La Máquina de la memoria

El origen: una historia de amor de película

A primera vista, en una plaza y con recorridos familiares de novela. Una historia de amor digna del cine.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 14 de noviembre de 2021 · 07:40 hs
El origen: una historia de amor de película
Foto: Gentileza

Por Martina Funes tinafunes@gmail.com

No entendía por qué su madre lo había citado ahí. Quería verla, claro, la extrañaba; pero no parecía un lugar apropiado para hablar con calma, justo en medio de una kermés. Él estaba de visita porque trabajaba en el Norte argentino, en el Chaco, para una empresa inglesa que procesaba durmientes de quebracho.

Era el atardecer de un sábado perfecto de primavera en la Plaza de Chacras, en su Mendoza natal: la luz del sol que se iba ofrecía un suave filtro sobre los rostros mientras se colaba anaranjada entre las hojas de las moreras. Había una brisa fresca que mezclaba los perfumes de las flores y de las señoritas que paseaban del brazo de sus padres con sus mejores vestidos. El ambiente de la Plaza General Espejo no podía ser más alegre; la banda de música contribuía a ese clima amable con temas de swing y jazz. Había granadina con hielo molido para tomar, empanadas, pastelitos fritos, ambrosía y otras comidas típicas, en diferentes puestos habilitados en las inmediaciones.

La plaza de Chacras. Foto: gentileza Correveydile.

Su mamá le había propuesto ese encuentro a espaldas de su padre. Quería discutir posibles soluciones a algunos desencuentros y dificultades relacionadas con la futura herencia que los involucraba a él y a sus hermanos. La escuchaba explicar y argumentar, mientras de fondo sonaban los acordes de “I'll never smile again”, un hit que por esos días Frank Sinatra entonaba como un himno. Un instante después divisó a lo lejos a una delgada joven de piel blanquísima y un pelo oscuro recogido que dejaba entrever algunas ondas dóciles. De repente las palabras de su madre dejaron de tener sentido, la música de fondo desapareció y no pudo concentrarse en otra cosa más que la suavidad con la que se columpiaba la tela de esa falda, entre las piernas de aquella mujer.

Ella era la hermana del medio entre dos varones: una joven profesora de piano, la regalona de su papá. Un inmigrante irlandés que llegó de niño a la Argentina y, con paciencia y esfuerzo, recorrió diferentes posiciones en la fábrica de chocolates Águila, hasta que llegó a ser el gerente de la compañía en la zona de Cuyo. La joven paseaba con su padre y su madre por la kermés de la Plaza -un programa habitual de los fines de semana de la década del treinta- cuando notó las incesantes miradas de ese hombre. Le interesaba descubrir sus ojos pero estaban disimulados detrás de un par de anteojos redondos. Del mismo modo su boca, se enmascaraba bajo un bigote corto, tan prolijo como su pelo enlaciado a fuerza de gomina. Le sonreía continuamente. Ojalá pudiera conocerlo, pensó ella simulando que no lo veía.

Él decidió, en ese mismo momento, que no volvería a trabajar por algunos días. Iba a avisar que lo tendrían que esperar un par de semanas más, tenía que encontrar la manera de que se la presentaran.

Fueron algunos amigos en común quienes oficiaron de celestinos y el noviazgo llegó irremediablemente pronto. Los dos sintieron que esa relación era acertada -tuvieron la seguridad de que la vida sería mejor si estaban juntos-. Con la certeza de que esa mujer era su futuro él definió rápidamente que retomaría sus estudios de medicina en Buenos Aires: esa Facultad que había dejado en pausa. Los eternos partidos de ajedrez que tanto le gustaban, su trabajo atendiendo jornaleros accidentados en la selva chaqueña, y su empleo como locutor de radio desaparecieron. A partir de ese momento lo único que quería era recibirse de médico para comenzar una vida al lado de esa mujer. No había más tiempo que perder.

Regresó a Buenos Aires a compartir alquiler junto a otros dos muchachos con los que entabló amistad, necesitaba estirar el dinero lo más posible. Uno de ellos se dedicaba a tocar la guitarra y lo hacía con maestría; del mismo modo que cantaba: su vida era el folclore. Se llamaba Héctor Roberto Chavero y algún tiempo después se lo conoció en el mundo entero como Atahualpa Yupanqui. Vivieron juntos casi un año, hasta que Chavero se fue a vivir a Europa y él aceleró su carrera y rindió cuantas materias le exigieron en la Universidad de Buenos Aires.

El noviazgo duró algunos años, los que hicieron falta para que él terminara sus estudios. Apenas obtuvo su título de médico su novia le regaló un reloj Patek Philippe de oro, con sus iniciales grabadas atrás. Él lo usó hasta su último día de vida y luego fue una de las reliquias de la familia que formaron juntos. Inmediatamente resolvió dedicarse a la pediatría, volvió a Mendoza y se casaron sin esperar un día más. Así comenzó la historia de la vida en común de mis abuelos maternos: el origen de mi Tribu.

Mis abuelos veían la vida de la misma manera, no había fisuras entre ellos, se querían sin límites. Les dolía físicamente estar separados, se extrañaban horrores. Lo pude ver clarísimo una vez que a ella la tuvieron que operar -en esas ocasiones la Tribu se congregaba en las salas de espera del hospital de turno y las ocupaba por completo hasta prácticamente desalojar a cualquier persona que no formara parte de ese clan-. Aquella fue una intervención grande, que la mantuvo internada por varias semanas. Ciertas dificultades de salud de mi abuelo le impidieron estar a su lado durante ese tiempo en el que todos nosotros hacíamos turnos para acompañarla. El reencuentro, en la casa que compartían, se pareció al de una pareja que llevaba años incomunicada. Yo ya era una joven estudiante universitaria, me sentía aplomada y madura, pero cuando los vi saludarse con la pasión y el cariño intacto de cincuenta años atrás, la emoción me sacudió.

Él la describía y hablaba siempre de ella como si acabara de conocerla, como si recién hubiese descubierto ese estado increíble en el que nada interfiere con la necesidad imperiosa de mejorar la vida de esa otra persona que se considera única y conseguir su completa y absoluta felicidad. Ya tenían nueve hijos y veinte nietos, pero esa agradable niebla de los sentidos que a veces describimos como enamoramiento, todavía lo envolvía cuando pensaba en ella, cuando la imaginaba y cuando la veía. Era evidente en su manera de mirarla y en la forma en la que le hablaba: con nadie era tan dulce como con ella.

Ella, a su vez, lo idolatraba. Consideraba que no había un pediatra más competente ni que se comprometiera más con sus pacientes. Creía que era el hombre más bueno, amable y educado de Mendoza y sus alrededores. De él admiraba su inteligencia, su agudeza para valorar a las personas, y su agilidad mental para el razonamiento abstracto y los juegos de naipes -que lo seducían irremediablemente-. Siempre estaba pendiente de sus necesidades y se adelantaba a sus gustos. Jamás faltaban en su cocina los helados que a él le fascinaban, las gomitas multicolores, o los sándwiches de miga del Mercado Central, con los que desayunaba.

Se querían hasta el infinito y se entendían a la perfección. Cuando los veía juntos no podía evitar preguntarme si alguna vez se les acabarían los temas de conversación; si alguna vez los invadiría un silencio incómodo, si tendrían desacuerdos, o alguna discusión. La respuesta a esa pregunta era siempre la misma: jamás, sin ninguna duda.

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