La Máquina de la memoria

La abuelita azul

El recuerdo de una persona especial, que recuerda a todas las personas especiales. Sutilezas, gestos de amor y enseñanza. Una abuela que se refleja en nuestro espejo.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 15 de agosto de 2021 · 09:06 hs

Por Martina Funes tinafunes@gmail.com

La persona a la que más me parezco físicamente es mi abuela paterna. Tengo la forma y el color de sus ojos, ese pelo enrulado que tiene vida y voluntad propia, y una contextura física muy similar -aunque yo soy un poco más alta-. Desde mis primeros recuerdos de ella sus características sobresalientes fueron el optimismo y la alegría, que se sustentaban en que confiaba en la bondad de la gente hasta que demostrara lo contrario, y una melenita que con el correr de los años empezó a blanquearse y ella decidió colorear apenas con un tono entre lila y azulino. Todos los niños de mi Tribu la identificaban como: “la abuelita azul”.

Con un refinado sentido de la estética, que aplicaba rigurosamente a su aspecto personal pero no a los demás -con quienes era siempre cariñosa y elogiosa-, podía pasar horas frente al espejo sin registrar el avance de los minutos. Ponía y sacaba maquillaje para conseguir ese resaltado perfecto de sus ojos de almendra y, cuando salía de su casa, no se separaba de una polvera con espejito -su objeto favorito en el mundo-. Luchaba con firmeza contra sus rulos para domarlos, para conseguir -por un rato- verse impecable. Solía sentarme a observarla intentar esas batallas eternas y esa experiencia me sirvió para resignarme y ni siquiera intentarlo: yo soy despeinada.

Por esa “coquetería extrema”, esperar a que estuviese lista para salir de su casa era todo un desafío en el que su marido fracasaba cotidianamente. Cuenta la leyenda que aquel abogado, que  también trabajaba como periodista en “La Prensa”, tarareaba un par de tangos para dominar la impaciencia de esa espera eterna antes de explotar.

De carácter suave y noble ella era la discreción personificada. Amaba conversar más que ninguna otra actividad y casi sentía que era su obligación entretener a todos con charlas y anécdotas; sin embargo jamás le escuché palabras duras, críticas u opiniones fuertes sobre alguna persona o situación cotidiana.

Estaba siempre atenta a los gustos y necesidades de sus afectos. Así, los almuerzos o encuentros familiares con ella, parecían una reedición semanal de la Navidad: siempre llegaba con regalos y atenciones especialmente diseñados para cada uno de nosotros. Para mi hermano y para mí serán eternamente inolvidables los bocaditos Bonafide de chocolate rellenos de dulce de leche, que a ella le encantaban, y que nos entregaba en torres encintadas para evitar el desparramo. De igual modo yo recibía, puntualmente cada sábado, dos o tres libros de cuentos infantiles y mi hermano autitos de colección en miniatura que adoraba. Había también merengues para mi padre, masitas finas para mamá, entre otras atenciones y delicias que parecían ser su marca registrada.

Una colección inolvidable.

Vivió sola por muchos años, ya que enviudó joven, y sus comidas y preparaciones culinarias eran inusualmente simples. No disfrutaba especialmente de cocinar, era una tarea que más bien le pesaba, a diferencia de la limpieza que ejecutaba con el mismo placer y esmero que ponía en su arreglo personal. Con la cocina hacía una sola excepción, cuando recibía a su familia en su departamento. Esos almuerzos eran el momento en que toda su ternura y dedicación se condensaban para homenajearnos.

Tenía un solo plato estrella: pollo al horno con puré de papas, que representaba para nosotros lo que el caldillo de congrio para Pablo Neruda -le hubiésemos dedicado una oda-. Esas invitaciones a su departamento eran la exhibición de una impresionante concentración de sabores, perfumes y colores que asociábamos con ella, y un profundo cariño que se expresaba en esos gestos, más que físicamente. Dosificaba magistralmente la cantidad justa de una variedad de verduras y frutas, que amalgamaba con la carne de esa ave cuidadosamente condimentada para nosotros.

Las visitas a esa abuela estaban asociadas a una serie de rutinas que yo adoraba. Alquilaba un departamento ubicado en el último piso de un antiguo edificio de la Ciudad de Mendoza, justo frente a la iglesia de los Jesuitas y a la oficina central del Correo Argentino. Atravesar la entrada de ese lugar era ingresar a una atmósfera especial, había un olor a humedad y a alguna cera o brillapiso que yo no sentía en ningún otro lado, y que anticipaban la fiesta que viviría cuando subiese al sexto doce.

Pero lo que me fascinaba y divertía era el ascensor, famoso entre todos los habitantes del edificio porque se trababa, se olvidaba continuamente dónde tenía que frenar y a veces, paraba entre dos pisos; además se sacudía con fuerza al arrancar y también al llegar a destino. Cerrar la puerta de rejilla requería una destreza inusual: los adultos le tenían una mezcla de respeto y terror; en cambio a mi hermano y a mí nos parecía el juego de un parque de diversiones.

Su departamento era el lugar más limpio y ordenado que recuerdo haber visto jamás. Tenía un piso de madera, color miel, que podía usarse como espejo. Había al menos dos vasijas con flores frescas que ella adoraba. En su living los sillones exhibían inequívocamente unas fundas correctamente colocadas y sus almohadones ofrecían la distribución exacta de plumas en su interior para que sentarse resultara una experiencia completamente placentera. La protagonista de esa sala era una caramelera de cristal roja que llamaba la atención a lo lejos; su tapa tenía unos adornos de color verde aturquesado que era imposible no mirar. Pero lo verdaderamente importante era lo que encerraba: estaba siempre, siempre, repleta de caramelos rellenos. Llegué a pensar que no era un recipiente sino una fábrica de esos dulces cristalinos, porque nunca la vi vacía, a pesar de mis insistentes intentos por agotar sus reservas.

El segundo punto de atracción inmediato, cuando atravesaba el umbral de ingreso a sus dominios, era un mueblecito de madera que tenía una única función: contenía la colección completa de “El tesoro de la juventud”. Eran veinte tomos de una enciclopedia de lujo, de 1920, encuadernada en tela, con más de siete mil páginas de papel satinado. Incluía cuentos tradicionales para niños, poesías, biografías de hombres y mujeres famosos, información sobre temas científicos, geográficos, históricos; lecciones de francés e inglés; manualidades; juegos, canciones y, por supuesto, impresionantes ilustraciones y fotografías.

Era un imán que me atraía apenas atravesaba la puerta y abrazaba a mi abuela. Un breve paso por la caramelera y podía estar en el piso, al lado de esa mini biblioteca, durante todo el tiempo que durara la visita. Ahí buscaba febrilmente imágenes y explicaciones sobre el mundo marino, leía cuentos, intentaba develar los secretos del origami -sólo aprendí a hacer una grulla de papel plegado-.

La madre de mi padre fue discreta hasta para enfermarse. Sus últimos años lidió con una memoria frágil, que continuamente le hacía trampas; pero desde los primeros momentos, cuando entendió a la perfección lo que estaba ocurriendo, decidió que se despediría como había vivido: con moderación, sin incomodar a sus hijos o nietos. Se fue sin estridencias y en calma. Heredé sus rulos rebeldes, la forma y color de sus ojos, su amor incondicional por el cine. Me recuerdo todos los días que debo aprender de su prudencia, su fino humor para reírse -sobre todo, de sí misma- y la felicidad que encontraba en los detalles y las pequeñas cosas cotidianas.

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