Valle de las Lágrimas: Nómades crianceros de los Andes

La extraordinaria, dura y bella vida de los trashumantes mendocinos

Son dueños de un oficio que viene desde 1492 y de saberes transmitdos, por siglos, de generación en generación. ¿Dónde están? ¿Cómo viven quienes practican la cultura pastoril nómade?¿Van a la escuela? ¿Ven televisión? ¿Saben del covid? ¿Tienen teléfono? ¿Cuánto ganan? Un viaje en el tiempo, hoy.

Ulises Naranjo
Ulises Naranjo jueves, 13 de mayo de 2021 · 00:00 hs
La extraordinaria, dura y bella vida de los trashumantes mendocinos
Los Araya, trashumantes. Foto: Ulises Naranjo

En Mendoza, Argentina, aún se desarrolla una práctica que viene desde la prehistoria: la cultura pastoril nómade. Marcada originalmente por el nomadismo, la trashumancia es ese traslado humano de un territorio a otro en pos de pasturas y sustentos o por cambios en el entorno, se ha mantenido por siglos y siglos. Es ineludiblemente una actividad migratoria ligada a la ganadería. Consiste en llevar el ganado de un sitio a otro sitio y vivir en esos sitios de manera permanente, año tras año, por siempre. 

En esta región, desde la conquista española que trajo los caballos, a partir del siglo XVI, ha habido grupos humanos entregados a esta forma de vida, que aún se desarrolla, por ejemplo, en San Rafael y Malargüe, en el sur mendocino. 

Los trashumantes llevan sus animales montaña arriba en los veranos y, luego, montaña abajo, hasta los valles, en los inviernos, una modalidad que se reitera en distintos lugares del planeta. Y, en cada lugar, tienen un hogar permanente ya determinado. O sea que la trashumancia es una migración ganadera, integral, simultánea y en conjunto, de puesteros con sus familias y con sus animales. 

Para saber de la vida y las costumbres de estas familias ‘crianceras’ es que fuimos, en enero, montaña arriba, internándonos más de 60 kilómetros salvajes en la cordillera de Los Andes, para conocer el lugar de la Veranada. Así, pues, estaremos en el Puesto Araya, a 2500 msnm, al pie del Valle de las Lágrimas y luego, y será mayo, bajaremos al puesto de invernadas, a 17 kilómetros de El Sosneado y la Ruta 40, aunque también en medio del campo.

En un contexto, extraordinario, el de una pandemia que afecta a todo el planeta y en una época marcada por los avances tecnológicos de las últimas décadas, surge con naturalidad una pregunta: ¿dónde y cómo viven los trashumantes en el siglo XXI?

Montaña arriba 

No es fácil dar con ellos: hay que porfiar montaña arriba, atravesar ríos, sortear cerros, hasta donde los glaciares se resuelven en arroyos bravos y los arroyos descansan en algunas lagunas mansas y frías, tan transparentes que parecen pedazos del cielo muertos boca arriba. 

Allí la montaña es tan pura y potente, que, cuando no es piedra, es una vega con pasturas de un verde desenfadado, lábil, luminoso, casi ingenuo. Y como las piedras son muy duras, los pastos son muy blandos, pero con un adn mineral que las determina y hace que los animales que las coman sobrevivan al duro invierno. 

Los trashumantes lo saben; todo lo saben respecto de la montaña y sus pergaminos. Siempre lo han sabido: pasean en sus glóbulos información que viene de antes de nuestro idioma. Emplean la oralidad secular para que nada se pierda. Son, sin ningún lugar a dudas, las personas más cultas que jamás han habitado nuestras tierras. 

Desde que son niñas y niños, saben que el viento es la banda sonora de sus vidas. Aprendieron, hace siglos, de las estaciones: saben cuándo ir a vivir montaña arriba con sus animales, donde están las mejores vertientes y sus hierbas poderosas. Hasta allá suben y dejan que sus chivos, vacas, ovejas, caballos y terneros coman como si no hubiera más en el mundo. 

Y no hay más en el mundo en esos paisajes impolutos, en los que ellos, los nómades, los baqueanos, los arrieros, los gauchos, los trashumantes, son sigilosos actores de reparto y eso también lo saben. Por las noches, allí el viento se escucha más y entran a sus ranchos con sus huesos y dejan que el vapor de los platos de sopa con carne les entibie las caras. Sus mujeres, en tanto ellos han cabalgado las quebradas, han sostenido el hogar. Siempre han sostenido el hogar y han ordeñado por las mañanas y buscado agua arroyo arriba, donde los animales no defecan los cauces. 

Es de noche, decíamos, y, sin más, el cielo se les cae encima con ese escándalo de estrellas. Luego de la cena y algún cariño a los críos, estarán tan cansados que no opondrán resistencia, se taparán con pellones y se darán calor, una tibieza áspera de siglos y más siglos. 

Dejémoslos descansar. Ha sido un día demasiado largo para todos. 

La tragedia o el milagro  

La mañana empieza antes de que te pegue el sol. Eso puede llevarte un par de horas más, después de que escala ciertas cumbres, con nieves eternas, cada vez menos eternas. Estamos casi en el límite con Chile, en el Puesto Araya, que ostenta sus piedras desde mucho antes que existieran los autos y los trenes. Caballos hubo y hay: vinieron en los barcos.

Los Araya viven con toda naturalidad su vida nómade: nacieron trashumantes y así mueren. Están aquí y allá como estuvieron sus padres, abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y los que estuvieron antes. Ellos fueron, junto a bravos huarpes, quienes mostraron a un tal José de San Martín cómo y cuándo cruzar los Andes. Y, antes, los que aprendieron el beneficio de criar animales, que dan carne y dan cuero y lana y leche y queso y pieles y posibilidad de trueque. Y antes, supieron de la amabilidad de la arcilla, cuando se endurece, y del río y su secreto: lo incesante es lo que permanece.

El puesto Araya está al pie del río Atuel y al pie del Valle de Lágrimas. Siglos de ganadería trashumante se toparon, de pronto, con un ingrediente insospechado, muy reciente: el 12 de octubre de 1972, un avión de la Fuerza Aérea Uruguaya, con 45 personas a bordo, se vino a pique contra el Glaciar de las Lágrimas, a un día a caballo del puesto. Los Araya llegaron allí el mes siguiente, pero nunca se enteraron que, ahí arriba, a unos 20 kilómetros, se desenvolvía una proeza de supervivencia, de la que hablaría el mundo con sus debidos capítulos trágicos. 

Y tanto habló el mundo de aquella historia que, a partir de la década del ’80, las vidas de los trashumantes en sus veranadas se vieron trastocadas por los arribos de gentes ciertamente extrañas: turistas y viajeros que quisieron acercarse hasta el lugar de la Tragedia o el Milagro de los Andes.

Entonces, los baqueanos demostraron ser versátiles: del mismo modo que guiaron un ejército a través de los Andes, comenzaron a llevar visitantes a caballo hasta el sitio de la tragedia. O sea: se diversificaron. Además de la cría y engorde de ganado, a lomo de sus fuertes caballos, iniciaron actividades turísticas junto a empresas del ramo.

Y ya ven: no es una vida fácil la de los nómades, pero –habida cuenta de nuestras dificultades durando en la ciudad y sus cinturones– tampoco es la de ellos una vida difícil. Es, en todo caso, una vida dura, pero esta última generación de los Araya ha ido acomodándose a los tiempos de manera sorprendente y no sólo porque usen celulares y tengan camionetas 4x4, usadas, pero camionetas al fin, luego de 500 años de moverse a caballo.

Amables y silenciosos 

Los Araya son amables, discretos, concisos y tienen la piel dura y los ojos brillantes. Son escuetos en sus respuestas, pero ciertamente les gusta hablar, tal vez para dar un poco de descanso a sus silencios. Mientras desensillan sus caballos y los guardan en sus corrales, esperaremos el turno de la charla yéndonos un poco del tema o hablando más de lo mismo.

Es enero, por momentos, en esta crónica ilógica; es enero, y de a ratos, será mayo. Los Araya, por momentos, están haciendo Veranada al pie del Valle de las Lágrimas y, por momentos, están haciendo invernada, en el puesto Araya de abajo, al pie de los Andes. Así es su vida y respetaremos sus ciclos, que no son otros que los ciclos de las estaciones.

Mírenlos: los Araya avanzan por la vida siguiendo el curso de la vida misma. La veranada comienza en diciembre y, a veces, un antes, en noviembre, y suele extenderse hasta mediados de marzo, cuando llegan las primeras heladas y nevadas. Las invernadas, a su turno, se inician con ese frío, pero con la familia y los animales “abajo” y se extiende hasta bien entrada la primavera.

Las invernadas están marcadas por el frío, la nieve y la dificultad de los animales para encontrar comida. Por eso, es importante que en las veranadas engorden todo lo posible. En mayo, los ‘crianceros’ echan los castrones a las chivas y los carneros a las ovejas, pues este ganado tiene 150 para parir y se busca que chivos y corderos nazcan a partir de octubre. En invierno, los trashumantes sacan los animales con el sol y los traen de regreso al atardecer, para que duerman juntos, en corrales y se den calor. 

Puesto Araya de invernada, a principios de mayo. (Gentileza Gustavo Yañez)

No es que no les guste hablar a los Araya; es que no hablan mucho, pero, claramente, disfrutan de la compañía y de toda novedad que traen los visitantes.

Como no manejan un protocolo covid, seremos, nosotros, quienes los cuidaremos de nosotros. Total, distancia social es lo que sobra.

Taboada y el sobreviviente 

Oscar Taboada se afirma en un poste sus 47 años, se lleva un palo a la boca, se acomoda el sombrero y se presta para la charla. No se apellida Araya, pero está casado con una Araya, o sea, es de la familia y es trashumante ‘criancero’ desde siempre: “Algunos venimos en noviembre, otros`, en diciembre. Tratamos de bajar juntos, porque hay que llevar todos los animales. Igual, ahora que hay camionetas, bajamos más si hay que bajar, a buscar comida y volvemos a subir. O los muchachos de las empresas de aventura nos traen lo que haga falta”. 

- ¿Por qué traen los animales tan arriba en la veranada, Taboada?

- Es mejor la pastura, pues. Tienen más minerales las pasturas y son más blandas y alimentan mejor. Y los animales se mueven más y se ponen mejor, pero también engordan más, bajan bien gorditos, lindos.

- ¿Qué animales tienen?

- Los que ve. Hay caballos, terneros, chivos, ovejas, vacas…

- Y trabajan también en turismo. ¿Les gusta?  

- Sí, es una ayuda también. Llevamos a la gente a caballo al avión de los uruguayos o vamos de apoyo con los que suben caminando y hay que cruzarlos en el río Atuel y los arroyos Rosado, Barroso y Lágrimas, todos con mucho caudal en los veranos.

- ¿Cuándo empezó el turismo?

- El avión se cayó en 1972 y acá empezó a venir más gente en la década del ‘80. Nosotros trabajamos con empresas grandes como Inka y también con gente que viene sola. Los llevamos el primer día desde acá, hasta el Campamento de Miguel Merlo y hacen noche. Al otro, los llevamos hasta el avión. Ahora, con el covid, como cerraron el Aconcagua, ha venido mucha más gente para acá. 

Oscar Taboada, criancero y buena gente

- ¿Y a ustedes como los trata el covid-19? ¿Saben de qué se trata, que hay una pandemia?

- Y claro, pues, cómo no vamos a saberlo. Acá tenemos televisión satelital. Hasta ahora, ninguno se ha embichado. 

- ¿Sí? ¿Con muchos canales?

- Y, sí, satelital, pues.

- ¿Y el covid?

- Acá no hay covid.

- ¿Qué anécdota recuerda del avión?

- Ninguna. Bueno, le cuento que hay un sobreviviente de la caída que viene todos los años, a principios de marzo, y pide subir conmigo. Se llama Eduardo Strauch. Trae sus grupos de gente y los lleva a caballo y les cuenta. Toditos los años.

- ¿Y qué cuenta Strauch cuando está arriba?

- No sé. Nosotros por respeto nunca subimos con ellos hasta arriba, donde está la cruz. Nos quedamos con los caballos, a distancia. Ellos se pasan una hora allá y después bajan.

- ¿Cuándo inician ustedes la invernada?

- La invernada empieza con el otoño y acá arriba no queda nadie. Una nevada fuerte es peligrosa, porque tapa todo acá y quedás bloqueado y los animales se mueren.  

- ¿Y cómo hacen para que no se les queden animales, con todos los que hay?

- Y… salimos a buscarlos, pues. Por todos lados vamos, por todos los cerros.

- ¿Ustedes saben cuántos animales tienen?

- Más vale, pero acá también hay muchos pumas y son muy dañinos: matan mucho y comen poco, carne fresca, nomás comen, pero matan mucho. Te puede matar un ternero, pero también te mata un potrillo. Y si está muy hambreado, puede llegar a matar un caballo grande. Y a otros animales los matan y ni los tocan.

- ¿Y dónde hay pumas, cerca?

- Acá mismito hay pumas.

- Guanacos no he visto…

- No hay por acá, hay que ir para el lado de la Laguna del Diamante, están todos allá. Nunca ha habido guanacos acá. Es raro.

- ¿Y ustedes qué comen acá?

- De todo, pues. Traemos cajas con mercaderías en las camionetas. Y si hace falta algo, va alguien y los busca. 

- Desde acá a la villa de Malargüe hay 110 kilómetros...

- Ahora se hacen rápido. Vas y volvés en el día en camioneta, si querés. Nuestros padres y abuelos tenían que hacerlo todo a caballo.

- ¿Cómo es la venta de los animales?

- Y por ejemplo, a los terneros los compran de chiquitos, cuando hacen el destete y están con 100 kilos o 120 kilos, ya nos compran los terneros. Ellos se los llevan y los engordan y cuando están grandes los negocian.

- ¿Y el precio?

- Y… hay que verlo año por año. El año pasado nos pagaban por un ternero de estos chicos, de 100 kilos, unos ocho o diez mil pesos. También nos compran las vacas viejas, que ya no sirven más para madres.

- ¿Y a quién se los venden?

- Y… hay acopiadores de animales. Ellos le compran a los puesteros, los engordan y después negocian con los frigoríficos.

- ¿Ustedes ganan bien?

- Nosotros somos los que menos ganamos, pero ellos tienen los contactos, hacen el flete, los engordan, los llevan a los frigoríficos. Igual, vivimos.

- Y sus hijos y sobrinos, ¿todos se van dedicando a lo mismo? ¿Van a la escuela?

- La mayoría se dedica a esto. Y van a una escuela rural. Algunos hacen la secundaria incluso.

- ¿Y cómo hacen cuando quieren formar pareja?

- Y… Hay que ir al pueblo, a Malargüe y a San Rafael. Tenemos familia en esos lados. Y cuando hay fiesta también van viendo…

Matías Araya, la nueva generación 

Matías de 28 años y su hermano Martín, de 17, nacieron trashumantes. Como jóvenes inquietos que son, están más relacionados con las nuevas tecnologías que sus padres. Ellos crecieron, sin dejar de ser 'crianceros' nómades, sabiendo de internet, al televisión satelital, la ventaja de los electrodomésticos, el freezer a gas, el teléfono celular, la comodidad de hacer los viajes en camionetas, en lugar de a caballo, como sus abuelos. 

Matías Araya y su hermano Martín, trashumantes

Sin embargos, sus vidas no van más allá de considerar a esas tecnologías como herramientas eventuales. La vida, para ellos, siguen estando en el afuera, que es la naturaleza y en el adentro, que es la familia. Hablemos con Matías, quien acaba de bajar del Valle de las Lágrimas con un grupo de turistas de lo trágico.  

- ¿Sos consciente de que este oficio se hace desde hace muchos siglos?  

- Yo sé que todos en la familia lo hacemos y los abuelos y todos de los que sé. Mi papá, el Teté Araya, es el dueño de todo esto. Y yo hago veranadas desde que nací. 

- ¿Y cómo son las invernadas?

- Hay que seguir cuidando los animales, pero hay un poco menos trabajo, menos comida para ellos y más frío, mucha nieve. Los vamos llevando a los animales. En octubre, empiezan a nacer los chivos y los corderos. Si nacen antes, se mueren. Ya a fines de noviembre y principio de diciembre, empezamos la veranada.

- ¿Cómo ha venido la temporada en lo turístico y con las cabalgatas, hasta ahora que estamos en la segunda quincena de enero?

- Es una temporada excelente. Ha habido muchas cabalgatas, ya llevamos como siete u ocho y tenemos muchas semanas más por delante. Y están los que van caminando y van con caballos de apoyo. 

- ¿Cómo es la tarea? 

- Nosotros nos manejamos con los guías de las empresas. Ellos son los responsables de los grupos. Después, nosotros ponemos los animales. Hay caballos con gente que van hasta bien arriba y también caballos de apoyo, para los que van caminando. A los que caminan, los cruzamos a caballo en el río y los arroyos, porque vienen con mucha agua. Este año, con siete semanas que nos quedan de trabajo acá arriba, ya subimos la misma cantidad de gente que todo el año pasado.

- ¿Estás de diciembre a marzo acá todos los años?

- Acá estoy todos los años. Después, en marzo, bajamos, tenemos un puesto a 17 kilómetros más arriba de El Sosneado. Y trabajamos con los animales abajo: chivos, vacas, caballo, con menos comida por el frío. A partir de octubre, empiezan a tener crías las chivas y las ovejas; entonces hacemos la temporada de los chivos que es hasta el 15 de diciembre. Y ahí nos venimos para acá a empezar la veranada. Todos los años así. Nosotros trabajamos todo el año.

- ¿Y viven bien, como para que no les falte nada?

- Vivimos bien, no nos falta nada.

- ¿Pueden llegar a tener una camioneta?

- Podemos llegar a tener una camioneta, sí, usada. Nosotros, todos, como familia, manejamos un presupuesto para que las cosas alcancen bien.

- ¿Tenés pareja, Matías?

- Sí, yo tengo mi señora y mi hija, de un año y 8 meses.

- ¿Y no las ves desde diciembre?  

- No! Ellas están acá conmigo, en el puesto. Acá cada familia de la familia tiene su lugar. También están mis padres, mi hermano, mi tío. Mi papá es el dueño de todo acá. Él es el que maneja todo acá y nosotros lo seguimos.

- ¿Tienen hasta televisión acá?

- Sí, tenemos Direct TV y un pantalla plana de 55 pulgadas. Mi mamá y mi mujer ven ven algunas novelas. A la noche, vemos alguna película o alguna serie, todos juntos; los niños ven dibujitos. Acá tenemos energía por generador y por pantalla solar. Y también tenemos un freezer a gas, lavarropas y herramientas eléctricas para los trabajos. ¿Qué tal? 

Antena de DirectTV, en el puesto Araya

- Y teléfonos celulares, te faltó… 

-  Y celulares, pero acá arriba no hay señal.

- ¿Y el covid? 

- Acá no, covid, acá, no hay. 

Ulises Naranjo (texto, video y fotos).

Agradecimientos: Familia Araya, Inka Expediciones, Juan Pedro Vilches, Rubén Sindoni, Grupo Ecoandinia, Miguel Merlo y Gustavo Yáñez. 

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