"Era esto o poner bombas": ¡acá podés leer un capítulo del libro!
La colección de crónicas de Facundo García acaba de llegar a las librerías de Mendoza. En ella, el periodista de MDZ recorre 15 años de trabajo a través de diversos temas. Aquí va uno de los explosivos textos incluidos en el volumen que publicó Ediciones del Retortuño.
La estupidez no se toma vacaciones
"¿Qué es lo más estúpido que vieron hacer en una playa?», consulto a los guardavidas de Mar del Plata, que ahí nomás levantan las dos manos y responden con un «¡puff!» que debería ir en mayúsculas. Es una tarde fresca y no hay nadie en el agua. Cuando pasa eso, ellos conversan largo y tendido en la caseta que los protege del viento. Se lo merecen, porque si sale el sol tienen que andar a las corridas para cuidar a los que se las dan de Aquaman.
El de bañero es un oficio jodido, porque todos coinciden en que la pelotudez humana alcanza picos preocupantes durante las
vacaciones. Excavadores que se entierran en la arena y después no pueden salir, giles que se están ahogando y no quieren que
los saquen porque les da vergüenza y hasta grandulonas que sugieren a la gente que aplauda «para que aparezca su mamá»
son solo una muestra del álbum que los guardianes de las olas atesoran en su memoria para repasar entre carcajadas si la
jornada viene tranquila y la orilla está desierta.
«Uh, la de pibes en los túneles es típica», desembucha Roberto, que lleva veintiocho años atento a los bañistas y
ahora labura en la zona de Punta Iglesias. «Se entusiasman haciendo dos pozos grandes, separados por uno o dos metros.
Van cavando hasta que en un determinado punto se les ocurre unirlos por abajo. La onda es pasar de un lado al otro pero, claro,
es arena, o sea que no resiste. Y las minas gritan porque a uno de sus amigos lo enterró la arena y quedó atrapado sin poder
respirar», explica.
Los yanquis –cuándo no– han estudiado ese tipo de accidentes chotos. Según publicó recientemente la revista médica The
New England Journal of Medicine (www.nejm.org) en un estudio conducido por el doctor Bradley Maron, en los últimos diez
años la jodita de los hoyos en la arena se llevó más víctimas que los tiburones, al menos en Estados Unidos, Australia, Nueva
Zelanda e Inglaterra. Las víctimas rondan entre los 3 y los 21 años, con una edad promedio de 12.
—Es peor si el nabo que excava está solo, porque si se le cae la arena encima y uno no lo vio antes, no hay manera de saber
dónde carajo está— reconoce el guardavidas.
Otro clásico es el que se está hundiendo y prefiere arriesgar la vida antes de pasar el papelón de que venga un baywatch, lo
agarre del cuello y lo traiga de regreso nadando estilo perrito. A los bañeros, que si el clima está lindo hacen entre cuatro y siete
rescates diarios, esos caprichos les hinchan las bolas. «Vas, los buscás, y ves que a medida que se acercan a la orilla se quieren
soltar. Les da terror que los vean salir abrazados a vos. Incluso se ponen violentos. A mí me han llegado a pegar una piña para
zafarse», cierra Roberto.
Más al sur, cerca de la Bristol, sus colegas Juan y Daniel interrumpen un partido de ajedrez para aportar sus propias teorías
sobre los efectos del verano en el cerebro. «El problema es que vienen a desestresarse de golpe», diagnostica Juan. «Quieren
quitarse en dos semanas la tontera anual, y eso hace que los centros turísticos sean grandes concentraciones de salames».
Daniel prefiere agregar una nueva subcategoría de boludos de playa: la parejita. Y el dato es interesante porque, según él, en la mayoría de los casos en que los que se están ahogando son novios, llega un momento en que dejan de pensar en salvarse
los dos y cada uno hace la suya.
«Siempre se da más o menos igual –detalla Juan, con los ojos en el mar vacío de turistas–. Empiezan a no hacer pie, se desesperan y por último cada uno quiere que lo saques a él primero. No les importa el otro. Ya recuperados del cagazo, ves que se ponen a discutir, sorprendidos de la actitud que han tenido. La experiencia me dice que casi siempre que pasa eso se terminan
separando». Otra que filosofía del amor.
Ya en la Bristol 1 o «Popular» –una de las playas más visitadas del país–, la clasificación de atolondrados se extiende. Para
Sergio, que carga sobre sus despellejadas espaldas quince años de oficio, uno de los infaltables de la lista es el jovato que se
mete con la dentadura postiza puesta y la pierde con la primera ola. «Vienen sin dientes y te comentan: ‹Che, añudame, se me
peldió el comedor›. ¿Y qué vas a hacer? Te ponés a revisar con él. No me vas a creer, pero si baja la marea, los dientes vuelven».
El mar lleva y trae otros objetos, en ocasiones más macabros. Tino, otro playero curtido, enumera casi con bronca: «Están los
tarados a los que se les ocurre arrojar las cenizas de los muertos ahí en el espigón. Entre esos, hay unos que son tan idiotas que
dejan la caja cerrada. ¿Y qué pasa? Que la caja flota, papá. Vienen los nenitos y me dicen: ‹Señor, mire lo que encontramos›.
Yo les pido que me la den y no les digo nada…».
Falta hablar con Ricardo, quien, según los veteranos, es el guardavidas con más kilometraje. En efecto, se acuerda de los
trucos de los bañeros de antaño, que relojeaban a los que se metían con cadenas de oro para «hacerse los salvadores» y de
paso manotearles las joyas. «Era cualquiera. De ahí se iban al casino, que les quedaba cerca», admite.
Zonzos de manual conoció a varios. El primero que le viene a la mente es uno que lo hizo nadar como nunca. «Una vez que el mar estaba picadísimo hubo que salir a salvar a dos muchachos. Cada vez que salimos a rescatar, los mirones se amontonan
en el espigón. Pero hete aquí que llegó un loquito, se metió en el amontonamiento de curiosos y los empezó a empujar
para que se cayeran. Ma-mi-ta. En un momento éramos dos guardavidas y teníamos a catorce chabones tragando agua a
nuestro alrededor. Un desastre».
El viejo lobo se despide con un caso que arranca exclamaciones de sus compañeros. «¿Se acuerdan del Gato? Era un flaquito
que se había hecho famoso porque era el único que se animaba a saltar del cartel que está arriba del Club de Pesca», rememora. El club está ahí enfrente, tiene una publicidad enorme de cerveza y es más alto que cualquier trampolín.
«El Gato se hizo chorro, lo agarraron y se morfó veinte años en cana. Cuando recuperó la libertad, vino de visita acá y lo primero que quiso hacer fue subirse de nuevo al lugar desde donde hacía sus clavados en la adolescencia». De cara a las olas y con la brisa en la cara, el ex presidiario debe haber sentido que recuperaba la juventud. «En eso vimos que se trepaba y tratamos de advertirle que no lo hiciera. Cuando se tiró clavadito, quedó incrustado en la arena, porque la municipalidad había rellenado la zona para que fuera súper playita y los turistas estuvieran más cómodos. Quedó re mal, pobre chabón».
Alrededor, Sergio, Tino, Ricardo y Blas no paran de reírse, con una pizca de culpa y otra de malignidad. Se va la luz y ellos
continúan desgranando historias de la costa, que a esa hora tiene como protagonistas exclusivos a dos cuzquitos jodones.
«Fuera de broma, ¿sabés qué es lo más irracional de acá?», dispara Ricardo al final. «Que no haya un plan coherente que nos
permita disponer de sillas para que las personas con capacidades diferentes se puedan meter al mar. Ahí tenés la idiotez
más grande».
- Este texto se publicó originalmente en Página/12 el 5 de febrero de 2009. Ahora está incluido en Era esto o poner bombas (Ediciones del Retortuño, 2020).