del futuro ex soldado, mientras intentaba dormir en la superficie del buque que lo trasladaba desde una costa del ancho mar a la otra. Hasta tanto llegaran el espacio sideral era todo suyo, y aunque sus ojos estuvieran ya cerrados, la visión de las estrellas cayendo, porfiadamente, no desaparecía.

Los días pasaban en la cubierta del buque, y el frío ya se estaba haciendo notar. El ejército había dispuesto que los repatriados recibieran, sin cargo, un chaleco de Bayona y una manta para poder sobrevivir al paso desde el clima tropical hacia el crudo invierno español. El hecho de que se aclarara en la normativa oficial que se entregaban estos pertrechos “sin cargo”, no dejaba de ser insultante; el gobierno estaba alardeando de regalar ropa y abrigo a sus soldados, como si eso no hubiera sido de todos modos su obligación. Más allá de esa situación, el chalequillo de lana que había viajado desde el norte de la península ibérica hasta Cuba para volver desde allí cubriendo los cuerpos de los ex combatientes, era a todas luces insuficiente, por lo que igualmente se produjeron varias muertes durante el viaje de regreso entre las personas en cubierta, en los alrededores de José y Rafael. La mezcla de frío y enfermedades varias seguía haciendo estragos entre las tropas españolas aún después de la rendición; y al igual que les había ocurrido en el campo de batalla, las situaciones extramilitares que afrontaban los soldados les causaban más bajas que las balas enemigas.

–Tengo frio, Rafael –se quejó José, que desmejoraba su salud a cada momento –solo quiero el calor de mi mulata.

–Ya casi llegamos a casa –mintió Rafael a su amigo –allí lo invito con un fueguito a la orilla del hogar, en donde nos reiremos recordando todas las cosas que hemos pasado.

José murmuró algo, pero los temblores de su cuerpo impidieron saber de qué se trataba la cosa.

Igualmente, al amanecer del día siguiente el barco ya estaba casi pasando por el estrecho de Gibraltar; el Mediterráneo empezaba a golpear la proa del vapor, y Málaga no era del todo un lugar lejano; efectivamente, en ese mismo día los muchachos estuvieron ya desembarcando en el puerto deseado.

En Málaga, como en tantos otros puertos de España, se había montado un hospital militar para atender a los heridos que fueran llegando de ultramar. Pero las instalaciones, que habían funcionado con cierta calidad en la atención a los pacientes durante el desarrollo del conflicto, época en la que solo volvían algunos soldados desde el frente de batalla, estaban por esos días siendo colapsadas por los cientos y cientos de personas que, como José, llegaban a sus puertas no con heridas de armas de fuego, sino con enfermedades producidas por las pestes que abusaban de los jóvenes españoles en la isla caribeña. Para colmo de males, era necesario mantener en cuarentena a todos aquellos que tuvieran algún tipo de síntomas de enfermedades contagiosas, para intentar evitar que la población en general contrajera algún virus para el que sus cuerpos no tenían defensas. Así las cosas, Rafael Marín llevó casi a la rastra a José Sordo hasta un mantón en el piso, puertas adentro del hospital, en donde al reparo del frío, esperaba que la salud de su amigo finalmente remontara. Pero de todos modos parecía ser tarde ya para el muchacho; a pesar de haber sobrevivido a la guerra, y de haber cruzado el mar dos veces, José se estaba muriendo a pocos kilómetros de casa.

Rafael sostenía la cabeza de su amigo quien, entre temblores, balbuceaba algo que resultaba inentendible para su compañero de toda la vida.

–Qué es lo que dices, José –preguntó el Rafa a su amigo –vamos, resiste hombre, que ya casi llegamos al pueblo.

–Mercedes… –fue lo último que dijo José Sordo en el mundo de los vivos.

Luego de eso exhaló un profundo último suspiro, y sus ojos perdidos reflejaron, milagrosamente, a una mulata cubana que lo abrazaba. Pero nadie nunca lo vio; Rafael, único ser vivo en su entorno, solo lloraba. Las campanas de Málaga repicaron en ese mismo momento, aunque tal vez de todos modos igual lo hubieran hecho si José siguiera con vida, pero eso no era lo realmente importante; el repicar de los badajos contra el bronce en las cúpulas de las iglesias de la costa mediterránea española, y miles de aves surcando el azul cielos malagueño, anunciaron al mundo que Pepillo no sufriría más por su amor perdido.

Luego de la muerte de José Sordo, ya nada unía a Rafael con el ejército español, ni con el hospital militar, ni tan siquiera con la inocente Málaga, que a pesar de las miserias estaba haciendo su mejor esfuerzo para contener a los andaluces que llegaban a su puerta, volviendo desde la destrucción de la guerra. Las autoridades locales estaban claramente superadas por el aluvión de soldados que colmaba sus calles, pero los humildes malagueños acogían, dentro de sus pocas posibilidades, a cualquier joven que, desde su raído traje de rayadillo que lo identificaba como soldado repatriado y abandonado, anduviera sin contención por la ciudad. En los distintos puertos de España la escena se repetía; la población local recogió, atendió y salvó a muchos campesinos que, abandonados a su suerte por el mismo gobierno que los había mandado a la muerte más allá del océano, ahora volvían para intentar recuperar su antigua y lejana joven vida.

Rafael encaró como para el norte, en busca del camino que lo llevaría finalmente a casa, pero no llegó muy lejos a pie; una familia que se dirigía en su carro a Córdoba, cariñosamente desvió su rumbo para dejar al joven combatiente en su pueblo. En el viaje, que duró algunas horas, lo alimentaron con el mejor de los panes y hasta le dieron de beber un poco de vino que en los labios del muchacho cobró un gusto de elixir de los dioses. La familia arropó al ex soldado, que pudo finalmente estirarse en la parte de atrás del carro y descansar un buen tramo del viaje, con una paz de espíritu que desde hacía años no recordaba disfrutar. Al llegar a las puertas del denominado “camino de las epidemias”, al sur de su pueblo querido y muy cerca de la casa materna, los viajeros despertaron a Rafael, lo ayudaron a descender del carro, lo colmaron de bendiciones, y le desearon la mejor de las suertes antes de retornar al camino que los llevaría a su destino final.

Una mujer parecía estar esperando, sentada en una piedra, a una distancia algo mayor a cien metros desde donde Rafael se separó de la familia malagueña, y al observar al andrajoso joven que caminaba hacia ella se paró de un salto y su negro mantón cayó al piso, una vez más, como en una lejana mañana después de misa en la plaza del pueblo.

–¿Rafael? –preguntó la mujer, que no era otra que la mismísima Eloísa Cárdenas –¿es usted mi Rafael Marín o es que mis ojos solo están viendo lo que esperan ver?

–Soy yo… –atinó a decir el muchacho desconcertado, al encontrarse cara a cara con esa mujer a la que tanto amaba y que había recordado a cada momento durante los últimos tres largos años y medio, que fue aproximadamente el tiempo que duró su desventurada odisea militar.

Eloísa simplemente levantó el mantón del piso, y lo sujetó con sus dos manos frente a su cuerpo en un movimiento similar al de la Verónica, tal como lo ejecutaban habitualmente los matadores en las corridas de toros. Y al estar finalmente frente a ese varón a quien amaba como a su redentor, secó con su lienzo el rostro del hombre, liberándolo de tantas penas sufridas en este calvario que ya esperaban culminar. Las penas quedaron solas, abandonadas en ese pañuelón que, guardado en el bolso que la mujer llevaba, no representaban más que la imagen de un pasado que pretendían no volviera jamás.

Eloísa abrazó a Rafael y juntos caminaron hacia el callejón en el que siempre había vivido el muchacho, cuesta arriba. Una vez más cuesta arriba; no alcanzaba con las metáforas, la cuesta arriba se corporizaba hasta en los pedregosos caminos que debían recorrer.

–¿Y cómo es que usted sabía que yo llegaba hoy? –preguntó aún aturdido Rafael, sin comprender la lógica de tan maravillosa bienvenida.

–No lo sabía –respondió Eloísa –solo lo esperaba, como ayer, como antes de ayer y como el día anterior a ese, desde hace ya casi un mes, cuando empezaron a regresar hombres desde Cuba.

La mirada de la joven bajó al piso con tristeza y se perdió entre las piedrecillas del camino, antes de continuar con su relato:

–Llevo un mes esperando a que Cuba me devuelva a mis hombres, y hasta el momento solo usted ha regresado; no quiero ser pájaro de mal agüero ni egoísta en mis pensamientos hacia mis amados hermanos, que tanto me quieren y tanto me han cuidado durante toda mi vida, pero la verdad es que esperaba que, si tan solo uno de ustedes tres debiera regresar… esperaba que fuera usted, mi amado Rafael.

Eloísa rompió en llantos luego de escuchar sus propias palabras.

–No llores, Eloísa –respondió Rafael acurrucando entre sus brazos a su prometida –y ningún mal has hecho de todos modos, por elegir a uno de nosotros por sobre los otros; yo he pensado en este tiempo mucho más en usted que en mis propios padres, a quienes de todos modos estoy desesperado por volver a ver y abrazar.

Eloísa volvió a detenerse en la marcha, aunque ya faltaban muy pocos metros para llegar a la puerta de la casa de los padres de Rafael. Miró fijo a los ojos a su amado, y le largó de una vez, y para no tener que seguir vertiendo en cuentagotas las tristezas, todas las noticias; su padre Telésforo Marín había muerto hacía algo más de un año, y también su vecina Agustina Aragón, madre de José Sordo.  La muerte de los vecinos había sido por aproximadamente las mismas consecuencias, aunque en episodios separados y sin ninguna relación específica entre ambos; la angustia de no saber el destino de su descendencia, sumada a las penurias de toda una vida, habían acabado con la salud de los campesinos por intermedio de la denominada “tisis”, que no era otra cosa más que tuberculosis. Luego de la muerte de Telésforo, era Eloísa con la venia de su propia madre María, quien acercaba regularmente alimentos a su futura suegra con quien había iniciado una relación de cariño y respeto mutuo; ambas amaban a Rafael y esperaban su pronto regreso, y sus amores por el muchacho no eran incompatibles en lo más mínimo. Por lo que, en los largos días de espera, la relación de las mujeres se había vuelto indispensable para ambas, permitiéndoles escapar a la una con la compañía de la otra, de la desesperación de no saber nada sobre la vida y salud del hombre objeto de sus memorias.

Pero ya Rafael estaba de regreso, y habiendo sido puesto al día por su amada con el tema de los muertos, corrió los últimos metros para entrar a su casa y abrazar a su madre. Crisanta al verlo, y de pura emoción nomás, dejó resbalar al piso el cucharón que utilizaba para revolver la comida con la que esperaba alimentarse ese día. De todos modos, ya nada más que la vista que tenía frente a sus ojos importaba a la mujer; su hijo estaba de regreso, sano y salvo, y con la esperanza de nunca más tener que separarse de su lado.

–Rafael, pero qué flaco que estás –comentó Crisanta, mientras abrazaba a su hijo.

–Sea como fuere, lo importante es que aquí estoy, madre –respondió el joven a su progenitora sin dejar de abrazarla, como si el monstruo de sus sueños de niño lo estuviera nuevamente acechando –hice mi mejor esfuerzo para volver en una pieza, y acá estoy.

–Bueno, se acomodan por ahí los dos que han llegado a la hora de la comida –remató Crisanta –y mientras se alimenta, me cuenta de sus andanzas por el mismísimo mundo.

Rafael y Eloísa se sentaron, comieron, y se pusieron al día con las novedades que traía el ex soldado del frente de batalla; nuevamente lloraron a José Sordo, por primera vez en el pueblo desde su regreso, pero no por última.

Con Rafael ya instalado nuevamente en su casa natal, los meses comenzaron a pasar cansinamente; el “Novecento” se acercaba, y aunque las noticias dirían que el mundo entero esperaba ansioso al nuevo siglo, lo cierto es que el mundo esperanzado era muy pequeño, al menos en España. La sequía en ese año de mil ochocientos noventa y nueve, nuevamente acechaba a los campesinos del sur. Los hermanos de Eloísa seguían sin regresar, y las esperanzas disminuían con cada día que pasaba; los partes oficiales de fallecidos llegaban tarde y generalmente incompletos, y eran publicados en el mejor de los casos por algunos periódicos locales, a los que los campesinos de todos modos no tenían acceso por su falta de educación formal. Así es que para la gran mayoría de la población el procedimiento era simple; un mal día despedían en el camino a sus jóvenes que partían a la guerra, y después durante toda una larga vida esperaban su regreso. Los mantones negros cubrían mientras tanto las cabezas de las madres que, no erradamente en la mayoría de los casos, vestían un luto preventivo por esos hijos que muy probablemente nunca volverían a casa. Y a medida que los días y los meses pasaban, los repatriados que aparecían por el pueblo eran cada vez menos, confirmando por descarte lo que se suponía; los ausentes habían fallecido en algún momento del último tiempo. Ni sus cuerpos estaban disponibles para ser sepultados, ni una fecha quedaba marcada para ser recordados, simplemente, ya no estaban más.

Eloísa, que había sobrevivido hasta que se concretó la esperada vuelta de su amado básicamente rezándole a todos los santos que se le habían cruzado por el camino, intentó, aunque sin mucho éxito, que el campesino la acompañara a agradecer por su retorno a la iglesia de San Gabriel; ese templo era el preferido de la joven principalmente por la gran cantidad de buenos recuerdos que le traían a la muchacha, desde aquella mañana en la que encontró a Rafael a la salida de misa. Para el muchacho en cambio, que las había sufrido en carne propia y que había enterrado ya a más de un ser querido antes de tiempo y fuera de casa, no había mucho que agradecer en un templo terrenal. Respetaba la religión de su pueblo, que entre otras cosas le había brindado una larguísima semana santa en la que conoció a Eloísa, pero para nada compartía la liturgia y los continuos acercamientos de los clérigos con el poder político de turno; aunque los curas preferían a los conservadores, en los escasos momentos en que gobernaban liberales, igual se las arreglaban para estar de acuerdo con ellos y al amparo del poder.

–Rafa, no escapes al agradecimiento –insistía Eloísa una y otra vez –aunque no sea en misa, al menos en algún momento de la semana debemos ir, juntos los dos a la iglesia de San Gabriel, a orar por tu retorno.

–Mire mi amada –contestaba Rafael –yo no soy de creer en ese dios que venden por tres perrillas.

La referencia no era de su invención, y la frase se repetía bastante a menudo entre quienes creían en un dios misericordioso que guiaba sus vidas, pero que escapaban a la liturgia rimbombante y amante de los lujos; Crisanta Rodríguez, sin ir más lejos, siempre repetía que bien podrían los curas vender algo de esa suntuosidad que ostentaban para calmar las necesidades de sus propios feligreses. Y de esa idea derivaba lo de las tres perrillas, que no eran otra cosa que tres monedas de cinco céntimos de peseta cada una; la moneda de diez céntimos era conocida como “la perra gorda”, al parecer por la extraña figura que traía en relieve en uno de sus lados, y que, si bien era un león, la poca definición del estampe la convirtió en lo cotidiano, para la imaginación popular, en una perra. Las monedas de cinco céntimos, de menor tamaño y valor en comparación con la otra, eran para el común de la gente solo perrillas, y así era como cotidianamente se las denominaba.

–De rey, rambla y religión, cuanto más lejos mejor –remataba Rafael, con esa frase que tanto había escuchado a su padre Telésforo y a otros republicanos del pueblo.

Y la frase, aunque no era de autoría local, retrataba de todos modos el pensar mayoritario de los desencantados con el sistema vigente; no querían saber nada con el soberano terrenal, ni con los representantes en este planeta del soberano del más allá. Y en cuanto a la rambla, al menos en los dichos debía ser denostada, atendiendo a que era en las distintas ciudades el lugar de esparcimiento y también en el que se concentraban las “mujeres de mala vida”, como hipócritamente se ha llamado siempre a esas personas que pretenden sobrevivir con lo poco que tienen para ofrecer, que no es otra cosa que su cuerpo.

Rafael Marín, como tantos otros repatriados, tuvo serias dificultades para volver a conseguir trabajo; la vida había seguido en el pueblo como si la guerra nunca hubiera existido, lo que de hecho era así en los distintos sitios del interior de las provincias. Salvo las familias que habían enviado un hijo a las trincheras, nadie nunca se preocupó por el tema, ni tuvo noticias sobre si se ganaban o se perdían batallas. Fue el regreso de los derrotados lo que dio a conocer la novedad de lo que realmente había estado ocurriendo en esos años, más allá del horizonte.

Por suerte para Rafael, don Ramón Cárdenas, el padre de su amada, lo acogió como a uno de esos hijos que seguía esperando pero que de todos modos nunca regresarían a casa; lo presentó en el cortijo en el que él había logrado seguir desarrollando sus tareas, y así fue como Rafael pudo volver a llevar unas pesetas a su casa, en la que convivía con su buena madre.

Eloísa y Rafael se trasladaban, dentro de los pocos tiempos libres que les quedaban, algunas calles hacia el centro hasta ubicarse a charlar en uno de los laterales de la denominada “Plaza de Abajo”; se acomodaban frente a los arcos del edificio en el que se vendía el pan en forma pública y se intentaba, desde el gobierno, regular los precios de los cereales para que los compradores centralizados no se abusaran de los pequeños productores. El edificio público, en cuyos arcos tenían perdida la mirada los muchachos mientras intentaban un diálogo que los acercara aún más entre ellos si es que eso fuera posible, había sido construido menos de un siglo después de que la ciudad fuera quitada a los musulmanes, y el estilo de la fachada no dejaba muchas dudas al respecto del pasado árabe de la pequeña urbe.

Pero Eloísa estaba entusiasmada en hablar con su prometido de futuros, y el edificio era para ella solo un punto en el cual perder la vista para terminar no viendo nada, así su cerebro podría concentrarse mejor en las ideas que sus labios vertían.

–Quien sabe cuánto tiempo se nos recordará, si es que alguien nos llegara a recordar en algunos años –profetizó Eloísa, logrando desencajar con su comentario a Rafael.

–Ay amor –respondió el campesino –¿pero y quien sería esa persona que nos recordaría? Solo somos dos jóvenes pueblerinos de vida simple, no creo de todos modos que haya mucho que recordar.

–Es que estoy pensando en mis abuelos – dijo la joven mujer completando la idea –y escasamente recuerdo a un par de ellos, ya todos fallecidos los pobres; es por eso que me preguntaba si, más allá de nuestros hijos y quizá de algunos nietos, tendremos algún pequeño espacio en la memoria de alguna otra persona cuando ya no estemos en el mundo de los vivos.

Esa explicación había logrado finalmente captar la atención del labriego; pero su principal alegría y preocupación a la vez era la de descubrir que la mujer de sus sueños ya estaba pensando en sus futuros nietos, cuando nunca hasta el momento habían tenido una charla que nombrara siquiera la palabra “casamiento”. Desde el punto en el que se encontraba su relación, hasta llegar a sus desconsiderados nietos que en un futuro lejano supuestamente se olvidarían de sus abuelos, había aún mucho camino que recorrer con infinidad de decisiones que tomar en el medio. Eran quizá muchas variables a analizar para Rafael Marín que, en vez de realizar ese recorrido mental que le proponía Eloísa, casi se cae al suelo desde la piedra que le servía de asiento, del susto que le generó todo lo que le faltaba por vivir.

–¿Vamos a tener hijos, Eloísa? –respondió el joven con la boca abierta de puro desconcierto –porque supongo que, si vamos a tener nietos, antes deberíamos tener hijos…

–No se me haga el gracioso, señor –respondió ofuscada la joven –es de suponer que está en su mente casarse conmigo, y es de suponer que tengamos hijos… ¿o no?

–Sí a todo –respondió acelerado el Rafa –es que no lo había pensado nomás, pero si usted me lo pide soy capaz hasta de tener un castillo.

Eloísa rompió en carcajadas ante la ocurrencia de su novio:

–Ahora resulta que yo soy la que imagina cosas por hablar de nietos, y usted está por tener un castillo; no le aseguro nada, pero creería que es más probable que se cumplan mis pensamientos que los suyos. De todos modos, no sé si quiero un castillo; esa charla mejor dejémosla para más adelante.

Las risas cubrieron los rostros de ambos tórtolos, que inocentemente se abrazaban, mientras desde la acera de enfrente las amigas de Eloísa que habían sido mandadas para cuidar la moral de la novia, sonreían con alegría imaginando de qué podrían estar hablando los enamorados; aunque probablemente ni en cien años iban a descubrir que la charla había llegado hasta dos generaciones más adelante.

En eso andaban Eloísa y Rafael cuando frente a ellos, y desde el barrio alto, pasaron hacia el ayuntamiento decenas de campesinos y campesinas, muchas de ellas con sus niños en brazos. Se estaba gestando el paro, porque la sequía había dejado a buena parte de la población sin siquiera un mínimo ingreso. Ir al paro no les implicaba a los jornaleros ni siquiera dejar de recibir sus salarios; la gran mayoría de ellos no tenían trabajo, por lo que de este modo el paro era, más que una decisión, una medida desesperada.

Los hacendados locales, como tantas veces, habían esperado hasta que el agua llegara al cuello de la población y recién en ese momento, y a través de las distintas iglesias, estaban realizando obras que en sus oraciones dominicales ponían en la columna de sus buenas acciones; consideraban que estos eran actos de caridad, a pesar de que eran en buena parte sus malas actitudes cotidianas las que generaban esa situación. Una de esas distribuciones “caritativas” se había dispuesto para ese mismo día, mientras la guardia civil de todos modos cuidaba las espaldas de los jóvenes que repartían entre los trabajadores algunas piezas de alimento. En esta ocasión, iban a repartir pan moreno entre los campesinos, que acudían a los puntos predefinidos en muchos casos con sus niños a cuestas, ya que no tenían donde ni con quien dejarlos.

Allí estaban casualmente Rafael y Eloísa cuando, desde una de las esquinas de la plaza, algunos jóvenes allegados a una de las iglesias comenzaron desde un carro a repartir pan entre la gente. Al principio la cosa parecía estar funcionando bien, pero la desesperación de los trabajadores hizo que la muchedumbre se abalanzara sobre el carro, lo que produjo un auténtico desmadre de la reunión; los campesinos presionaban hacia los jóvenes que ya no estaban pudiendo repartir más hogazas, mientras la guardia civil se adelantaba para intentar dispersar a los jornaleros. En ese revuelo, una joven madre con su pequeña niña en brazos, quedaron atrapadas entre ambos grupos; pero la mujer no había logrado acceder a su ración por lo que, aún con riesgo para la integridad física de su primogénita, encaró una vez más contra el carro que ya estaba quedándose sin casi ninguna pieza de pan.

–Rafa, esa niña va a quedar apretada entre la gente –gritó desesperadamente Eloísa mientras se paraba de un salto y comenzaba a correr hacia la muchedumbre.

–¡Pero será posible…! –expresó el campesino persiguiendo a su amada hacia lo que parecía ser ya una trifulca en la que la presión de los uniformados había tirado a varios trabajadores al piso.

Rafael se paró entre la mujer con la pequeña en brazos y un oficial de la guardia civil que la empujaba con su arma reglamentaria; luego dio la espalda al hombre y abrazó a la madre con la niñita y recibió, en reemplazo de la campesina, un tremendo culatazo en la espalda que lo hizo trastabillar. Aun así, logró cubrir la integridad física de la mujer y de su hija. Las tropas terminaron de desbandar a la multitud y el carro que había estado repleto de panes quedó solo y vacío en la calle, mientras la niña lloraba y Rafael intentaba recuperarse del golpe recibido en el lomo.

La joven madre lloraba junto a su hija, pero más de impotencia que por causa de golpes corporales; los humanos somos, a veces, de soportar más las inclemencias del cuerpo que las del espíritu, y este estaba siendo uno de esos casos.

–Tranquila, mujer –la interrumpió Eloísa, sacando de entre sus ropas un pan entero que había logrado agarrar del carro mientras el guardia se divertía con la espalda de su prometido –deje las lágrimas para otra ocasión, y lleve a su hogar este pancito.

La prometida de Rafael entregó el pan a la joven que, aunque seguía llorando, al menos ahora parecía tener una leve sonrisa en su rostro, pero con una angustia que de todos modos no la dejaba olvidar el mal momento recientemente pasado. La mujer agradeció nuevamente a los novios y partió calle arriba, acarreando a su niña y a su pan, para perderse de la vista de los enamorados al doblar en una esquina.

–Menudo susto nos hemos pegado –comentó Eloísa Cárdenas a Rafael mientras le acomodaba la camisola –por un momento pensé que se caía esa pobre niña de los brazos de su madre y rodaba calle abajo.

–Usted se habrá pegado un susto –respondió el jornalero –pero pegar, lo que se dice pegar, es el culatazo que me propinaron por meterme en el medio.

–Ay, pero qué mozo más bien aprendido –expresó la joven mientras le sobaba el lomo a su prometido –hoy se ha ganado unas caricias.

–Habría aceptado de todos modos un poco de pan –comentó Rafael intentando sonreír –aunque en esta ocasión, le perdono que no me haya puesto entre sus prioridades.

Los tórtolos se abrazaron tiernamente, y recién en ese momento recordaron a las amigas de Eloísa que seguían petrificadas en la acera de enfrente, observando el desenlace de los hechos.

–Como vigilantes, sus amigas no creo que se ganen la vida –dijo Rafael entre risas –aunque vigilar han vigilado, no se perdieron nada de lo que pasó; no nos habrán ayudado, pero si lo pensamos bien, es preferible que tampoco nos interrumpan.

–Si usted se pasa de la raya, quien lo va a interrumpir soy yo –remató Eloísa con cierto aire de complicidad, luego de lo cual ambos partieron de la mano hacia la casa de la joven para volver en el horario pre estipulado, antes de que don Ramón Cárdenas se arrepintiera de la confianza entregada a quien por siempre consideraría su pequeña niña. Al llegar a la casa de Eloísa, su madre la esperaba en la puerta; Rafael saludó respetuosamente a María Ramírez, le dejó saludos para don Cárdenas y siguió hasta su casa, calle arriba, donde su buena madre seguía esperándolo como siempre.

Los últimos días del último año del siglo se estaban escabullendo sin pena ni gloria; el cielo desparramó sobre la tarde del pueblo las primeras gotas de agua, aunque más tarde el clima mutaría para cubrir los techos de las casas con una nevada de esas que pocas veces se olvidan. Vista desde el exterior, la villa parecía entrar al novecento en calma y con una belleza natural imponente. Al acercarse la medianoche Rafael recordó, desde el húmedo frío de su vivienda de adobe de las afueras del pueblo, los inviernos anteriores cuando el calor cubano se combinaba con los chistes de su entrañable amigo y compañero José Sordo. Aquel infierno había acabado, pero a un costo altísimo al cobrarse la vida del inolvidable Pepillo, de la mulata Mercedes, del joven del pueblo vecino al que supieron enterrar en el caribe, de los hermanos de Eloísa a los que aún esperaban en su casa, y de tantos miles y miles de anónimos jornaleros españoles que cambiaron sus palas y picos por fusiles. La guerra había vuelto a hacer de las suyas, y estaba en Rafael y los demás sobrevivientes honrar, con cada gesto de sus vidas futuras, a quienes vieron segada su juventud por la avaricia y el honor ajenos.

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