La Máquina de la memoria

La primera noche solos

Los primeros pasos en la adultez supone más responsabilidad que, en principio, se asumen con ímpetu. Algunas veces, demasiado.

Martina Funes
Martina Funes domingo, 31 de octubre de 2021 · 07:31 hs
La primera noche solos

Por Martina Funes tinafunes@gmail.com
 

Esa primera vez que ocurrió fue un invierno especialmente frío en Mendoza. Mis padres se habían ido de viaje y yo ya tenía carnet para manejar; aprendí a los 15 años y lo hacía con avidez en cada oportunidad que se presentaba. Así fue hasta mi cumpleaños número 18, cuando recibí la habilitación oficial que me dejaba agarrar el llavero y sentir el viento en la cara por la ventanilla de ese Fiat 600 color beige de mi madre.

Mi hermano menor y yo estábamos por nuestra cuenta en la casa y yo tenía entonces una misión fundamental: era la encargada de que los dos llegáramos a tiempo a la escuela cada mañana durante algo más de una semana. Íbamos a diferentes colegios en el secundario: yo estaba a punto de salir y él recién empezaba primer año.

El despertador, esa máquina del control que nos condiciona.

Rondaba en mi cabeza una sensación ambivalente: me sentía segura de poder administrar los tiempos y resolver cualquier contratiempo, pero a la vez la responsabilidad me inundaba. Tenía que demostrarles a mis padres que estaba a la altura de las circunstancias, que podrían irse tranquilos cuantas veces quisieran -de paso me dejaban con auto-. Así es que cuando pensaba en esos pequeños deberes y obligaciones que repentinamente iba a tener, una sensación extraña subía por mis pies y amenazaba con asfixiarme cuando llegaba hasta mi cuello. Sin embargo rápidamente la espantaba con esa certeza absoluta sobre el mundo que me acompañó por mucho tiempo en mi juventud.

Desde que supe que era mi responsabilidad levantarnos a los dos para ir a clases tenía trazado el itinerario en mi cabeza, y había repasado el paso a paso varias veces. Cronometré cuánto me llevaba sacar el auto de la cochera en la que lo guardábamos cada noche; medí el tiempo que tomaba llegar hasta la escuela de mi hermano en horario de alto tránsito, despedirlo en la puerta y cuánto me demoraría para encaminarme a mi propio colegio con los minutos suficientes para llegar sin chocar, y antes de que tocara el timbre de entrada. Pero además conocía los segundos que necesitaba para conseguir un lugar de estacionamiento, el tiempo que requería maniobrar en un auto sin dirección asistida y cuánto me llevaría caminar hasta la puerta principal del edificio si la entrada trasera estaba cerrada.

Ya la tarde anterior de esa primera noche solos mi hermano y yo habíamos preparado las mochilas con las carpetas, libros, útiles y todo lo necesario para el día escolar. A los pies de nuestras camas estaban las camisas, pantalones, guardapolvos, abrigos, medias y cada una de las cosas que podíamos precisar.

De todas maneras en mi cabeza los preparativos no habían concluido. ¿Había o no gimnasia?, ¿puse merienda o plata para que mi hermanito comprara algo? -Sí, check. -Esperá, esperá... él tenía que llevar un planisferio con división política. ¿Era mañana o cuándo? -No, no, era más adelante. Tranquilidad, estábamos bien.

El desayuno también estaba pre-organizado. En una bandeja había dos tazas dispuestas, cucharas y todo lo necesario para no perder el tiempo, llegar con eficiencia, y conseguir que mi hermano no tuviese tardanza -y yo tampoco-, justo cuando nuestros padres no estaban.

Antes de acostarnos revisamos todo. La ropa, los útiles, las cosas del desayuno, la merienda, la lista mental de cosas que iban a ser necesarias más adelante esa semana. Las puertas y ventanas, todo cerrado y con llave. No faltaba nada. Puse el despertador al horario necesario para cumplir con el plan. Controlé que estuviese prendido y funcionara. Sí, funcionaba bien.

Mi sueño esa noche no se presentó con la placidez acostumbrada, fue errático, con vueltas e interrupciones, pesadillas y sobresaltos, espiaba la hora de reojo cada tanto... hasta que llegó el momento. Me levanté antes de que sonara el timbre del reloj de la mesa de luz. Lo apagué, y de un salto ya estaba fuera de la cama. Como había visto hacer millones de veces a mis padres, prendí estufas, desperté a mi hermano y me vestí.

El café, otra señal de "adultez".



Ultimamos los detalles del desayuno que no habían quedado arreglados desde el día anterior; lo preparamos un poco dormidos pero con precisión y movimientos eficientes de autómatas. Tomamos el café y el nesquik, comimos tostadas y nos lavamos los dientes. Ya quedaba menos tiempo. ¡Vamos!

Camperas, mochilas, las llaves del Fitito de mamá y las de la casa. Afuera, rápido, dale... vamos. Era de noche y esa mañana el invierno mendocino estaba más oscuro que de costumbre. Cumplimos puntual y religiosamente con el ritual planificado y llegamos al colegio de mi hermano sin sobresaltos y con muy pocos autos en la calle. De repente algo llamó mi atención, no sólo casi no había vehículos, tampoco había gente, ni sonidos. Debo estar dormida y no estoy muy alerta, pensé, y revisé de nuevo los alrededores. Ni un alma, ningún auto, ni siquiera una bicicleta o un perro buscando comida.

Fue en ese preciso momento cuando se me ocurrió mirar bien la hora en el reloj de mi muñeca: eran las 6.30. Habíamos llegado una hora antes.

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