La máquina de la memoria

Un hilo invisible: la maravillosa experiencia de ser nieta

Entrañables, cómplices, docentes. Hay abuelas que marcan la vida con pequeñas experiencias imborrables. Imágenes y lecciones de vida que se transmiten con amor.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 7 de febrero de 2021 · 06:57 hs
Un hilo invisible: la maravillosa experiencia de ser nieta

Por Martina Funes / tinafunes@gmail.com

No sé si alguna vez tendré la suerte de ser abuela, aunque no tengo dudas de que es una experiencia que no me quisiera perder. Lo sé, sobre todo, porque me encantó ser nieta.

Mi referencia son esas abuelas que ven en los hijos de sus hijos una síntesis perfecta de todas esas características únicas e irrepetibles de lo mejor de un ser humano, que saben que el mundo es un lugar mejor porque hay una persona especial que ellas ayudan a crecer y desarrollarse. Las que son capaces de acostarse y levantarse planificando el día perfecto que van a compartir con su descendiente preferido.

Quisiera ser como una abuela que conocí que se podía pasar toda la tarde en el cine viendo una y otra vez las dos mismas películas que se proyectaban en loop, disfrutándolas como si cada vez fuera la primera. O como esa con la que daban ganas de estar toda una siesta leyendo o durmiendo en un sillón, sin ninguna ocupación o tarea pendiente más que las ganas de estar juntas.

Las abuelas son esas personas que te esperan con un cargamento de tu golosina favorita cada vez que llegás a su casa; que incluso te dejan desordenar un placard y dar vuelta todo el contenido de un cajón lleno de objetos para que busques y encuentres algo que te entretenga cuando estás aburrida. Las que pueden transformar un vestido en un disfraz, o una sábana en una carpa para que hagas de su jardín un campamento con fogata incluida. Son seres capaces de hacer cariños y mimos por horas sin cansarse nunca, consolar y aconsejar mil veces, y cada vez que alguien te decepciona.

Son, además, las que siempre saben -sin preguntarlo- cuál es el juguete -o libro en mi caso- con el que sueñan sus nietos. Tejen con ellos una conexión que hacen innecesarias las explicaciones y cosen, desde el día del nacimiento de los hijos de sus hijos, un hilo invisible e indestructible, que los ata y los sostiene.

Para entrar a la casa de mi abuela había que subir unas escaleras que yo trepaba corriendo, saltaba los escalones de mármol blanco de dos en dos. Recuerdo que cada minuto que tenía libre lo quería pasar entre sus muebles, porque ese era el refugio que me salvaba de alguna penitencia y donde me sentía lejos de cualquier amenaza. Era el lugar al que yo viajaba para descubrir tesoros ocultos en los lugares más impensados. Los chocolates, por ejemplo, no se guardaban en la cocina ni en las despensas, ni siquiera en una habitación que se usaba para acumular latas, botellas o bolsas de azúcar. El chocolate se almacenaba en los cajones de los roperos, en las mesas de luz y debajo de alguna almohada.

En esa casa enorme, en verano, el ambiente estaba inundado de un perfume que no he vuelto a sentir nunca más en ningún lado; es que siempre había alguna mermelada hirviendo a fuego lento que era necesario ayudar a revolver hasta que alcanzara el punto ideal. O también un dulce de membrillo, que adoptaba la forma de pececitos y se amontonaba en varias pilas, para que las reservas alcanzaran hasta que pasara el frío. Y unas cascaritas de naranja o pomelo que se caramelizaban y se revestían de azúcar. Hace años busco -sin éxito- el sabor, la textura y el color únicos de esos dulces de mi abuela, en todos los que compro o pruebo por ahí.

Era un espacio para leer, ver tele -todo eso que no me dejaban ver en mi casa-, jugar a las cartas con mi abuelo, y hasta encontrarme con primos y tíos; porque el caserón era un punto de reunión y un lugar de paso de todo integrante de la Tribu que, entre un trámite y otro, o en los ratos libres del trabajo, se visitaba para tomar un café, o comer alguna sobra del almuerzo.

Más adelante, también fue el lugar que elegí para estudiar algunas materias de la Facultad. Un mundo en el que quienes intentábamos aprender los rudimentos de nuestra carrera éramos recibidos con una fiesta que se materializaba en recipientes llenos de gomitas de todos colores. Y donde estaban asegurados la tranquilidad y el silencio para pasar mañanas y tardes completas entre tratados de Semiótica, Lingüística o apuntes de Psicología Social.

No sé si alguna vez tendré la suerte de ser abuela. Pero si lo soy, quisiera que mis nietos sean personas que logren mejorar la vida de todos los que los rodean, y saber que yo acompañé ese recorrido y fui parte de ese proceso. Quisiera quererlos como me imagino que jamás voy a querer a nadie.

Me gustaría ser esa abuela que combine la habilidad para leer cuentos sin cansarse y también para inventarlos; la que sea capaz de transmitirles el gusto por cocinar el plato favorito de una persona que les importa. Que sepan que a mi casa siempre van a poder venir a buscar libros, películas y esa música vieja que no se escucha por ahí.

La que contagie a sus nietos el amor por la lectura y la lealtad incondicional a los amigos. La que les ayude a valorar los afectos por sobre todas las cosas; la que les de coraje para que quieran sin restricciones y sin miedo. Y quien les enseñe a recibir ese cariño en la misma medida.

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