Aniversario mundialista: ningún argentino gritó el penal de Montiel
El 18 de diciembre de 2022, la selección ganaba su tercera estrella en Qatar. Crónica de uno de los días más felices para el fútbol nacional.
Son las 8 de la mañana del domingo 18 de diciembre del 2022. Hoy, a las 18 horas de Qatar y a las 12 de Argentina, cuando la selección salte al verde césped de extravagante Lusail para romper la maldición que le impide gritar campeón hace 36 años, Messi tendrá la segunda oportunidad de su prolífera carrera para, por fin, levantar la copa del mundo. Y yo, que llegué a Doha hace exactamente un mes para cumplir mi sueño de presenciar un mundial, estaré allí.
Pienso en Francia; llevo días pensando en Francia. Evito recordar el zapatazo de Pavard ante el vuelo inútil de Franco Armani, finjo demencia ante las corridas imposibles de Mbappé e intento ignorar el dolor producido por otra oportunidad desaprovechada. El contexto no es el mismo, claro. De aquella selección dirigida por el casi innombrable Sampaoli, sobreviven pocos protagonistas, pero resaltan tres apellidos claves: Otamendi, Di María y Messi. Nadie en la última década ha sido tan criticado en la Argentina como ellos tres. Nadie.
En el Barwa Barahat, ese monstruo de cemento construido en el medio del desierto para alojar exclusivamente a los hinchas que llegaron a Qatar para alentar a su selección, reina el silencio. Atrás quedaron los colmados locales de comidas y las atestadas pantallas que, durante un mes, albergaron a miles de fanáticos. Todos fueron armando la valija a medida que su equipo quedó afuera; mexicanos, brasileños, ingleses y, por último, los marroquíes. A esta altura, los cientos de inmigrantes destinados a prestar servicios en la mini ciudad, saben que desde hace días solo se habla un idioma en ese punto alejado de Doha: español, pero con acento argentino.
Son las 12 del mediodía y el silencioso Barwa comienza a ser opacado por el bullicio de lo que tranquilamente podría denominarse una Little Buenos Aires en la península arábiga. En cada esquina hay alguien tomando mate mientras algunos vendedores empiezan a tirar la manta que en minutos lucirá repleta de camisetas, pilusos, gorras y cornetas argentinas. En el Barwa argento no hay millonarios, pero sí, cientos de historias de compatriotas que han hecho esfuerzos casi irracionales para alentar a la selección. Y la venta ambulante es, para muchos, la supervivencia en Qatar.
A lo lejos, en los módulos denominados con la letra C, está el agite. Apuro el tranco, el partido es en cinco horas y no quiero llegar tarde. Diez minutos después, doblo en una de las tantas esquinas que transité el último mes para toparme con, quizás, una de las escenas más fascinantes que haya experimentado en mi vida: la previa de una final de Copa del Mundo. La cantidad de carne que se está asando sobre parrillas improvisadas a base de changos de supermercado es absurda y el número de fernets viajeros derriba el mito sobre el impedimento de consumir alcohol en Qatar. Allí, en ese reducto argentino ubicado a 20 kilómetros de Doha, todo pareciera estar permitido. La canción que reúne a Maradona, Messi y los pibes de Malvinas se convierte en un loop interminable, un cuadro que contiene la figura del diez de la selección asciende entre la desenfrenada multitud y cuatro pibes recrean una cancha de fútbol tenis con tablas de planchar que “tomaron prestadas” de algún edificio. Son las tres de la tarde y aunque quisiera quedarme en ese lugar para siempre, recuerdo que en tres horas se juega una final y decido partir porque, claramente, no es un día para andar especulando con el tiempo.
En una jornada normal, la distancia entre el Barwa Barahat y el estadio Lusail, puede realizarse vía metro en poco más de una hora. Repito, en un día normal. Comienzo a preocuparme al llegar a la parada de ómnibus, donde las filas son más largas de lo esperado y la cantidad de micros, menor a la necesaria. Todo es un caos. Cuando por fin arribo a la estación de metro, la escena ha mutado porque, a la peregrinación argentina, se han unido miles de personas de las más diversas nacionalidades pero que comparten con nosotros un sentimiento en común: ver a Lionel Andrés Messi levantar la Copa del Mundo. Y allá vamos.
Son las 16.45 de la tarde cuando por fin llego al asiento que tengo asignado y me ubico en la popular ubicada detrás del arco donde ocurrieron los goles de Leo y Enzo Fernández contra México, el segundo tanto argentino contra Países Bajos y la genialidad de Messi contra el croata Gvardiol, que terminó con asistencia a Julián Álvarez, uno de los héroes silenciosos de Qatar 2022. En ese mismo arco, dos horas y media más tarde, tendrá lugar la definición de la final más espectacular que se haya visto en la historia de las copas mundiales, y Montiel será el encargado de patear el cuarto penal, ese que ningún argentino pudo gritar.
El Lusail es un estadio imponente, extremadamente tecnológico y el escenario en el que la selección argentina ha jugado casi la totalidad de sus partidos durante el mundial de Qatar. Faltan quince minutos para que Messi y Mbappé salgan a la cancha y a mí me tranquilizan tres cosas: Dana Laterra, mi amiga y compañera de cuarto durante todo el mundial, consiguió entrada para la final hace un par de horas, pude encontrarme con tres argentinos con los cuales por cuestiones del azar vi el camino de la albiceleste a la final y porque en mi cabeza está anclada la frase de Messi post derrota con Arabia Saudita, “este grupo no los va a dejar tirados”.
Todos los argentinos solemos jactarnos de ser propietarios del himno más hermoso que se haya compuesto en el planeta tierra. Exagerado o no, quien escribe no puede más que avalar esa teoría. Ahora, escucharlo entonado en la garganta de miles de compatriotas mientras el sonido retumba en las paredes de un estadio, es indescriptible. Son las 18 horas en Qatar y el árbitro polaco, Szymon Marciniak, da inicio al partido.
Van diez minutos y ni el más optimista de los 20 mil argentinos que se encuentran en el Lusail puede creer lo que está ocurriendo. La Francia de Mbappé es un manojo de nervios mientras que Messi y compañía juegan con una tranquilidad casi inconsciente. La distancia entre ambas selecciones se profundiza diez minutos más tarde, cuando Di María es derribado por Dembelé y Marciniak pita penal. Y el diez argentino, como a lo largo de toda la copa del mundo, desata la locura.
Diez minutos más tarde, el escenario se vuelve irreal. A los 20 minutos del primer tiempo Nahuel Molina le entrega el balón a Alexis Mac Allister que, en una fracción de segundo, descarga para Messi, que controla y abre para Julián Álvarez, que tiene la extraordinaria capacidad de observar el pique del actual diez del Liverpool antes de lanzarle la pelota en profundidad para que Alexis, sin contralar el esférico, asista a Di María para el 2 a 0. Lo que acaba de ocurrir, es uno de los goles más extraordinarios en la historia de los mundiales y es made in argentina, una perfecta síntesis del ADN nacional que contiene dosis de potrero, técnica, picardía y genialidad. Y sí, por segunda vez desde que sonó el himno nacional, estoy llorando.
El golazo de Angelito es un mazazo para Francia, que luce grogui en el impoluto césped del Lusail y deberá esperar 57 minutos para que esa sensación desaparezca cuando Mbappé desate el infierno en Doha. Nadie en la tribuna imagina ese desenlace, la selección camina al vestuario con dos goles de ventaja y yo dejo mi butaca mientras me embarco en la aventura de conseguir una cerveza (lastimosamente sin alcohol) para refrescarme.
Mientras varios se escabullen para fumar un cigarrillo entre la multitud, comienza el segundo tiempo. La desconcertada Francia sigue cambiando figuritas para torcer un partido que no encuentra como jugar y Argentina descansa en la tranquilidad del resultado parcial. Van 76 minutos del segundo tiempo y alguien se mofa de lo accesible que está resultando una final que en los papeles asomaba mucho más complicada, cuando Otamendi derriba a Kolo Muani, otorgándole una oportunidad a los galos. Es el descuento de Francia, y el inicio de la pesadilla llamada Mbappé.
Mientras tratamos de digerir el piñazo, la estrella del PSG recibe otra asistencia y, de volea, vence la resistencia del dibu Martínez. Solo han pasado cuatro minutos entre el cómodo 2 a 0 de Argentina y el empate francés. Por primera vez desde la derrota contra Arabia Saudita, la hinchada albiceleste está en silencio. Miro a mi alrededor, incrédulo. Algunos buscan respuestas en el suelo, otros putean al aire y algunos eligen sentarse para soltar el llanto atragantado. Qué deporte de mierda, pienso.
Final del partido, 2 a 2, vamos al alargue. La primera buena noticia cuando inicia el suplementario es la actitud de la selección, que parece estar decidida a no llegar a los penales. Francia, motivada por la remontada, ha emparejado el control del partido y, a esta altura, en la tribuna rezamos para que no la vuelva a tocar Mbappé. Van 107 minutos cuando casi pierdo el equilibrio por estirarme lo mayormente posible para observar un nuevo ataque nacional que deposita a Lautaro Martínez frente al arco galo. ¡Hacélo! grita alguien a lo lejos, el nueve argentino remata con violencia, el tiro es interceptado por Lloris que no consigue contenerlo, y el rebote, cae en los pies de Messi. Es el 3 a 2, como en el 86, con Diego alentando desde el cielo.
La locura es total. Somos 20 mil almas desencajadas gritando a miles de kilómetros de Argentina, 20 mil almas aguardando que el calvo árbitro polaco diga ya está, pueden festejar. Pero no, el destino está ensañado con la prematura felicidad argentina. Y, además, en el campo aún está Mbappé, que a los 115 minutos del tiempo suplementario se hamaca dentro del área que defiende el dibu y saca un remate que termina impactando en el brazo de Gonzalo Montiel. 3-3, y a penales, otra vez. O al menos eso creemos, porque en el instante en el que reloj marca el minuto 123 y cuando ya no hay lugar para ningún tipo de emoción sin poner en riesgo la propia salud, Kolo Muani recibe la pelota en inmejorable posición, remata a quemarropa y el dibu, que en ese momento no sabe que se está convirtiendo en el arquero más determinante en la historia del fútbol argentino, extiende toda su humanidad para ponerle un muro a la humillación. Estamos vivos, creo.
Mientras intento recomponerme, observo a lo lejos a dos hinchas con rasgos asiáticos. Se toman la cabeza, incrédulos ante el partido que acaban de ver. Es lógico, Argentina y Francia acaban de protagonizar la mejor final que jamás se haya visto y los penales, son un hecho. Arrancamos nosotros, me dice Alberto, un hombre de 67 años con el que coincidí en varios encuentros.
A partir de aquí, quiero detenerme en el penal de Montiel. El desenlace desde los 12 pasos ya es conocido. Messi marcó su tercer tanto al igual que Mbappé, que pateó tres (más su volea de jugada) en una final del mundo y no erró. El dibu atajó contra Coman y Tchouameni erró el suyo, Dybala y Paredes cumplieron para dejar a Gonzalo Montiel ante la posibilidad de la gloria. Y mientras el ex jugador de River que tanto putee empieza a caminar hacia el arco en el que aguardan 20 mil argentinos en silencio, empiezo a creer que esta vez es posible.
Hay momentos en la vida en los que el tiempo pareciera detenerse. Respirar se complejiza, el corazón se acelera y el cuerpo se torna tieso. Este es uno de ellos. Cuando Montiel inicia su carrera hacia el balón, Alberto me mira y sonríe, Messi observa y espera, Y Llorís, por suerte, no adivina las intenciones de cachete. Argentina es campeona del mundo, pero en el Lusail nadie pareciera enterarse, porque no hay un grito de gol.
Caigo desplomado en mi butaca y empiezo a llorar, a llorar desconsoladamente. No soy el único, somos 20 mil almas desahogándonos. Lo que suena de fondo es casi un aullido, es la exteriorización de una mezcla de sentimientos que llevamos los argentinos atragantada en la garganta. La alegría por el éxito conseguido, el orgullo de volver a sentirnos los mejores en eso que tanto nos apasiona, el alivio por ver a Messi campeón de una vez por todas, la tristeza por la partida de Maradona, es la bronca por las oportunidades desaprovechadas y las crisis desatadas, la certeza de saber que, por un buen rato, podemos ser felices.
Dejo de llorar y me permito cantar con la poca voz que me queda, quiero gritar el gol de Montiel pero ya es tarde. No importa, nadie pudo, pero igual, somos campeones del mundo.