La máquina de la memoria

El Fiat 600 beige: primer pasaporte a la libertad

Manejar, el primer pasaporte a la libertad en la adolescencia. La sensación de poder al volante de un "huevito"; el querido fitito. Un fresco de las tardes en El Sauce, un vergel mendocino, y recuerdos compartidos. Una nueva entrega de "La máquina de la memoria".

Martina Funes
Martina Funes domingo, 31 de enero de 2021 · 07:49 hs
El Fiat 600 beige: primer pasaporte a la libertad

Por Martina Funes / tinafunes@gmail.com

El aire tibio del verano y el olor a duraznos maduros se mezclaban con el polvo suelto del callejón de tierra en El Sauce, donde arranqué un auto por primera vez. Eran bastante más de mil metros de extensión los que tenía esa calle, flanqueada por hileras de olivos de la finca de mis tíos. El camino era un buen escenario para inicios, conducía hasta un puente de madera que cruzaba un arroyito, pero para llegar hasta ahí había que sortear muchos pozos que dibujaba la lluvia en esos meses calientes de Mendoza.

Hacia adentro, en los diferentes cuadros de ese campo familiar, también había nogales, algo de viñas y algunas cañas silvestres que usábamos de niños mis primos, mi hermano y yo, para pescar cangrejos en los zanjones, o para simular los techos de las casitas de barro que construíamos cuando buscábamos atravesar las siestas de los fines de semana. La casa de mis tíos en esa finca parecía salida de los alpes suizos: le decíamos “la cabaña” porque todas sus paredes eran de troncos de madera y su techo de paja. Tenía cuchetas que nos encantaban porque nos hacían acordar a las casas alquiladas en las vacaciones y muy cerca tenía un pozo de agua helada, de surgente, donde a veces nos metíamos los chicos las tardes de mucho calor.

Tenía quince años y ya casi era la época de empezar las clases, se estaba terminando el receso y tal vez por eso se me ocurrió que quería experimentar ese rito de pasaje a la adultez que llegaba cuando uno aprendía a manejar. Era el domingo a la tarde y el cielo -que en ese lugar siempre se veía de un celeste casi turquesa-, se estaba poniendo rojo. Les pregunté a mis padres y me habilitaron para dar los primeros pasos en el Fiat 600 color beige, que por aquellos años era el auto familiar que nos trasladaba por toda la Ciudad.

Libertad

Sostener fuerte el volante se sintió como la libertad. El viento en la cara desde la ventana principal del huevito y la mano derecha en la palanca de cambios, eran un indicador innegable de control, de toma de decisiones y de madurez. El callejón era largo y derecho, no había que doblar en ningún lado. El único desafío en aquella primera lección era arrancar y cambiar las marchas sin que se apagara el motor. Lo logré de primera y sentí que ya sabía conducir y que era un poco más independiente que antes. Todos queríamos ser mayores en esa época; quedarnos despiertos toda la noche hasta que se hiciera de día, aprender a fumar, definir nuestro destino y no recibir indicaciones de nadie.

A esa clase, a cargo de mi padre, le siguieron varias más -no tan exitosas como la original, donde debí poner a prueba mi tolerancia a la frustración y ejercitar la paciencia. La perseverancia para sincronizar los pedales, para lograr un arranque suave pero firme, y poder combinar eso con giros de dirección medidos y dóciles pusieron a prueba mi ansiedad; pero la recompensa bien valía el esfuerzo.

Al volante había que hacerle mucha fuerza para que las ruedas giraran cada vez que era necesario estacionar, había que frenar despacio para que el copiloto no se sacudiera como bolsa de papas. Practicar todo eso una vez, y otra vez, y otra vez, y otra vez más ad infinitum puede parecer tedioso pero a mi me resultaba desafiante y mi felicidad no tenía límites; sentía que había nacido para manejar y aproveché cada oportunidad que se presentaba para ejercitar esas habilidades. Así me convertí en el chofer de mi madre, a quien -con tal de pisar el acelerador lo más fuerte que pudiera- llevé a cientos de lugares a completar todo tipo de trámites.

Cuando estaba por cumplir dieciocho era una de las conductoras con más experiencia entre mis amigas y lo que más quería era conseguir el permiso hacia la libertad absoluta: el carnet que me habilitara legalmente para circular sola por las calles. Mi mamá me llevó a hacer la prueba el día de mi cumpleaños y lo recuerdo como uno de los mejores regalos que alguna vez me dieron. A partir de ese momento el Fitito y yo nos convertimos en compinches y mejores amigos. Por esos días el auto familiar era un Ford y mi madre me cedía el huevito encantada a cambio de que me ocupara de la compra semanal de supermercado, llevar y traer recetas o encargos varios.

Fue en esos años, cercanos a la década del '90 – en la era pre celular-, cuando gracias a la mecánica de los Fiat conocí la amabilidad de los extraños. Mi compinche beige me dejaba tirada alrededor de una vez por mes con puntualidad exasperante. Fallaba habitualmente un repuesto que se llamaba manchón, recalentaba el motor, algo le pasaba al embrague, a la dirección, a los frenos. Era así que estuviera donde estuviese, si no había teléfono público a la vista, miraba bien la dirección y golpeaba alguna puerta donde todas las veces, sin excepción, alguien me prestó su teléfono fijo para avisar en mi casa dónde estaba y conseguir un auxilio mecánico o un rescate.

La sensación placentera de libertad que viví aquella primera vez cuando arranqué ese auto sólo se compara con el disfrute que me provoca hoy acompañar a mi hija en esos primeros pasos necesarios para conseguir su carnet de conductora. Cuando pasa de primera a segunda o estaciona puedo anticipar el temple de esa mujer que va a ser y que ya admiro.

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