La farra avanza entre cuecas y tonadas, en ese boliche que queda en el interior del interior
No todo es modernidad en las zonas más productivas de Mendoza. Y luego del trabajo, mientras el sol descansa, el esparcimiento es amenizado por varios ritmos folclóricos locales que sobreviven.
La guitarra se escuchaba en el fondo del barcito, sin ningún tipo de amplificación y con tan solo el coraje del músico para imponer su sonoridad por sobre el murmullo del lugar. Un tal “Marito” había llegado desde el lejano Malargüe para adornar la farra con su canto y sus acordes y, ya entrada la noche, todo indicaba que iba siendo hora de bajar las persianas del boliche.
Quienes iban a formar nuevas y circunstanciales parejas, ya estaban partiendo con desconocidos y dichosos rumbos. Solamente quedaba en un rincón un paisano quizá ligeramente excedido de copas, intentando convencer a una señorita, sin éxito aparente. “La
paciencia de la araña no es de chicle, y esta noche nadie liga”, dijo una vez un poeta, y al porfiado borrachín se le estaba cumpliendo la premonición: “ni a los premios, nadie liga” insistió aquel poeta en otro lugar, en otro contexto, pero igual esa noche así estaba siendo.
La farra había arrancado hacía ya algunas horas, con unas polkitas cuyanas y un par de refalosas, que fueron alegremente bailadas por la concurrencia mientras el Marito le daba y le daba a la guitarra, ejecutando también por ahí y como quien no quiere la cosa, un valsecito, parecido a los peruanos pero, como todo por acá, un poco más tranquilón. Luego de eso le llegó el turno a una cueca mendocina, también más lenta que sus parientas chilenas y peruanas y de las cuales desciende, aunque aún antes de eso ya descendía de los barcos que la trajeron a esta América, junto con la guitarra que la estaba ejecutando en esa noche. Los
pañuelos cortaban el aire mientras los paisanos bailaban ese ritmo festivo, parecido a una zamba pero sin llegar a serlo. “Cochero ´e plaza” sonaba entre las cuerdas del instrumento, mientras las parejas se balanceaban al ritmo de la música, sin importarles mayormente que fuera la poesía del inmenso Hilario Cuadros la que adornaba el evento.
En la barra, solo quedaban los del grupo que claramente no eran conductores designados. El dueño del boliche era un mendocino ortodoxo como pocos, y vendía exclusivamente bebidas producidas en la provincia, por lo que solo resultaba posible calentar el garguero con alguna grapita o hasta con un pisco local, o si no optar por un tintillo que, como todo el vino de la zona, era de excelente calidad. Para los menos corajudos, había a disposición un par de marcas de sidra del Valle de Uco, y si no, agua Villa, con o sin gas, pero eso sí, y en esto el dueño del lugar era irreductible: todos productos mendocinos. El barcito estaba en un pueblo del interior: ya la provincia es del interior argentino, y es del interior mendocino el departamento en el que se encontraba el establecimiento, pero es aún más interior y lejos de la ciudad cabecera, ese distrito en el que se desarrollaba el evento. Tres centralismos debía soportar ese pueblo: el departamental, el provincial, y por supuesto, el más presente de todos, el del país.
Raro el concepto de “interior” que tenemos en esta nación: es como que hay una puerta de ingreso, que sería la importante (al menos a los ojos de los habitantes de la puerta) y de ahí en más, todo el país es “interior”. Somos del interior, exceptuando los doscientos kilómetros cuadrados de la capital nacional, todos aquellos que habitamos en el resto de los casi tres millones de kilómetros cuadrados que tiene esta Argentina que nos cobija. Nuestro país tiene el 99,99% de su superficie en el interior; pero al parecer, dios atiende en la puerta nomás, o al menos eso se dice por acá.
Ajenos a esta situación profunda y compleja, fundacional de los problemas cotidianos de la argentinidad, las parejas encararon después de la cueca, para culminar y como no podía ser de otra forma, un gato cuyano. En esta danza y ya sin usar pañuelos, el varón corteja a su compañera, quien lo esquiva al inicio, pero al final, acepta el convite amoroso. Tiene a su favor el hombre, para conseguir el sí de la mujer, que el baile mendocino tiene un contragiro adicional al que posee el gato en el resto del país; de todos modos (cómo decirlo delicadamente en este siglo veintiuno) quizá el muchacho debería haber frenado cuando ella lo esquivó al inicio del baile: no, es no, y ya va siendo hora de que los varones nos demos por enterados.
Pero el baile siguió, y generó la huida del lugar de esa nueva pareja, que se dio de común acuerdo el consentimiento previo para pasar a la siguiente fase. En la barra, dos nuevos mejores amigos (claramente pasados de copas) se abrazaban, mientras el uno le contaba al otro sobre sus dificultades maritales. Al parecer ya le había pasado algo parecido hace casi cien años a un tal Abelardo Vázquez, que nació en el Este mendocino, lo que no le impidió vivir en Andalucía y hacerse amigo de Federico García Lorca y de Miguel Hernández. Dicen que aquel hombre transformó a la Fiesta de la Vendimia, a mediados del siglo pasado, para convertirla en
ese espectáculo que disfrutamos cada año, agregándole al formato original grandes cantidades de luces y sonoridades. Pero antes de eso estuvo en un bar en donde un marido despechado al parecer le contó de su vida: “De cómo diablos se le puso entre las cejas, hablarme y alabármela a su esposa, digo por qué cuernos de luna nueva y desposada, se le ocurrió contarme tantas cosas, tanto cuerpo… ciego bufón de alcoba, bebes como un sochantre, le pones calzoncillos al vino y esos senos desnudos en la copa, invitándome a beberla... hay que ser tonto, borracho tonto de vinagre para darme aquella copa bien servida, bien preparada y
sola, abandonada por un vino común, vino o marido, que hay copas para todo en este mundo”.
Allá en el fondo, y desconociendo el trabajo de “pata ´e lana” que al parecer ejerció al menos por una noche don Abelardo, el guitarrista porfiadamente seguía en lo suyo, meta darle a una tonada mendocina; una de esas que el finao Antonio Tormo intentó dar a conocer en la puerta de ingreso al país, sin ningún tipo de suerte. Pero en el boliche, y cuando ya la farra estaba ultimada, el punteo intenso y profundo del malargüino, guitarrero y cantor, dio paso al cogollo de agradecimiento:
-A todos los presentes, que vivan…
-¡Lo obligo!. Contestó uno de los borrachos, mientras partía, copa en mano, para convidar al músico con ese elixir que, al menos en Mendoza, templa las gargantas y abre los corazones.
* Pablo R. Gómez, escritor autopercibido .
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