30 de octubre de 1983, tan cerca y tan lejos: 40 años y el día después
Pegábamos carteles y atábamos pasacalles a los árboles. Pintábamos paredes. Estábamos convencidos que todo iba a mejorar. Un clima optimista nos invadía sin excepción.
Ellos se ríen. No me creen cuando les cuento que íbamos con enorme esperanza a votar. “Si muchachos; concurríamos apasionadamente a votar”. Me dicen exagerado. Redoblo la apuesta y entono los cantitos, recito de memoria los discursos, imposto la voz simulando las propagandas electorales de los partidos. Se ríen, y hasta me preguntan, cuál era la razón para creer que podríamos cambiar el país.
Pegábamos carteles y atábamos pasacalles a los árboles. Pintábamos paredes. Estábamos convencidos que todo iba a mejorar. Un clima optimista nos invadía sin excepción.
Ellos se ríen. Lo perciben como algo increíble. Les cuento que todavía hay militantes que siguen convencidos y movilizados por ese ideal. Se miran. Hasta dudan. Sospecho que piensan que todo es un verso que los obligará a estudiar lo que creen que para nada les servirá.
Discutíamos mucho nosotros. Estudiábamos documentos políticos y partidarios. Las asambleas eran interminables; y nadie se quería ir. Terminábamos votando bien entrada la madrugada, y muchas veces había que bancarse (“calientes”, embroncados, maldiciendo) perder hasta por un voto. Era el juego democrático.
Me preguntan; y me enrostran en la cara por los mil ejemplos turbios de la vida diaria. Son críticos, severos, crueles. Las respuestas se hacen retóricas. No les sirven del todo y muchas veces los argumentos quedan muy flacos ante el pesado mundo real. No alcanzan los discursos. Ellos están viendo otra cosa. Los datos son imprescindibles, pero hace rato que en paralelo hay que construir un relato que nos “amigue” y nos acerque desde la dimensión próxima y comunal.
“El atroz encanto de ser argentino”. Es un libro viejo. Lo escribió Aguinis en tiempos de la crisis del 2001. La mayoría de ellos no había nacido en ese tiempo cuando hubo cinco presidentes en una semana, y yo que quiero hablarles de una “primavera alfonsinista” allá por 1983.
Era otro siglo. Se ríen. Discuten. Reprochan. Cuestionan. ¿Pero cómo puede ser atroz un encanto? “Es Argentina”, alguien murmura. Se miran. Todos dicen: “eso ya lo escuché”. Ellos forman parte del sector que compone más del 50 % de los que podrían ir a votar.
Recurro a la historia en tiempos de virulenta vertiginosidad. “La vida es hoy”. La mayoría adhiere al comentario de uno de ellos.
Ellos viven en el atroz encanto que nuestras miserias les dicta: ilusionarse, desilusionarse, patria, “vendepatria”, campeones del mundo, traición, pasión y distancia. Científicos eminentes y cada vez más pibes pidiendo en las calles. Somos millonarios en creatividad, nos sobran ideas sanas, derrochamos talento, pero las cosas están cada vez más caras, mientras en un país de brillantes emprendedores las recetas repetidas establecen la frívola agenda diaria plagada de memes, chicanas, vacías exposiciones, mentiras y negocios.
Un diálogo descarnado desemboca en una pregunta brutal: “¿Otra vez hay que ir a votar?”. Es el momento donde el que cree que esto no es real, soy yo. “Sí. Afortunadamente sí. Después de cuarenta años de democracia ininterrumpida: sí”. Ellos ya no se ríen. Están enojados. Los miro. Me ven lejos. Vacilo y pienso sino tienen razón.
“Che pibe, vení votá”
Les hablo de Porchetto. Del contexto en que escribió aquella canción. Que salíamos de una guerra. Que se iba a terminar una dictadura. Pero todo está lejos, Aguinis, Porchetto. La dictadura está lejos. Ellos viven hoy. Y esa actitud, tan presentista y tan vital, bien contestataria, aunque hasta me molesta, abre una luz de esperanza porque brinda un nuevo paradigma en el cual hay que ponerse a trabajar. Nos ubica frente a frente en el mundo actual. Interpela. Tan cerca y tan lejos, y cuya distancia abismal fue producto, entre varias cosas, de una pésima intermediación. “¿Dónde estaban cuando los necesitaba?”. Es un reproche absolutamente real.
“Les escribo un whatsaap; lo dice la circular; se manejan con el delegado; en el ‘memo’ debe estar; ya los voy a visitar”. Eso es lo que pareciera habitual. Les pasa casi siempre. Lo escucharon de la madre, lo padece su papá.
Por ende, desafío gigante para quienes estamos convencidos que la historia no es la ciencia que te cuenta solamente el pasado y que la política nació para aportar soluciones indefectiblemente. Y que ambas, historia y política, deberían caminar juntas, porque una invitará a pensar y la otra nos exigirá proyectar. Ambas son la base de la democracia. Al quedar vacías e insulsas las dos, es lógico que alguien no quiera ir a votar, pues pareciera que atrás y adelante ya no hay nada.
Tan cerca de aquel ‘83
Hubo un hombre. El del afiche con las manos tomadas a un costado de sus hombros que inyectaba una alta cuota de confianza. Trayectoria y conducta lo respaldaban. Él percibió antes que nadie que había un nuevo electorado que presentaba características novedosas. Imposible abordarlo con las herramientas tradicionales y se animó a cambiar. A renovar. Estaba cerca.
Los nuevos escenarios sociales mostraban claramente en ese 1983 la aparición de un actor desconocido hasta el momento: “el indeciso”; “el NS / NC” (no sabe o no contesta). Pero también el que estaba asustado, enojado y no quería ir a votar. Ese sujeto social pasó a ser una realidad mensurable y Alfonsín se lanzó a conquistarlo en base a convicciones y acercamiento.
Aquel octubre del ’83 había mostrado un exaltado clima político como antesala de lo que sería el triunfo radical en las elecciones generales. Mientras tanto, la figura de Raúl Alfonsín logró instalarse en medio del proceso electoral como el único garante de la consolidación democrática después de la noche más oscura que el pasado argentino recuerde.
El 18 de agosto de 1983 comenzó oficialmente la campaña y un mes después, la Junta Militar decretó la Ley de Pacificación Nacional. Dicha ley representaba una amnistía para todos los crímenes cometidos entre el 25 de mayo de 1973 (día que asumió la Presidencia Héctor Cámpora) hasta el 17 de junio de 1983. Desde ese momento dos posiciones signaron el derrotero de la campaña. El candidato justicialista, Ítalo Luder, declaró que respetaría esa ley. Por el contario, Alfonsín anunció que la vetaría y juzgaría a los responsables. “Hay un solo pueblo. Lo que existe son modelos de dirigencias. Pero que nadie se confunda: el pueblo es uno solo”. Estaba cerca.
Por entonces el padrón electoral 1983 era de 18 millones de votantes y la época mostraba fenómenos asombrosos para tiempos actuales: el PJ tenía 2.795.000 afiliados y la UCR 1.400.000. Los actos partidarios de cierre de campaña reunieron más de un millón de personas en torno al Obelisco y la 9 de Julio, mientras los actos provinciales convocaban 400.00 personas en Rosario, 300.000 en Córdoba, 200. 000 en La Plata, 120.000 en Mendoza, 70.000 en Tucumán y más de 60. 000 en Tandil o Mar del Plata. Les muestro fotos, videos, relato hechos con mínimos detalles. Pero si no lo ven, con lógica razón, no me creen.
Es cierto que no concluyó su mandato y le “achacaran” justamente la obediencia debida y la hiperinflación. Pero será también el presidente que soportó 13 paros generales y levantamientos “carapintadas”. Más aún, costara recordar que se peleó con “Clarín” y la Sociedad Rural. Y al tercer día de haber asumido su gobierno, honrando su palabra, se comenzó a juzgar (sin precedente en el mundo) a las juntas militares.
Con aciertos y errores, en los actuales momentos que transcurren su figura parece irreal. Murió con los mismos bienes con los que llegó al poder, vivió en una misma casa siempre y no soportó ningún juicio en su contra tras su paso por la presidencia.
Cuarenta años y el día después
“Tenemos la responsabilidad de asegurar para los tiempos la democracia y el respeto por la dignidad del hombre en Argentina". Son palabras de Alfonsín. Hemos asegurado la democracia. Eso nadie razonable lo discutiría. Cientos de derechos fueron incluidos afortunadamente a nuestro acervo cultural. Se han reforzado garantías que ponderan la libre determinación religiosa, sexual, política, gremial. Hemos construido nuevos valores tolerantes y deconstruido prácticas conservadoras, xenofóbicas, machistas, sectarias. Se han levantado proscripciones académicas, artísticas y gremiales. Eso nos acerca.
Pero hay todavía muchas deudas pendientes. Sin generalizar, ahí existe una lejanía evidente. Corrupción obscena. Inflación galopante. Índices de pobreza inéditos. Desocupación e indigencia en alza. Clientelismo prevendista. Impunidad, complicidades, justicia de amigos, discursos tendenciosamente manipuladores. Una enorme brecha social nos invade y una grieta contagiosa nos inunda.
“¿Entonces qué el último apague la luz?”. Se ríen nuevamente. En muchos casos hay que volver a empezar. Sin desconocer la velocidad estrepitosa de los cambios que imperan inciertamente en el corazón de siglo XXI. Pero muchas veces, en ciertas prácticas sociales, volver a empezar es volver a las fuentes. Vale la pena. No habrá mucho tiempo. Es la única oportunidad.
Los honestos y buenos gestores comprometidos seguramente tendrán una ventaja. ¿Alcanzará? Nadie lo sabe. Pero es la única oportunidad sí queremos conjugar aquellos dos conceptos de Alfonsín: democracia afianzada y dignidad ciudadana. Será duro. Pero es la única opción.
“Vale la pena”, me repiten. “Que el esfuerzo sea parejo”, dice otro. “Pero que estén cerca”, replica ella. El momento terminó. Una galería y un buffet invitan a una pausa.
Camino. Y un vozarrón me detiene: “Mi padre a veces también escucha a Porchetto”; grita aquel que no había dicho nada en el rato compartido. Se acerca. Me cuenta que su padre militaba en la facultad y que en las charlas de sobremesa le comenta que no todos son iguales, y de la importancia de honrar la democracia yendo a votar. Es el mejor estimulante que pude haber recibido. Ese “viejo” a través de su pibe me dio una lección que rinde homenaje a los que creyeron y ya no están entre nosotros. Pero también a los miles que no se resignan a creer que esto puede de una vez por todas, y para siempre, arrancar.
La memoria y el legado, se hacen presentes y conviven. Lo cercano y lo lejano. De eso se trata. El nuevo paradigma es un disyuntor. Algo alerta, y la luz se corta, saltando la térmica social. Pero hubo una generación que caminó a prenderla. La de ese padre. La de miles que siguen emocionados, no solo amparados en el recuerdo, sino en la lucha constante por una idea común: vivir en un país mejor.
“Y si alguien distraído al costado de camino cuando nos ve marchar, nos pregunta: ¿Cómo juntos?; ¿por qué luchan? Tenemos que contestarle con las palabras del Preámbulo. Que marchamos. Que luchamos: para constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad para nosotros, para nuestra posteridad y para todos los hombres del mundo que deseen habitar el suelo argentino”. Así cerraba su alocución Alfonsín. Vale recordarlo.
¿Por qué llorábamos, nos abrazábamos, cantábamos llenos de expectativas y tras cuarenta años de democracia nos parece que fue ayer? Porque había alguien que estaba cerca. Eso sigue siendo la más revolucionaria de las recetas. Para ellos y para nosotros, mientras que ostentar una trasparente conducta será siempre el mejor relato.